Al salir del Séptimo Cielo

0
301

El Juez después de escuchar el veredicto emitido por el Jurado Popular; compuesto por cuatro hombres y cinco mujeres; dicta sentencia. Emilio la escucha sin inmutarse. Tampoco al oír el comentario de S.Sª, titular del Juzgado Penal número 58 de Madrid.  Solo siente la necesidad de lanzar los suyos a los oídos de cuantos están presentes en la sala.
—Emilio Sánchez Montero —dice ceremoniosamente el Juez, engolando la voz— quiero saber algo de usted. Sepa que llevo muchos años juzgando, escuchando historias, mentiras, canalladas y crímenes, y nunca, repito, nunca, oí algo como lo que durante este juicio se ha descrito. Ahora que está juzgado y condenado ¿puede decirnos la razón que le ha llevado a asesinar a tantas mujeres de la forma que lo hizo?
—Disculpe Señoría, pero debo insistir en que no he matado a nadie, todo ha sido un error, un maldito error, quizás una conspiración.
—Por favor, si no quiere hablar está en su derecho, no es ninguna obligación, pero por favor, no siga mintiendo. Está demostrado, por las investigaciones policiales y las pruebas aportadas por el Fiscal, que asesinó a esas mujeres de manera canalla, sin ninguna piedad, premeditadamente.
—Le repito Señoría, y a todos cuantos quieran escucharme, que no maté a nadie, están condenando a un inocente y sus conciencias se lo recriminarán. Si continúan empecinándose, no haciendo caso de mi inocencia, es posible que reciban un castigo peor que el mío. Están quitándome la libertad, metiéndome más de treinta años en prisión, en una celda, solo, sin posibilidad de comunicación con persona alguna del exterior. Eso sí es matar a una persona, en vida. Máxime si como me han escuchado decir en infinidad de ocasiones, no maté a ninguna de esas mujeres. No puedo negar que estuve con ellas horas antes de que las asesinaran, pero jamás las puse la mano encima, y me refiero al hecho de arrancarles la vida. Yo disfrutaba con ellas, las pagaba y me marchaba, pero no las asesiné.
—Lamento haberle preguntado. Mantiene la misma actitud que el resto de los asesinos, mentir e insistir en proclamar su inaceptable inocencia. Ahora, por favor, permanezca callado, y ustedes —señala dirigiéndose a cuatro agentes de policía uniformados— pueden llevarse a este asesino al calabozo, hasta que la Junta de Prisiones decida a cuál de ellas deberá ir.
—Pero Señoría.
—Guarde silencio, ya no tiene derecho a hablar.
Tres de las personas que permanecen en la sala, siguen con atención cuanto allí se dice. Entre ellas una mujer joven, rubia, alta y muy esbelta. Sonríe al cruzar su mirada con la del reo. Sin embargo, un instante después se muestra triste y llorosa. En su mente se precipitan numerosos pensamientos, unos negativos, otros no tanto. Menciona mentalmente, tal vez si le hubiera permitido… ahora el, Emilio, no estaría en esta situación. Supongo que algo de culpa debo tener, pero si de algo estoy segura, es de su inocencia. Sus constantes ganas de practicar sexo no son motivo ni razón para asesinar a esas casquivanas. Quizás no debería haberle dicho, —Si necesitas sexo todos los días, deberás pagar por ello, y no precisamente a mí. Creo que me entiendes— Pobre Emilio, se lo tomó al pie de la letra. Nunca me ocultó sus visitas al Séptimo Cielo, excepto cuando le permitía quedarse en casa y dormir a mi lado. Pero de ahí a matarlas. Han debido cometer importantes errores en la investigación. Ya declaré que conocía sus visitas y que no me importaban. Además, ¿a quién trato de engañar? Debo admitir en todo caso, que, de matar a alguien, hubiera sido a mí, por Araceli, la que fuera su novia.
Aquella mujer no podía eliminar el sentimiento de culpabilidad que rondaba su cerebro, ni sujetar las lágrimas, ni el hipo, que comenzó a llamar la atención del resto de asistentes.
Otra persona también está atenta a cuanto se dice en la sala, un policía. Un subinspector de homicidios recién incorporado a la comisaría, a quien el comisario designó para llevar la investigación por el asesinato continuado de trece mujeres del club de alterne El Séptimo Cielo, donde aquellas y otras muchas mujeres, practicaban sexo a cambio de una cantidad de euros. Fue su primer caso.
Durante el proceso, supo que Emilio Sánchez, el ahora condenado, disponía de un carné de socio VIP, con un importante descuento en todas las actividades que realizara en el club. Era un cliente habitual y se permitía visitar las instalaciones diariamente, excepto viernes y sábados. A veces, aunque tarde, aparecía los domingos para retirarse con una de sus preferidas, Sonia. Una esbelta rusa. Nunca supo con exactitud su nacionalidad. Nadie del club supo decirle si su lugar de nacimiento fue alguna de las repúblicas de la Federación Rusa, o por el hecho de ser eslava y hablar ese idioma, se la consideraba así.
Fue la primera de las mujeres en ser asesinada. Al principio lo achacaron a una red de mafia rusa, pero cuando ocurrió el segundo asesinato, el tercero, y más adelante el resto, él y su comisario, decidieron investigar con más profundidad. En realidad, los obligó a realizar una serie de pruebas hasta entonces no elaboradas, como introducir el ADN. Los fluidos encontrados en aquellas mujeres determinaron algo muy importante: la inquebrantable e indiscutible presencia de Emilio. Desde luego esas pruebas fueron decisivas para encausarle. No obstante, se atrevió a decir al sospechoso: creo en su inocencia y como dice, sospecho que puede ser una conspiración contra usted.
Corroboraron con el encargado de la parte superior del club, zona de los reservados, que el investigado, solía acudir allí a última hora de la noche. No antes de las doce de la noche. En ocasiones solía tomar una copa previamente en la sala, para después, elegir a una compañera con quien disfrutar del sexo durante un buen rato, para regresar caminando a su domicilio.
Preguntaron a las compañeras, y supieron que Emilio era un hombre atento, nada violento, cariñoso y muy capacitado sexualmente. No tenían pega alguna con él. Al contrario, muchas de ellas llegaron a comentar que estaban deseosas de acostarse con él, y todas, absolutamente todas, negaron tenerle miedo. Estaban convencidas de que Emilio, «El Caballero», como le apodaban, no era el asesino de sus compañeras. Prueba de ello fue que continuó visitando el burdel y ellas le aceptaron sin problema alguno.
El subinspector, pese a recoger pruebas y ponerlas a disposición de su jefe, y éste en manos del Fiscal, nunca estuvo absolutamente convencido de la culpabilidad. Había algo, sutil, casi escondido, que le invitaba a pensar no era el asesino buscado. Por eso, se sintió mal cuando los agentes se lo llevaron camino del calabozo y se volvió para mirar al Jurado, al Juez y a él, y escuchó decir en voz alta:

Soy inocente y todos ustedes lo saben, por eso sus conciencias no les dejaran tranquilos.  Surgirá en sus mentes un terrible y horrendo miedo al verse solos y a oscuras. Mirarán a su alrededor y únicamente verán reflejado el miedo a perder la vida, como esas mujeres a quienes no maté. Se cumplirá mi venganza. Ténganlo en cuenta. Condenan a un inocente, el asesino sigue fuera, libre y esperando cometer más asesinatos, lo comprobarán.

Javier Ilustre González, el subinspector que le detuvo, siente un terrible y agobiante malestar. Es como un hachazo a su mente. Suspira y espera verle salir, para abandonar uno de los numerosos edificios de Juzgados, tan desperdigados de Madrid.
