Iniciamos con este relato el primero de los contenidos en el libro EL BALON ROJO, de la escritora Verónica Vázquez. Nos ofrecerá semanalmente uno de sus capítulos.
CAPÍTULO 1
MIEDO
«Qué esconde el mago en su chistera.
El mago esconde unas tijeras»
«Al muerto no debes despertarlo,
con pactos de sangre que hagas con el diablo»
Algo despertó súbitamente a Daniel de madrugada. Penetró en la habitación de su pobre hijo. Suponía que su mujer se hallaría llorando dentro, acariciando todo lo que perteneció a su pequeño Iván. ¡Lo echaban tanto de menos! El dormitorio se hallaba en penumbra con las persianas bajadas, desde aquella tragedia. Pronto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, identificando todo lo que había en ella. En el entierro, todos los presentes, lamentaban con gran pesar, la trágica pérdida de un niño tan pequeño. Iván, murió días atrás con tan sólo cuatro añitos.
Daniel tropezó con algo y miró al suelo. Era Gabriela. Estupefacto observó la expresión aterradora de su esposa. Se inclinó hacia ella. Estaba fría, como un cadáver. Un charco de sangre la rodeaba. Algo había devorado su brazo.
Escuchó una risa maligna que provenía del fondo de la habitación. Un cuerpo pequeño, bajo la sábana azul, ocupaba la cama que perteneció a su hijo Iván. Unos cabellos sucios y húmedos sobresalían bajo ella. Daniel no se atrevió a avanzar un solo paso más, experimentando un miedo profundo.
—Tenía mucho frío papi. —dijo la voz mortecina y hueca de su hijo fallecido.
Unos años antes.
Raúl deseaba disfrutar de la película, olvidándose de aquel maldito miedo frío que le oprimía el pecho. Su amigo Fran le ofreció la mitad de su bocadillo. Era un viernes por la noche y estaban sentados los cuatro amigos en los asientos de arriba de la gran sala de cine. Estaba abarrotada de gente y no había ningún asiento libre. Proyectaban Coágulo, la película más esperada del año.
Fran, era un joven guapo con aire duro. Desde que falleció tristemente su padre, dos años atrás por un infarto fulminante, estaba adherido a sus gafas de sol de aviador con lentes verdes en forma de lágrima, y a su chaqueta de cuero negro entallada. Nunca salía a la calle sin esos dos «tesoros» que le recordaban tanto a su padre. No le dio tiempo a despedirse de él y en cierta forma utilizar todos los días lo que le perteneció cuando era joven, le hacía sentirse cerca de su progenitor. Fran tenía unos profundos ojos azul cielo que hipnotizaban y sus cabellos cortos de un castaño claro, eran de un tacto suave y sedoso. Cuando regalaba una sonrisa, se le acentuaban dos hoyuelos en la comisura de su boca.
—Voy a reventar estos pantalones —dijo Gustavo preocupado—. Era un adolescente sencillo y campechano, con media melena lisa negra. El joven vestía continuamente de negro con camisetas holgadas y vaqueros oscuros. El heavy metal era su verdadera pasión.
—Joder. Pues no comas tanto. Gus, sabes de sobra que tu no comes, ¡engulles! No pidas ¡milagros! —contestó Javier picándole con cariño—. Le insistía en la importancia de poseer más sentido del humor y de saber reírse de sí mismo. Le cubría casi toda la barbilla, una gran peca oscura de nacimiento, pero no le daba gran importancia, porque en unos años pensaba dejarse barba, disimulándola. Alguna vez le apodaban Barbilla Negra, pero se lo tomaba bien. Le gustaba. Era un joven nervioso y muy flacucho. Todos comentaban de él que era más feo que un dolor de muelas, pero era un buen chico y caía bien. Javi, no tenía problema ni complejo con su físico. Siempre mostraba energía para todo. Intentaba darle a todo un toque de sensatez. La vida pondría a prueba sus valores y su forma de entenderla.
Javier era unos meses más mayor que Gus. Lo consideraba como un hermano pequeño al que tenía que proteger. Sabía de su deseo de llegar a ser un gran agente de policía como sus padres y deseaba que alcanzara su sueño. Cada vez que lo percibía inseguro, Javier tenía una profunda charla con él. Le insistía en restar importancia a las cosas y hacía hincapié en la facultad de saber reírse de uno mismo.
A Raúl le hizo bien salir. Siempre sabían sacarle una carcajada. Se conocían desde el primer año de Instituto. El primer día de clase se cayeron bien dialogando del mundo del cine y se convirtió en costumbre comentar las películas que disfrutaban cada fin de semana. Acabaron quedando en grupo saboreando del cine juntos.
Vivían los cuatro amigos en un buen barrio de Santander, El Sardinero, célebre por sus grandes y extensas playas.
—Mi horóscopo de este año, pone que no diferenciaré la realidad de la ficción. Vamos, que acabaré como una cabra —dijo Fran riéndose.
—Cómo hagas caso a esas cosas sí que te volverás loco —opinó Gus escarbando en la caja de palomitas dulces.
—¡Ey, Raúl! ¿Has dejado ya de soñar con ese tipo raro? —preguntó Fran en un susurro a su oído al apagarse las luces de la sala.
Raúl dejó de sonreír, ensombreciéndose su rostro.
—Llevo un mes que no sueño con él. —respondió más para sí mismo que para su amigo— No quería confesar que llevaba un mes durmiendo apenas unos minutos para no preocuparlo. A su amigo Fran le contaba casi todos sus problemas. Pero decidió omitirle ese detalle. No se veía con fuerzas para explicarlo.
—Eso está bien. Así dormirás más tranquilo —respondió Fran muy bajito centrando ya su atención a la pantalla del cine.
Ya no se escuchaba ni un murmullo.
La película de terror comenzaba ya.
© Verónica Vázquez