Reconozco que defender a un autor tan menospreciado como Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) es tarea complicada, aún más cuando se trata de un escritor que gozó de un enorme éxito en vida (algo que no suele perdonarse en España) y se vio relegado durante décadas al ostracismo en nuestro país debido a sus ideas políticas. No se trata, desde luego, de un estilista ni de un narrador especialmente sutil, sino más bien visceral y de trazo grueso, pero hay una parte de su producción que aún atrae después de un siglo de existencia por la singular manera que Blasco Ibáñez tenía de tratar los temas, de presentarlos ante el lector. Para resumirlo en una palabra, digamos que Blasco Ibáñez sabía transmitir emoción, mucha emoción, algo que contadas veces acompaña a la buena literatura.
Precisamente una respuesta emocional fue la génesis de su mejor novela, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916): la casualidad quiso que el escritor, en un viaje en barco desde Argentina a Francia, en 1914, conociera a una serie de individuos alemanes queonversaban acerca de lo que ellos llamaban “guerra preventiva”, término que aún se utiliza para justificar la invasión de un país por parte de otro. Y quiso también la casualidad que Blasco Ibáñez asistiera en París, donde vivía, al comienzo de la Primera Guerra Mundial y a la fallida ocupación de la ciudad por parte de las tropas alemanas, finalmente rechazadas en el Marne.
El valor insólito que atesora esta novela es su verismo y, más aún, su inmediatez. Se palpa que el escritor estaba escribiendo sus páginas mientras estaban sucediendo los hechos, sin que por ello cayera en la meticulosidad de una crónica periodística. Raras veces un escritor ha afrontado con tal éxito un suceso tan excepcional sin mediar la distancia del tiempo. Recuérdese que la considerada mejor novela de aquella guerra, Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, fue escrita en 1929, y lo que es más asombroso: Los cuatro jinetes del Apocalipsis fue editada en 1916, cuando aún no había finalizado la guerra y el resultado era incierto. Pero es que nada de eso importa cuando, como se ha dicho, una novela es capaz de transmitir la aguda emoción que el propio escritor está viviendo en el momento de la escritura.
Hay dos razones fundamentales para leer esta novela: el sagaz punto de vista de la narración y la privilegiada perspectiva que tiene el lector actual para juzgar aquellos hechos conociendo lo que posteriormente ocurrió a lo largo del siglo XX.
Debemos empezar por decir que Los cuatro jinetes del Apocalipsis no es una novela antibelicista. Aparece la guerra, por supuesto, pero de una manera tangencial; digamos que muestra más las consecuencias de una guerra que los horrores del campo de batalla. Los excesos folletinescos a los que tan dado era Blasco Ibáñez se ven afortunadamente sepultados por la fuerza descriptiva de unos acontecimientos que se van sucediendo unos a otros a un ritmo vertiginoso, debidamente bien contados con una verosimilitud apabullante.
En un principio, la protagonista de la novela es una familia nacida en Argentina, los Desnoyers, de origen francés. Hay una larga introducción con varios capítulos desarrollados en el país sudamericano en los que destaca la figura de un terrateniente, Madariaga, en quien el escritor vierte sus mejores dotes psicológicas. Es un personaje que estará completamente al margen de los hechos posteriores, pero hay en él un profundo arraigo a la tierra y una rotunda definición de lo que es un hombre enfrentado a las adversidades, que servirá de importante contrapunto pacífico, provinciano y vitalista al desarrollo posterior de la historia.
La honradez y la fortuna del terrateniente pasarán, a su muerte, a manos de los Desnoyers, lo que les servirá para emprender viaje a París, pocos días antes de iniciarse la Gran Guerra. En lo que entiendo un amago folletinesco, dicha fortuna será repartida con otra rama de la familia, encabezada por un honesto alemán casado con la hija de Madariaga, que parece prefigurar una lucha cainita entre los dos bandos enfrentados en la guerra. Este enfrentamiento existirá, pero felizmente muy atenuado por el verdadero protagonista de la novela: el pueblo francés. Sospecho que la sentimental primera idea de Blasco Ibáñez fue desbaratada al aparecerle entre las manos un personaje mucho más jugoso y por entonces poco utilizado: la colectividad.