La tercera persona atenta a cada una de las palabras lanzadas por el condenado por asesinato de las trece mujeres, es un hombre desgarbado, alto y poco agraciado por la naturaleza. Su mandíbula inferior, a la altura de la barbilla parece contraída, como si se le hubieran dormido durante el proceso de crecimiento, y no siguiera al resto del conjunto de su cabeza. Hay algo más que llama la atención, su mirada. Sus ojos poco definidos respecto al color se confunden al no encontrar un punto fijo donde dirigir la mirada. Su profundidad de campo es tal, que quien le mira no puede establecer con seguridad si es a él, o a cuanto aparece detrás de su cuerpo.
Nadie le oye decir palabra alguna. Atento en cada una de las sesiones celebradas durante el juicio, permanecía sentado en la última fila, cerca de la puerta. Así cuando el Juez suspendía la sesión, era siempre el primero en salir. No llama la atención y solo se permite una sonrisa cuando escucha las últimas palabras de Emilio Sánchez Montero: «Ténganlo siempre en cuenta. Condenan a un inocente, el asesino sigue fuera, libre y esperando cometer más asesinatos, lo comprobarán».
Cuando la sala queda vacía definitivamente, la vida de cada asistente vuelve a lo cotidiano, excepto para Emilio Sánchez. Para él, en la prisión, comienza a ser un suplicio. Durante los dos primeros meses cree estar soñando, pero cuando cumple el cuarto y comprueba que aquello es realidad y durará treinta años, la desesperación inicia, como las termitas, un proceso de destrucción interna. Dura otros tres meses. Al cumplirse el séptimo, uno de los funcionarios al cargo de su zona, lo encuentra tumbado sobre el camastro. Lo llama varias veces, y al no responder, pide la presencia de dos compañeros que le ayuden a abrir la celda y comprobar su estado.
Uno de ellos espera en la puerta vigilando. Los otros dos entran. El cuerpo permanece inmóvil y su rostro cianótico. Apenas lo tocan, solo lo suficiente para comprobar su pulso. Al acreditar que carece de él, cierran la celda y por el intercomunicador piden la presencia de uno de los doctores de la prisión. Poco después certifica la muerte de Emilio Sánchez Montero. Se ha tragado su propia lengua. En su rostro aparece una mueca que se parece mucho a una sonrisa.
Como es preceptivo, llaman a sus familiares para comunicarles el óbito. Solo responde su novia, a quien únicamente y durante los meses en que estuvo vivo en prisión, solo le permitieron visitarle en dos ocasiones y no precisamente para autorizarle un bis a bis. Araceli llora amargamente. Se hace cargo del cuerpo y decide enterrarlo junto a la tumba de sus padres, en el espacio para ella reservado.
Cuando sale del cementerio de la Almudena y camina sola hacia la puerta principal, siente un suave escalofrío recorrer su espalda. Se vuelve instintivamente. Nota como si una mano se apoyara sobre su hombro derecho. Recupera el paso y de nuevo debe volver la vista atrás. Ahora al escalofrío lo acompaña un débil susurro, que no llega a descifrar.
El subinspector Ilustre, no tiene tiempo para asistir al sepelio de Emilio, ni siquiera puede dar el pésame a su antigua novia, a quien desde luego consideraba, en parte, culpable de la situación que llevó a la desesperante y supuesta acción de aquel hombre. Siempre mantuvo la idea de que alguien cercano a Emilio, fue quien cometió los asesinatos, aunque desde luego todas las pruebas lo señalaban a él. Siente un malestar incontestable, y durante semanas se mantiene estudiando cada prueba, cada declaración de testigos. En realidad, pide reabrir el caso de los trece asesinatos. Tiene la omnipresente necesidad de encontrar algo que limpie el nombre de aquel hombre, a quien las pruebas lo condenaron a trescientos noventa años de cárcel, y sin embargo, muere al séptimo mes de reclusión. Recuerda las palabras dichas antes de salir de la sala que lo juzgó, pues esa misma noche, comienza a sentir un desasosiego e intranquilidad que apenas le permiten dormir.
Igual le ocurre a Felisa, una de las mujeres que formó parte del jurado popular. Aquella tarde, al llegar a su domicilio, encuentra a su marido dormido en el salón, con el televisor puesto en una emisora que no cesa de comentar eventos deportivos.
Antes de regresar estuvo tomando café con unas amigas. Repitieron la bebida, pues aún era pronto, dijo una de ellas. Inicialmente se negó a tomar otro, pero insistieron y cedió. Por eso, cuando llega a su casa apenas tiene hambre y menos aún sueño. Apaga el televisor, trata de despertar a su marido, pero al escucharle roncar, cierra la ventana del salón, y se dirige al dormitorio diciendo en voz baja: ya vendrá cuando despierte y no me encuentre a su lado.
Se desnuda y tras recoger la ropa y ponerse algo para dormir, se acerca hasta el cuarto de baño. En primer lugar, para evacuar parte del líquido que bebió por la tarde. Se sienta en el wáter y nada más hacerlo, siente como si alguien rozara sus partes pudendas. Al acabar, siente miedo. Se cubre y regresa al dormitorio situado a solo dos pasos. La puerta solo está al otro lado del pasillo. Un imperante murmullo se apropia de la vivienda. De cuando en cuando el ruido de unos pasos parece acercarse a ella, y al desaparecer, vuelve el murmullo, que aparentemente paree salir del cuarto de baño.
Siente como el miedo se apodera de ella poco a poco. No sabe la razón, pero en cuanto da la espalda al cuarto de baño, el murmullo se acrecienta. Incluso cree oír pronunciar su nombre. Se acerca hasta donde duerme plácidamente su marido. Le zarandea en dos ocasiones, pero tiene un sueño profundo y no despierta. Resuelve volver al dormitorio y meterse en la cama. Intenta cerrar los ojos, pero no lo consigue. Maldice el momento en que tomó los dos cafés con leche, aunque recuerda que previamente también había tomado un par de bebidas gaseosas de cola, con una importante parte de cafeína entre sus componentes. Deduce al recordarlo, que va a ser una noche larga de insomnio.
Los ruidos y murmullos que provienen del baño no la permiten cerrar los ojos, y cada vez que lo intenta una imagen aparece en su cerebro. Al tercer intento logra descubrir de quien se trata. A su mente llega aquel hombre, a quien ha considerado, junto al resto del jurado, culpable del asesinato de trece prostitutas y quien poco antes de salir camino de prisión, señaló, cual maldición, que su conciencia y la del resto del jurado, no les dejaría descansar. El murmullo se convierte en ruido, y paulatinamente va en aumento hasta resultar insoportable. Mira el reloj de la mesilla de noche, solo son las doce y media de la noche.
Pulsa el interruptor de la lámpara; que se resiste a encender la bombilla escondida tras la tulipa; y se levanta con la idea de acercarse hasta el salón, despertar a su marido e invitarle a comprobar cuanto ocurre. Al atravesar la puerta del dormitorio, entrar en el pasillo y pasar frente al baño, la puerta se abre repentinamente. Su espalda se cubre de un tembloroso frio mientras el ruido se convierte en algo ensordecedor. Se asoma y comprueba que algo sale por la taza del wáter. Se acerca, levanta la tapa y nada más hacerlo, le parece ver algo extraño y repugnante que comienza a enroscarse a su cuerpo. Lanza un grito desesperado, pero nadie acude en auxilio. Siente como algo resbala por su garganta y comienza a sentir un pavoroso frío. Trata de gritar, pero es inútil, las fuerzas disminuyen para escapar con el borbotón de sangre surgido de su garganta.