Los primeros momentos de la guerra, vista desde París, están contados con una brillantez abrumadora. La rapidez de los acontecimientos es desconcertante; cada hora genera una novedad, normalmente falsa; tan pronto el peligro de la guerra queda conjurado como circula la voz de que la movilización va a ordenarse dentro de unos minutos. Lo que agrava la situación no es el ruido de los fusiles, sino la incertidumbre, la espera del acontecimiento temido y todavía invisible, la angustia por el peligro que nunca acaba de llegar.
Leída ahora, en la era de la imagen, conmueve recordar la importancia de los periódicos, los bolsillos llenos de papeles que los transeúntes olvidan inmediatamente ante nuevos titulares, ante las noticias descorazonadoras, ante la inminencia de un futuro desolador presentado en letras de molde. Y los trenes, decenas de trenes saliendo de las estaciones del norte hacia el campo de batalla, estaciones llenas de gente, de despedidas, de emociones compartidas por los hombres que van a defender a su país y de los familiares, las mujeres y los niños, que se quedan en la soledad de sus casas con una esperanza que desfallecerá con los días; y después el racionamiento, la escasez, las penurias de una población civil agredida e inocente.
De ello se deriva la segunda gran razón para leer esta novela: el aparato teórico que utilizaron los invasores para justificar su agresión. Supongo que quien esté más instruido en los motivos de la Gran Guerra no se sorprenderá de esto, pero para el lector medio resulta sobrecogedor que todas las afirmaciones que Blasco Ibáñez pone en boca de los profesores alemanes que excusan la guerra parecen sacadas de un discurso de Hitler. Salvo el exterminio judío, todas las sinrazones que contiene este libro tienen un acento común y que al lector les suena demasiado: la superioridad de lo ario, la inferioridad de las demás razas, en especial de las mediterráneas. Ciertamente es un punto muy destacable para el lector actual, que no sólo encontrará en los motivos bélicos exactas similitudes con lo que provocó la Segunda Guerra Mundial, sino un tono común con otras guerras vividas en el siglo XX y en ocasiones prolongadas hasta nuestros días.
Frente a las palabras burdas y mentirosas de unos imperialistas que quieren conquistar por la fuerza lo que les sería imposible acometer con las palabras, Blasco Ibáñez, desde el lado de la paz y la democracia opone un discurso aparentemente chocante, algo así como que a la guerra se le combate con la guerra. Si me agreden, me fuerzan a agredir. Ante los cañones enemigos no valen las dulces palabras pacíficas, la diplomacia, la razón: por eso, cuando describe las escenas de la movilización de las tropas francesas, formadas en su gran mayoría por gente civil, por ciudadanos sin especiales dotes para el combate, es cuando el escritor carga las tintas de la emoción, contraponiéndolas además a la frialdad del experto ejército alemán, adiestrado en la instrucción militar. Ahora, a los lectores nacidos y crecidos en tiempos de paz, nos puede resultar insólito que alguien pueda defender el uso de las armas, pero esa fue la realidad vivida por Blasco Ibáñez día a día en París, la realidad que mantuvo la paz en Europa. Todavía hay quien acusa al escritor valenciano de maniqueísmo en su forma de presentar aquellos hechos, como si la guerra no fuera maniquea por definición, al menos en un principio.
Curiosamente la novela apenas tuvo aceptación en Europa (también es verdad que era algo difícil de conseguir en mitad de un conflicto que era precisamente el narrado) pero fue un espectacular éxito de ventas en Estados Unidos como no ha tenido otra novela escrita por un autor español. Fue adaptada al cine en dos ocasiones: en una mítica película de 1921 protagonizada por Rodolfo Valentino y en otra dirigida con singular maestría por Vincente Minnelli en 1962. Para sorpresa de algunos, podemos afirmar que la novela supera en intensidad y belleza a estas dos versiones cinematográficas.
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