Al despertar su marido, quiere entrar en el baño, pero el cuerpo de su mujer, Felisa, se lo impide. El cuerpo flota sobre un mar rojo destacado del fondo blanco de las baldosas. Al advertir la sangre, se pone nervioso sin saber qué hacer. Tras unos minutos, opta por llamar a la policía, que se presenta a los diez minutos. La puerta queda abierta mientras espera sentado en el mismo sofá que le sirvió de cama. A los pies, ensangrentado, un cuchillo afilado. En ese preciso instante se fija en sus manos. También están rojas, como el pomo de la puerta y el teclado del teléfono.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunta uno de los policías de paisano.
—No lo sé. Me dormí viendo un partido de fútbol, ni siquiera oí llegar a Felisa, se fue con unas amigas de compras, o de escaparates, como decía ella. Esta mañana al ir al baño, la encontré muerta, bueno eso parece, porque no he podido entrar.
—¿Y esas manchas de sangre en sus manos?
—No lo sé. He debido tocar algo.
—Bien, no se mueva de aquí. Iremos a ver.
—No pensarán que la he matado yo.
—No pensamos nada. Por el momento, claro. Pero tendrá que acompañarnos a comisaría.
Dos días después otra muerte en circunstancias similares, hizo que el subinspector Ilustre, solicitara los expedientes abiertos de ambas muertes.
A la semana, eran cuatro las víctimas asesinadas de la misma forma en que acabaron con las trece mujeres del club, como en multitud de ocasiones había mencionado S.Sª el Juez Sancho. El subinspector siente necesidad de hablar con él, y solicita una entrevista oficial.
—¿Qué le ocurre subinspector?
—Temo por S.Sª, como por el resto de miembros del jurado que dictó veredicto contra Emilio Sánchez Montero.
—¿En que se basa?
—Cuatro miembros del jurado han sido asesinados del mismo modo que las trece mujeres del Séptimo Cielo.
—¿Y?
—Pues que parece demostrar la inocencia de Emilio Sánchez. ¿No le parece?
—Déjese de monsergas. Usted mismo aportó las pruebas que le condenaron.
—Es mi obligación. Yo no juzgo, S.Sª si lo hace.
—El Fiscal las admitió, y eran incontestables. Incluso las del correspondiente ADN.
—En efecto. Él mismo reconoció haber practicado sexo poco antes de que las asesinaran. Recuerde que iba cada día al club.
—¿Y no son pruebas irrefutables?
—Siempre creí que eran pruebas confundidas, aunque desde luego las únicas que pude conseguir. Pero no quisiera entrar en ese tipo de discusiones. Mi temor es, que alguien mata del mismo modo que el asesino de las trece mujeres. O es el mismo asesino quien ha vuelto para seguir haciéndolo. Ya van cuatro. Coincidentemente las pruebas encontradas por mis compañeros son indiciarias, señalan a los respectivos compañeros de las víctimas como autores de las muertes. Es como si el asesino tratara de decirnos algo.
—¿Cómo qué?
—No se da cuenta. Se condenó a un inocente y alguien copia la forma y deja pruebas suficientes como para condenar a otros inocentes. O insisto, es el verdadero asesino.
—Eso son estupideces. Perdone.
—Como quiera S.Sª, pero trate de ser consecuente. No se arriesgue.
—De acuerdo. Gracias. Ahora debo seguir con mi trabajo.
—Naturalmente. Espero verle pronto.
—Si no hay más remedio.
Dos días más tarde, las pruebas de su muerte llevan indefectiblemente las sospechas sobre el Secretario del Juzgado, quien, como los acompañantes de las muertes anteriores, parece haber estado durmiendo plácida y profundamente, durante el crimen. En menos de un mes, solo quedan vivos dos miembros del jurado, el Fiscal del caso, y el subinspector, Javier Ilustre, quien teme encontrarse entre los asesinados.
Decide hablar con la novia del condenado fallecido. La llama por teléfono y tras varios intentos, quedan en una cafetería para comentar cuanto ocurre.
—Pese a las pruebas encontradas, siempre pensé que su novio era inocente.
—También yo, pero aún no he podido librarme de la sensación de culpabilidad.
—¿Por qué?
—Yo fui quien le envió al Séptimo Cielo, me negué a practicar sexo con él.
—Lo sé Araceli. Pero cada individuo es responsable de sus actos, las influencias son meros medios participes de la debilidad del individuo, quien debería dominarlos y evitar dejarse llevar.
—Ahora lo veo así, pero eso no me exonera de mi responsabilidad, de llevarle de la mano hacia su final. Primero por su adicción al sexo, y luego su muerte por no saber afrontar la realidad de la prisión. Es muy lógico, era inocente.
—¿Ha visto? han matado a todos los que tuvieron que ver algo con su condena. El Juez y siete miembros del jurado. Han muerto igual que las mujeres del Séptimo Cielo, degollados con un cuchillo.
—Ya lo he leído.
—Parece que el asesino trata de decirnos algo.
—¿Usted cree?
—Sí. Temo por usted, por mí también.
—No se preocupe, no nos ocurrirá nada. Solo es una coincidencia.
—Me temo que no, Araceli.
—Ya lo verá.
—Está bien.
Se despiden tras tomar una manzanilla él, y un refresco de naranja ella.
Dos días después el Fiscal señor Martere, soltero, sin pareja conocida, aparece muerto en su piso de la calle Covarrubias. Su garganta seccionada, ahogado en su propia sangre. El conductor del vehículo que le recogía cada mañana para llevarle al Tribunal, al no contestar al telefonillo desde el portal, optó por subir hasta el cuarto piso y pulsar el timbre. Tampoco obtuvo respuesta, por lo que definitivamente llamó al equipo policial. Se presentaron a los pocos minutos y decidieron derribar la puerta. En el salón, su cuerpo desnudo aparecía bajo un importante charco de sangre coagulada. A su lado otro hombre también desnudo, portaba en su mano un cuchillo de ancha hoja, muy afilado. Estaba profundamente dormido. Fue detenido y llevado a un calabozo del Juzgado de Guardia de Madrid, acusado del presunto asesinato.
El subinspector conoce la noticia nada más llegar a su comisaría e inmediatamente se pone en contacto con Araceli.
—Creo que el cerco se cierra.
—¿Teme que los siguientes seamos nosotros?
—Definitivamente sí. Claro que queda aún un miembro del jurado.
—Perdone Javier, pero no puedo creerlo.
—Yo sí. Van nueve, y considero que hasta que no mueran trece, cifra que le achacaron a él, no dejará de matar quien quiera que sea.
—Si es eso cierto, nos queda poco tiempo.
—Así es. ¿Vive sola?.
—Naturalmente. Pero no tengo miedo, si lo dice por eso.
—Más o menos.
—No tema, a mí no me ocurrirá nada. Se lo puedo asegurar.
—Bien. Por si no vuelvo a verla, haga el favor de poner cuidado.
—Lo haré, gracias. Usted también.
—Soy policía.
Javier Ilustre no pudo conciliar el sueño durante las siguientes noches, pero no fue por el temor a las palabras dichas a título de advertencia por el condenado, sino por el contenido de los expedientes de cada uno de los crímenes que se sucedían. Cada sospechoso, siempre persona cercana al asesinado, se declaraba inocente, pese a las pruebas en su contra. Incluso el amante del Fiscal, a quien no tuvieron más remedio que sacarle del armario después de muerto. Todos fueron asesinados de la misma y supuesta forma en que lo fueron las trece mujeres del Séptimo Cielo. Lo comentó a su comisario, ya no tenía Juez a quien señalar lo sucedido, ni Fiscal, ambos estaban muertos, solo a su superior, pero éste también se lo tomó a chanza.
—Perdona Javier, pero cuanto dices no tiene ni pies ni cabeza.
—De acuerdo comisario, solo está basado en una intuición. Pero estará de acuerdo conmigo, que es del todo extraño y perturbable.
—Eso sí. Pero de ahí a que alguien siga los pasos del asesino del Séptimo Cielo, no sé, Javier. Si quieres puedes seguir investigando, pero creo que será perder el tiempo. Allá tú. Eso sí, no dejes tus actividades cotidianas.
—Gracias comisario.
El subinspector sale del despacho del comisario y se dirige a su pequeña oficina. Durante unos minutos se dedica a pensar, aunque como es lógico, así no puede encontrar una explicación a su intuición. Sus pensamientos se ven interrumpidos por una llamada telefónica.
—Señor Ilustre, disculpe, soy Araceli. Deberíamos vernos con urgencia.
—¿Ocurre algo grave?
—No, pero tengo algo que comunicarle.
—Está bien. ¿Dónde?
—Anote mi dirección, dejaré la puerta abierta, solo tiene que entrar.—De acuerdo, no tardaré en llegar.
El primer taxi que pasa frente a la comisaría lo para, sube y da la dirección mencionada por Araceli, un edificio de trece plantas, con muy pocos años, moderno y luminoso. Atraviesa el portal hasta el fondo, donde tres elevadores esperan con sus puertas abiertas. Entra en uno de ellos, pulsa la planta séptima y en menos de trece segundos la puerta se abre. El descansillo iluminado por el sol del mediodía deja ver cuatro puertas numeradas. Se acerca a la distinguida con el número tres. Esta entornada, tal y como dijo Araceli.
La llama mencionando su nombre repetidas veces, aunque no escucha respuesta alguna. Recorre el pasillo hasta desembocar en un amplio espacio, supuestamente el salón de la vivienda. Antes deja a uno y otro lado varias puertas cerradas. De repente la luminosidad comienza a tornarse en oscuridad y una especie de niebla densa sale por las rendijas inferiores de las puertas. Oye un golpe seco e intuye se trata de la puerta de entrada. Recuerda haberla dejado abierta, tal y como la encontró. Se asusta, aunque permanece de pie, esperando una respuesta de Araceli. No llega. En ese momento una voz de hombre, rodeada por una especie de eco, pregunta.
—¿Subinspector Ilustre?
—Sí.
—Haga el favor de sentarse en el sillón que situado frente a usted.
—Claro. Pero por favor ¿con quién hablo?.
—Eso no tiene importancia ahora.
—Claro que sí. Había quedado con una persona aquí.
—Lo sé. Ahora haga el favor de seguir mis indicaciones.
—De acuerdo.
—Escuche atentamente. Usted fue una de las personas que creyeron en la inocencia de Emilio Sánchez Montero.
—Desconozco quienes son las otras, pero ciertamente sí, creí, y aún creo en su inocencia. Es más, sigo investigando, deseo dejar limpio su nombre y encontrar al verdadero asesino.
—Eso está bien. Ahora escuche. Tengo varias pistas que darle. Debe ir al Séptimo Cielo y preguntar por Antonio.
—¿Quién es?.
—Alguien que trabaja allí desde hace años.
—Ha dicho que tenía varias pistas. ¿Cuáles son las otras?.
—Hable con él y gánese su confianza. Irá con alguien que le acompañará.
—¿Cómo quién?.
—Araceli. Araceli le ayudará. Debe hacerse pasar por una prostituta que desea trabajar en el Séptimo Cielo. Lo hará bien.
—Precisamente con ella había quedado aquí.
—Repito que lo sé. Haga cuanto le digo y dentro de unos días hablaremos de nuevo.
—Bien. Ahora si no le importa, me gustaría saber si Araceli está bien.
—Naturalmente. Espere unos minutos y lo comprobará. Hasta pronto señor. Ilustre.
—Gracias por la recomendación.
—A usted por ayudar a Emilio. ¡Ah! Y una cosa, no mencione nuestra conversación con nadie, y menos a Araceli.
—Vale.
La niebla que hasta ese momento llenaba la habitación, comienza a disiparse y a desaparecer del salón por las mismas rendijas por donde salió. De nuevo la luz se adueña de la habitación eliminando la oscuridad por completo. Mira detenidamente a su alrededor y de repente aparece la figura de Araceli frente a él, sentada en un sillón de espaldas a los ventanales. Nada más verle, intenta levantarse, aunque da la sensación de encontrarse mareada. Espera unos segundos y vuelve a intentarlo. Aún continúa en la misma situación.
—No se levante, parece mareada.
—Tengo una extraña sensación, pero se va pasando. Gracias por venir subinspector.
—¿Le importa llamarme Javier?.
—No, claro que no.
—¿Está mejor? ¿Quiere que le traiga un poco de agua?.
—No es preciso, ya voy recuperándome.
—Me alegro. Bien. ¿Qué tenía que decirme?.
—La verdad, no lo sé. Me va a disculpar, olvidé cuanto quería decirle.
—No importa. Estuve hablando con alguien antes de venir y quiero hacer unas indagaciones.
—Me parece bien. ¿De qué tipo?.
—Ya le comentaré más adelante. Ahora lo importante es que se haya recuperado. Además, debo pedirla un favor.
—¿De qué se trata?.
—Le importaría acompañarme al Séptimo Cielo. Quiero investigar algo.
—Sigue pensando que Emilio es inocente.
—Desde luego.
—¿Qué quiere hacer?.
—¿Le importaría hacerse pasar por una prostituta que quiere trabajar allí? Debemos hablar con alguien.
—No sé. Es algo arriesgado. Además ¿Está seguro de que así ayudaremos a Emilio?.
—No estoy seguro. Pero debemos intentarlo.
—De acuerdo. ¿Cuándo nos vamos?.
—A última hora de la tarde. A estas horas supongo que no habrá nadie en el club.
—Entonces tendré tiempo para preparar algo de comer. ¿Quiere almorzar conmigo?.
—Gracias, sí.
Durante las horas transcurridas hasta salir en dirección al Séptimo Cielo, Javier comprueba que aquella mujer está, o llena de sentimientos contradictorios, o es una cínica mentirosa. Según su personal aplicación psicológica ciertos individuos indican con claridad, cierto amor profesado a su la persona querida, en el caso de Araceli, a Emilio. Sin embargo, sus palabras en ocasiones dicen lo contrario. Censuran sus comportamientos, incluso llega a mencionar hechos que, sin duda alguna, dejan ver que no era precisamente cariño lo que sentía por el fallecido, acusado de los crímenes. Le deja confuso. Decide posponer para otro momento la toma de decisiones al respecto. Araceli insiste en que no rechazaba el sexo, al contrario, lo consideraba algo necesario.
—Disculpe Araceli, pero no entiendo.
—Me explicaré. Cuando conocí a Emilio, tuvimos una temporada, como era lógico, de auténtica pasión. Pero ya sabe, lo poco aburre y lo mucho cansa. Por eso mismo resulta insoportable. Eso me ocurrió a mí. Al principio no nos faltaban ganas, ni momentos para practicar sexo. Posteriormente comencé a sentir deseo de alejarme de tales instantes. Me sentía mal y mi rechazo fue en aumento.
—Pero, según ha dicho, era usted quien buscaba esos soplos de pasión con su novio. De alguna manera fue la instigadora.
—Es cierto.
—Otra pregunta, si quiere contestarla, claro.
—Adelante.
—Emilio era adicto al sexo.
—No, al principio no, más adelante sí. Siempre estaba dispuesto, y yo apenas tenía deseos.
—¿Por él, o por el sexo en sí?.
—No me apetecía él, aunque no llegué a decírselo. El sexo me sigue gustando. Lo cierto fue, que le pedí serenase sus deseos. En la última época solo manteníamos relaciones esporádicas los fines de semana, por eso discutimos. Fue entonces cuando le dije que si quería más sexo y a diario, tendría que pagar para ello. Puede decirse que le invité a ir con prostitutas.
—Eso ya lo dijo en su declaración en el juicio. ¿Y no le importaba que su novio estuviera con otras mujeres?.
—Al contrario, él era feliz, y solo cuando yo se lo pedía, lo hacíamos. De esa manera ambos estábamos bien. Yo también estuve con otros hombres en aquella época.
—¿Y ahora?.
—Cuando me apetece busco a alguien. Me gusta la pasión inicial, luego pierdo el interés. Pero sí, de vez en cuando echo de menos la de Emilio, le recuerdo con cariño. Era un buen amante.
—Bien, cuando quiera nos vamos.
—Tendré que vestirme de manera provocativa, ¿No?.
—Verá Araceli, no lo sé. Con quien hablé me hizo esa recomendación. Lo tomo como una investigación más y el deseo de restaurar en su debido lugar, el nombre de Emilio.
—Comprendo. Entonces solo me cambiaré de blusa, me pondré otra más escotada. Tardo un minuto.
—De acuerdo.
El Séptimo Cielo no está muy alejado de la vivienda de Araceli, antiguo domicilio de Emilio, ocupado por ella desde que entró en prisión. Llama a la puerta y al abrir advierte una penumbra rayando con la oscuridad.
—Buenas tardes —señala una mujer al verlos entrar en el establecimiento— No abrimos hasta las ocho y media.
—Lo sabemos. Pero necesitaríamos hablar con, él o la responsable, antes de que comience a venir gente.
—¿De qué se trata?.
—Ella quiere trabajar aquí.
—¿Y usted quien es, su representante?.
—De alguna manera. Algo así. Soy Javier. Este sitio nos lo recomendó alguien llamado Emilio Sánchez.
—¿Es usted amigo de «El Caballero»?.
—Si por ese nombre conocían a Emilio, sí. En realidad, no éramos amigos, solo conocidos.
—Pasen, enseguida estoy con ustedes. Antonio —dice elevando la voz— ven un momento y atiende la puerta, debo hablar con estos señores.
—Si señora, enseguida bajo.
—Hagan el favor de seguirme. Hablaremos mejor en mi despacho.
Atraviesan una sala apenas iluminada, dejando a la izquierda una amplia barra de bar. Entran en un despacho y la mujer los invita a sentarse en sendos confidentes. Ella lo hace en un voluminoso sillón marrón, frente a ambos.
—Soy Andrea Hernández, propietaria de este local.
—Andrea, ella es Araceli y yo, como le dije antes, conocido de Emilio.
—Cualquiera que fuera amigo de Emilio es bienvenido a esta casa.
—Gracias.
—Bien y ahora díganme ¿en qué puedo ayudarles?
—Araceli quiere trabajar aquí. Ha venido desde Mérida para pasar en Madrid una temporada. Por mi parte siempre que comentaba con Emilio, lo hacía de manera especial de este lugar. Pensé que tal vez no tendría inconveniente en llegar a un acuerdo con ella.
—Ya le dije que cualquier amigo de Emilio es bien recibido. ¿Cuánto tiempo piensa estar en Madrid?.-
—Tres o cuatro meses, después debo volver a Mérida de nuevo.
—Lo entiendo. Una temporada de descanso en la zona.
—Más o menos —responde entrecortadamente Araceli.
—Disculpe Andrea, Antonio, a quien ha mencionado antes, ¿lleva mucho tiempo trabajando con usted?.
—La verdad es que sí. ¿Algún problema con él?.
—No, al contrario, Emilio me comentó algo sobre él, y la verdad, me gustaría conversar unos minutos. Si me lo permite, claro está.
—Naturalmente, no hay inconveniente.
—¿Cuál es su labor aquí?.
—Es algo así como el encargado del «Cielo», como llamamos a la parte superior del establecimiento. Se encarga de cuanto nuestros ángeles necesitan.
—Comprendo. No es muy agraciado. Me refiero a su físico. No tendrá problemas con él.
—Nunca lo tuvimos. No es atractivo para nuestros ángeles. Y el suyo —dice señalando a Araceli— no tendrá por qué preocuparse.
—Estupendo. No me gustan actuaciones fuera de lo significativamente usual. Creo que me entiende.
—Perfectamente Javier. Por eso contratamos a Antonio. No hay problema con él. No enamora a nadie.
—Perfecto.
—¿Cuándo quiere empezar?.
—Mañana. El baúl con mi ropa de trabajo llega a primera hora de mañana.
—De acuerdo, pero cámbiese de nombre. Use otro más atractivo.
—Claro.
—Entones la espero mañana para tomar café juntas. Le daré algunas consignas y normas.
—De acuerdo.
—¿Alguna cosa más?.
—A mí me gustaría conversar con Antonio.
—Ahora le aviso. No lo entretenga mucho, los clientes comienzan a llegar dentro de media hora, más o menos.
—Tendré tiempo suficiente. Gracias.
—Bien, entonces mientras conversan, yo enseñaré el local a Araceli.
—Estupendo. Muchas gracias.
Nada más abandonar el despacho, Javier va en busca de Antonio. Andrea se dirige a Araceli.
—¿Qué haces aquí? ¿estás loca?.-
—No he tenido más remedio que venir con ese policía. Es algo que más adelante te explicaré.
Mientras ambas mujeres recorren tanto las habitaciones superiores, como la barra y zona de baile, en la zona inferior, Javier se mantiene conversando con Antonio. Al principio es reacio a comentar aspectos de Emilio, luego a medida que el subinspector, ahora camuflado, le ofrece confianza, acepta de buen grado la conversación. Incluso llegan a intimar.
—Es guapa su pupila.
—Amiga. Araceli es una amiga. Precisamente de ella quería hablarle. Quiero pedirle un favor, Antonio. ¿Puedo?.
—Claro.
—Me gustaría que la observara de cerca. Tiene cierta tendencia a enamorarse rápidamente, creo que me entiende. Por lo que, si la ve con un cliente a diario, como según creo, hacía Emilio, me avisa. No quiero problemas con ella.
—Tranquilo, estoy aquí para cuidar de ellas. Precisamente llevo años velando por que nada las ocurra.
—Entonces como se explica los crímenes, esos de los que hablaron los periódicos hace poco tiempo.
—No ocurrieron aquí. Eso se lo puedo asegurar. Sucedieron fuera del local.
—Antonio. Dejemos eso ahora, no me interesa. Solo que cuide de Araceli. Si al final de la temporada, ha cumplido, hablaré con ella y la invitaré a que cumpla también con usted.
—¿Haría eso por mí?.
—¿A quién no le gusta un dulce como ese?.
—Me agrada usted.
—Vale. Ya nos veremos. Vendré a recogerla a última hora cada día. Sobre las cuatro de la madrugada, cuando cierran aquí. ¿No?.
—En efecto.
—¿Tendrás inconveniente en llevarla hasta casa si algún día no pudiera venir?.
—Naturalmente.
—Estupendo, toma —y adelanta la mano para ofrecerle 100€.
—Gracias Javier, pero no es necesario. Lo haré con sumo placer.
—Como quieras, pero que sepas que te debo una, o dos, diría yo.
—Está bien, me debes dos.
—Oye, vives aquí, o ¿tienes algún apartamento cerca?.
—Tengo un apartamento, a unos minutos de aquí. Así puedo venir y regresar caminando.
—Bueno, debo irme.
En ese preciso instante, Andrea, la dueña y Araceli regresan.
—Perfecto. No tengas prisa. Empieza cuando quieras.
—Perdona —dice Javier dirigiéndose a Araceli— quiero que conozcas a Antonio, es un buen hombre y te ayudará en cuanto necesites. Estuve hablando con él y será una especie de guardián tuyo. Te acompañará a casa si algún día no pudiera venir a recogerte, ya sabes, a veces el trabajo.
—Estupendo Antonio —dice ella dejando caer sendos besos en sus mejillas.
—¿Cómo se va a llamar, Andrea?.
—No lo sé, ya te lo dirá ella.
—Siempre que no se ponga Sonia, cualquiera.
—No seas estúpido, Antonio, y guarda silencio que es lo tuyo. Estará poco tiempo, no debes preocuparte.
—Está bien.
—Nos vamos Andrea. Gracias por todo.
—A vosotros por venir a mi casa.
—Hasta pronto.
Javier y Araceli atraviesan la puerta, mientras Andrea y Antonio miran desde el umbral extrañados.
—Vamos a casa ¿Me acompañas?.
—Debería estudiar con detenimiento ciertos aspectos y analizarlos. Por cierto, ya inventaremos algo para que no acudas al Séptimo Cielo.
—No te preocupes, no me importa. Puedo estar allí el tiempo que necesites para terminar tu investigación.
—Ya. Pero tendrás que acostarte con algún cliente, y no puedo permitirlo.
—Ven, vamos a casa. Allí hablaremos tranquilamente.
—Araceli, no puedo, sigo siendo un policía que investiga. No sé si me entiendes.
—Claro que sí, pero estoy dispuesta a todo con tal de encontrar al asesino de esas mujeres y Emilio sea declarado inocente.
—Está bien, subiré un momento. Además, tenemos que montar debidamente la tapadera. Tendré que ir a recogerte cada noche, hasta que logre averiguar algo contundente.
—Como quieras —dice agarrándose de su brazo con fuerza al tiempo que le besa en los labios.
Desde la entrada del Séptimo Cielo, Andrea y Antonio ven con atención la acción de Araceli, y se retiran. Minutos después ella y el policía salen del ascensor en la séptima planta. Ella introduce la llave en la cerradura y entran en la vivienda.
—¿Te preparo una copa, o estás de servicio todavía?.
—No bebo ni cuando acabo mi servicio. No tomo alcohol.
—¿Ni una cerveza?.
—Ni eso, tan siquiera.
—Pues deberías acostumbrarte, en este mundo nocturno, no beber resulta algo inaceptable.
—Lo intentaré, aunque hoy estoy algo cansado.
—Está bien, voy a cambiarme, regresaré enseguida. Luego te daré un masaje que te dejará nuevo.
—No tardes, debemos definir algunos detalles.
Cinco minutos después aparece vestida con una ropa sugerente, con una copa en una de sus manos. Se sienta frente a Javier, en el mismo sofá donde la vio al llegar por la mañana. Nada más dejar el vaso sobre la mesa y decir unas palabras, en un intento de iniciar una conversación, una niebla, similar a la que ya vio, comienza a llenar el cuarto. La luz desaparece y la imagen de Araceli se difumina. Una voz idéntica a la escuchada por la mañana irrumpe de la oscuridad y la niebla. Javier trata de levantarse, pero la voz se lo impide diciendo.
—Quédese donde está. No trate de buscarme entre la oscuridad. Solo escuche.
—Ese individuo, Antonio. ¿Lo ha localizado?.
—Sí. Claro. Fui con Araceli, pero el plan tiene un peligro.
—¿Cuál?.
—Ella. Es posible que tenga que acostarse con algún cliente. Si no consigo información pronto.
—Eso no importa ni debe preocuparle.
—Pero.
—Repito. No se preocupe.
—De acuerdo.
—Trate de sonsacarle a ese individuo. Tengo la impresión de que sabe algo más que ignoramos.
—Tengo intención de localizar su apartamento y si es posible entrar en él.
—Bien. Posiblemente encuentre algo que durante el juicio no llegaron a localizar. El arma homicida.
—Tal vez. Pero si ya sabe todo eso ¿para qué me necesita a mí?.
—Pruebas. Son pruebas como dicen ustedes los policías y piden los jueces y fiscales.
—De acuerdo. ¿Cómo puedo contactar con usted para comunicarle cuanto averigüe?.
—Venga cada día a esta casa. Nos encontraremos como ahora.
—Como diga.
—Y por favor, no sea estúpido y evite comentar con ella nuestras conversaciones.
—Hasta mañana entonces.
—No se preocupe por ella, necesito que también usted se mueva en el terreno de El Séptimo Cielo, se sorprenderá.
—No sé si seré capaz, tenga en cuenta que soy policía.
—Considérelo como parte de su trabajo.
—Insisto. No sé si debo.
—Debe.
—De acuerdo.
—Adiós. Hasta mañana.
La niebla se disipa y la luz aparece de nuevo dejando ver la imagen de Araceli sobre el sofá.
—¿Qué ha pasado?.
—Nada. Pero debo marcharme.
—¿Nos veremos mañana?.
—Y todos los días, hasta que acabe con todo esto.
—Y no sería mejor te quedaras aquí. Así podrás vigilarme y seguir con el proyecto. ¿No te parece?.
—Déjame pensarlo esta noche.
—¿Eres de los que consultan todo con la almohada?
—Algo parecido. Entiéndelo, tengo un jefe a quien debo señalar los pasos que doy.
—¿Y no lo puedes hacer por teléfono y consultarlo esta noche con mi almohada?.
—¿Insinúas algo?.
—Nada de eso. No es una insinuación. Yo diría que es una petición directa. Además, debo practicar sexo antes de ir al Séptimo Cielo. ¿No te parece?.
—De acuerdo, pero antes debo ir a mi casa a por algunas cosas, ropa y algunos documentos.
—Esperaré, pero por favor, no tardes mucho.
Los primeros días resultaron extraños para Javier. No había duda alguna, ya había cruzado la línea prohibida. Su comportamiento era indebido como policía. Como hombre soltero, sin pareja y necesitado de compañía, nada era censurable. Tener una compañera solo para practicar sexo era algo que ningún hombre rechazaría en sus circunstancias.
Cada noche, como había establecido, recogía a Araceli sobre las cuatro de la madrugada. Volvían juntos a casa y mientras ella practicaba la sana costumbre de pasar por un proceso de limpieza y desinfección vaginal, él repasaba y anotaba los resultados de cuanto Antonio le comentaba.
Una noche Araceli dice encontrarse mal y no acude al Séptimo Cielo, sin embargo, Javier si lo hizo ya que desconocía que ella no iría que aprovechó para conocer donde vivía Antonio.
—¿Cómo vienes esta noche, si tu pupila no trabaja? —preguntó nada más verle entrar en el establecimiento.
—Ya ves, la costumbre.
—¿Te vas entonces?.
—Claro.
—Espera, puedo invitarte a una copa si te apetece.
—La verdad es que sí, he tenido un día bastante ajetreado. Te espero en la barra, mientras acabas con tu trabajo.
—No, espera, solo serán unos minutos, acabo y caminaremos hasta mi apartamento, así podremos charlar un rato.
—Como quieras.
Javier se frotó las manos mentalmente. Quince minutos después se encontraban fuera del establecimiento.
—¿Cómo van las cosas? —pregunta Javier.
—Bien. Como siempre.
—¿Y Araceli? ¿Se comporta bien?.
—Desde luego.
—Me alegro.
—Recuerdas tu promesa, ¿verdad?.
—¿Cuál?.
—Dijiste al conocernos, que invitarías a Araceli a que, bueno, que estuviera un rato conmigo.
—¡Ah! Si. No, no lo he olvidado.
—Me gusta. Tiene un cuerpo maravilloso, y debe ser muy buena en la cama. Está teniendo mucho éxito. Hay clientes que la reclaman constantemente. Es toda una profesional.
—No me extraña nada —dijo Javier mintiendo y extrañado.
A la tercera copa que tomaron en el apartamento, Javier hizo ver se sentía con la cabeza pesada, aunque Antonio merced a la capsula que le introdujo en la segunda copa, en un determinado momento, comenzó a balbucear e inclinarse sobre las rodillas, a punto de caer sobre la mesa. No iniciaron una cuarta. Él, porque tomó una cápsula que impedía la absorción de alcohol, y Antonio por encontrarse profundamente dormido sobre el sofá.
Aprovechó para recorrer el apartamento concienzudamente, sin temor a que le sorprendiera. Visitó el dormitorio, el baño, la cocina y un pequeño trastero de apenas dos metros cuadrados situado en el pasillo. No encontró nada sospechoso. Volvió al salón para comprobar si seguía dormido. Sentía desazón al no encontrar pista alguna, según le indicó la misteriosa voz surgida cada día de la niebla en casa de Araceli. Hizo un plano mental del piso, y comprobó una situación extraña, el espacio no se ajustaba. Se acercó de nuevo al trastero del pasillo, contó los pasos hasta la puerta del dormitorio y entró en éste. Hizo lo propio hasta la pared, supuestamente separadora con el trastero y advirtió no coincidían. Regresó al trastero y al encender la luz, comprobó algo que le llamó la atención, una estructura metálica fijada a la pared. Tiró de ella con fuerza y no consiguió moverla. Al presionarla primero a la izquierda y luego a la derecha, oyó un ruido. Volvió a intentarlo hasta que, sorpresivamente la estantería se movió dejando ver otro cuarto. Entró buscando un interruptor, lo pulsó y sus ojos contemplaron algo inaudito.
Se mantuvo varios minutos observando, anotando y fotografiando con el teléfono. Dejó todo como lo encontró, cerró la entrada y regresó de nuevo el salón. Antonio seguía dormido. Buscó una colcha, se la echó por encima y con un bolígrafo escribió una nota disculpando su marcha.
A punto de amanecer llegó a casa de Emilio, donde le esperaba Araceli como cada día. Parecía haberse acostumbrado a ella. En realidad, a su cuerpo, nada le hacía pensar en aquella mujer como una persona que ocuparía el espacio vacío persistente.
Se acercó y murmuró unas palabras que ella no llegó a escuchar. De repente la diaria niebla apareció dejando paso a la voz ronca con eco.
—¿Puede decirse que has acabado con tu misión?.
—Desde luego. Lo tengo todo claro.
—Entonces, muchas gracias en nombre de Emilio.
—De nada. ¿Puedo marcharme ya?.
—Claro.
—Se lo agradezco, no hubiera podido continuar con esta farsa..
—¿A qué te refieres?.
—Primero ella. Luego la bebida, y por supuesto la sarta de mentiras que he añadido durante este tiempo.
—Ya hablaremos de todo eso. De momento acaba con los trámites y dentro de una semana vuelve a esta casa y hablaremos.
La niebla se desvanece y como siempre, ella se levanta aturdida.
—¡Ah! Eres tú, Javier —dice llevando sus manos a los ojos mientras hace ademanes para desperezarse.
—Quien si no —responde.
—Es cierto, perdona.
—Ponte algo.
—Claro, ahora mismo, pero desnuda es como mejor me siento.
—Lo entiendo.
—Estás algo raro.
—No. Pero quiero decirte algo.
—Adelante.
—Esto se ha acabado. Tengo lo suficiente para establecer que Emilio era inocente. Consecuentemente debo marcharme de tu casa. Ahora todo volverá a la normalidad.
—¿Tú crees?.
—Espero que sí.
—Entonces ¿no volverás a dormir conmigo?.
—No era necesario antes y ahora menos. Como tampoco que vuelvas al Séptimo Cielo.
—Comprendo. Aunque supongo que seguiré yendo, me gusta.
—No te entiendo. Perdona, pero no alcanzo a entenderte.
—Ya. Te dije en una ocasión que lo poco aburre y lo mucho cansa. Me refería al mismo hombre. El sexo variado no aburre a nadie. Yo me cansaba de Emilio por la obligación de mantener fidelidad. En El Séptimo Cielo tengo la variedad que siempre quise.
—Ya.
—Cuando le dio por ir al Séptimo Cielo, me abrió las puertas para hacer lo que yo quería.
—Te gusta cambiar de antagonista ¿verdad?.
—Por supuesto. Claro que tú no me cansas. Ni me aburres tampoco. Es una pena que te marches.
—Pues siento acabar con nuestra aparente sociedad.
—¿Me contarás lo que has descubierto?.
—De momento no. Antes debo poner todo en manos del comisario y después en las del Fiscal.
—¿Quién es el asesino?.
—Lo siento, pero no puedo adelantar nada.
—Está bien. Ahora ¿no quieres un rato de placer a mi lado?.
—Por favor, Araceli. Debo dormir un par de horas e ir después a la comisaría.
—Te acompañaré en la cama.
Al levantarse tres horas más tarde, encontró a su lado, el cuerpo desnudo de ella. Pasó por la ducha, se puso ropa limpia y tras despertarla y despedirse, salió del piso y del edificio para caminar hasta la comisaría.
Durante los cinco días siguientes, presenció la detención de Antonio, responsable de la zona superior de El Séptimo Cielo y confidente hasta pocos días antes. Acompañó al comisario y Fiscal al apartamento. Abrieron, esta vez con orden judicial, la oculta habitación donde encontraron no solo el arma con que degolló a las trece mujeres, sino las fotos de todas ellas, así como la agenda donde anotaba las visitas de Emilio al Séptimo Cielo, con todo lujo de detalles. Incluidas las conversaciones escuchadas a las prostitutas que yacían con Emilio, y las de aquellas que deseaban hacerlo.
En una caja encontraron algunas muestras, cabellos de Emilio, condones utilizados, un calcetín, dos pañuelos, incluso unos calzoncillos. Todo utilizado para dejar pistas a la policía señalándolas hacia al posible asesino. La caja de guantes de látex con que se cubría Antonio las manos, y una fotografía reciente de Araceli, con una anotación manuscrita: cuando me acueste contigo serás la numero catorce.
Por fin escucha de su comisario una felicitación como subinspector de homicidios, por su primer y único caso resuelto, tarde, pero resuelto. Descubrir al asesino de las trece prostitutas de El Séptimo Cielo, y la exoneración a título póstumo, del inocente juzgado y condenado a ciento noventa años de prisión, Emilio Sánchez Montero.
Faltaba un día para cumplir el plazo dado por la misteriosa voz, pero sintió la doble necesidad de ver a Araceli. Una, contarle de viva voz el descubrimiento del verdadero asesino, aunque supuso que ya lo sabría al continuar trabajando en el club, y al mismo tiempo decirle, que ella era su próxima víctima. Y la otra, tenía necesidad de sumergirse de nuevo en aquel bello y estupendo cuerpo.
Se paró frente a la puerta número tres. Dudó en llamar, pero pudo más el deseo de verla de nuevo.
—Qué alegría verte —dice al comprobar quien es.
—Yo también me alegro.
—Pasa, por favor. Siempre eres bien recibido. ¿Qué te trae por aquí?.
—Dos cosas. Una que hemos detenido al asesino.
—Lo sé. Era Antonio, el responsable del Cielo.
—En efecto.
—Supimos que tenía envidia de Emilio, y cuando un día le pidió un favor y se negó, la bestia que había en él se despertó y comenzó a preparar una venganza. Seguía a Emilio cada noche. Luego se las buscó para acompañar a las trece mujeres y poner en sus cadáveres alguna pista para inculparlo, que luego tú y tus compañeros policías descubristeis.
—En efecto, escuchamos eso y algunas cosas más. ¿Sabes, ibas a ser su siguiente victima?.
—¿Qué? —pregunta ella poniendo una cara de extrañeza mezclada con miedo.
—Encontré una nota que así lo decía, pero tranquila, estuve vigilándote cada noche, no habría podido hacerte nada. Por cierto. Veo que sigues trabajando en el club, como pude comprobar.
—En efecto, te lo dije. Gracias por vigilarme y evitar que ese canalla cumpliera su amenaza.
—De nada.
—Y bien, la otra cuestión que te trae ¿Cuál es?.
—Tu.
—Supongo que debo agradecer tu esfuerzo de alguna manera.
—Solo si tú quieres y te apetece como a mí.
—¿Una copa?.
—Claro. Como aconsejaste, me acostumbré al alcohol.
—Estupendo. Siéntate un rato, me cambiaré de ropa y prepararé las copas. No podemos estar mucho tiempo, solo hasta las nueve de la noche. A las diez voy al Séptimo Cielo.
—Supongo que será suficiente.
Como en otras ocasiones, al regresar Araceli casi desnuda, aunque con dos copas en sus manos y sentarse frente a Javier, la niebla comenzó a adueñarse de la habitación. No tardó mucho en escuchar la misteriosa voz.
—Mi querido subinspector. Estamos en época de cerrar capítulos.
—Ya ve que sí. Por fin he conseguido encontrar al verdadero asesino. Ahora nuestro amigo Emilio está completamente exonerado.
—A título póstumo y por la incapacidad y negligencia suya. Pero bueno, está perdonado.
—Gracias.
—Puedes mencionar mi nombre si quieres.
—No lo sé, disculpe.
—Soy Emilio. En realidad, su espíritu.
—Comprendo.
—No. No comprendes. Pero intentaré aclararte. No puedo manejar ciertas cosas, pero si influenciar, aunque no actuar directamente ¿comprendes ahora?. Me serví de ti para facilitarte las pistas precisas no logradas ni descubiertas entonces. Gracias a que creíste en mi inocencia.
—Estupendo Emilio, me alegro por ti.
—Yo también. Igualmente he comprobado que estás beneficiándote al pendón de Araceli..
—Lo siento ¿te molesta?.
—La verdad es que no. Lo supe al día siguiente.
—¿Al día siguiente?.
—Sí. Aquel en que me dijo: si quieres sexo diario, tendrás que pagar por ello y acudir a El Séptimo Cielo.
—¿Pero? No entiendo. Entonces mintió en su declaración. Sus palabras no eran ciertas.
—Ella era, es y seguirá siendo una mentirosa y una prostituta. Hizo ver que se enamoró de mí y solo lo suficiente para crearme la necesidad de estar a su lado. Y lo hice, cada noche iba al Séptimo Cielo para estar con ella, con Sonia, como hace llamarse.
—Pero, había otra Sonia, según me dijo Andrea.
—Sí. Una confusión.
—¿Como una confusión?.
—Sí. Antonio me pidió intercediera cerca de Sonia, quería estar con ella. Lo hice, y la otra Sonia se presentó, pero él la rechazó. Luego se rio de él, le dijo que no estaba para rechazar un cuerpo como el suyo. Supe poco después que era a Araceli, alias la otra Sonia, a quien quería. Y claro yo me negué. Luego comenzaron los asesinatos. Una venganza canalla del desgraciado Antonio. Después de morir, le seguí diariamente hasta descubrir el cuarto oculto. Allí tenía la agenda, fotos y, sobre todo, el cuchillo con el que las mató. El resto lo sabes. Te elegí para que lo descubrieras, eres policía.
—Gracias. Muchas gracias, Emilio.
—De nada. Bueno ahora te dejo, ya puedo descansar en paz, al menos tengo la satisfacción de que la gente no me recordará como el asesino del Séptimo Cielo.
—¿Volveré a escucharte?.
—No lo creo. Es hora de descansar. Además, te está esperando Araceli. Disfruta de ella, ahora que yo no puedo. No te guardo rencor.
—Gracias Emilio.
—De nada. Adiós.
Araceli da un suspiro y tras recuperarse del mareo, se echa en los brazos de Javier. A las ocho y media de la tarde ambos pasan por la ducha. Minutos más tarde se despiden en la puerta con un prolongado beso.
—Ven mañana por favor —pide Araceli.
—Lo haré. Además, no tengo más remedio que hacerlo, se lo prometí a alguien que me ayudó.
—¿No puedes decirme quién?.
—Preferiría no hacerlo.
—Está bien, entonces hasta mañana.
—Hasta mañana Sonia. Perdón, quise decir Araceli.
—¿Cómo sabes mi nombre de guerra?.
—No lo sabía, me ha venido de repente a la cabeza.
Al día siguiente y a la misma hora, Javier y Araceli, practicaron sexo en el salón sobre un
sofá.
El comisario del subinspector Javier Ilustre, recibe una llamada telefónica anónima pidiendo su presencia en el piso de Emilio Sánchez Montero. La puerta está abierta y el salón cubierto con una niebla nadando en oscuridad que parece ir desvaneciéndose. Al acabar oye un murmullo seguido de una sonrisa sarcástica. Le extraña, pero no lo tiene en cuenta.
Al desaparecer por completo la niebla, repara en los cuerpos desnudos que permanecen sobre la alfombra. Una mujer y un hombre. Ella con la garganta seccionada. El mantiene en su mano derecha el cuchillo ensangrentado que posiblemente la mató. Su rostro aparece cianótico, se ha tragado su propia lengua.
Junto a ella una nota manuscrita señala: Por mentirosa y pendón. Al lado del cuerpo de Javier, otra nota: Por estúpido y negligente murió un inocente.

Antes de hacer pasar a dos policías, el comisario vuelve a escuchar la misma sonrisa sarcástica.

© Anxo do Rego. Todos los derechos reservados.

Artículo anteriorCancelado – Percival Everett
Artículo siguienteSé mía – Richard Ford
Narrador. Fundador, Director y Editor de la extinta editorial PG Ediciones. Actualmente Asesor y colaborador en Editorial Skytale y Aldo Ediciones, del Grupo Editorial Regina Exlibris. Director y Redactor del diario cultural Hojas Sueltas. Fundador de una de las primeras revistas digitales de novela negra «Solo Novela Negra» en la actualidad incorporada a la sección LEYENDO en el diario cultural HOJAS SUELTAS que dirige. Partícipa en numerosas instituciones culturales. Su narrativa se sustenta principalmente en la novela policíaca con dieciseis títulos del comisario del CNP, Roberto H.C. como protagonistal. Mantiene su creatividad literaria con relatos, artículos y reseñas en algunas revistas digitales culturales. Redactor del diario cultural Hojas Sueltas.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí