El agua se aprende por la sed – [Juan Carlos Rodríguez Torres]

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REPOSICIÓN

Mi reencuentro con Emily Dickinson

Tu nombre, Emily Dickinson, es mundialmente conocido, pero somos pocos los que hemos tenido el valor, la curiosidad o la determinación de adentrarnos en tu obra. Somos pocos los que hemos tenido esa suerte o esa recompensa, y ahora vagamos por las esquinas gritando tu nombre, recitando tus versos como predicadores en las plazas, aunque sea en las virtuales. Y es que tú, Emily Dickinson, eres adictiva.

Yo recuerdo cuando abrí la puerta, despacio, de tu vida y entré en esa habitación en la que decidiste recluirte en tus últimos años. En mi caso me movió la determinación, pero fui cargado de miedos en esta aventura. Todos infundados, debo reconocer después, pues me pareciste un pajarillo, enjaulada, eso sí, pero llena de vida, de esa vida explosiva que se baila en los bosques, en las calles, incluso en las iglesias. Una vida que no pudiste vivir, que no te dejaron vivir, ni siquiera tras tu muerte, pero que viviste a escondidas y gozaste, a tu manera, hasta el último momento.

Susan fue el amor de tu vida, lo sé, me lo dicen tus cartas, me lo dicen tus versos, veo el brillo de tus ojos cuando le escribes, oigo el galope de tus latidos queriendo salirse del pecho cuando le hablas. Oh, Emily, la quisiste tanto. Recuerdo esa carta, tan febril, tan llena de emoción en la espera: «Dulce hora, bendita hora la que me llevará contigo y te hará volver conmigo el tiempo suficiente para robarte un beso y susurrarte. He estado pensando en ello todo el día, Susie, y apenas me he preocupado de nada más, y cuando fui a misa, estaba tan obsesionada, que no había el menor resquicio por el que pudiera pasar el buen pastor; cuando dijo «Padre nuestro que estás en los cielos yo pensé «Oh, amada Sue». Pienso en las diez semanas, querida, y en el amor, y en ti, y mi corazón se vuelve cada vez más pleno y cálido, y se me corta la respiración. No brilla el sol, pero puedo sentir su calor en mi corazón, y parece que sea estío y que todas las espinas se vuelvan rosas».

¡Que gran jugada que Susan se casara con tu hermano y viviese para siempre en la casa de al lado! ¿Qué otra cosa ibais a hacer? ¿Separaos? Esa no era una opción. Ya lo habíais decidido:

La cara que lleve

conmigo – la última –

cuando salga del Tiempo –

para tomar mi Rango – más allá – en

Poniente –

esa cara – será precisamente la tuya –

Qué sorpresa debió llevarse tu hermana cuando, tras tu muerte, descubrió aquellos cuarenta volúmenes de poemas encuadernados a mano. O quizás no se sorprendió tanto. Lavinia te conocía bien, estuvo a tu lado toda la vida, y comprendía que ese mundo que no dejó que fueras tú en plenitud, probablemente no merecía disfrutar tu don. Pero es posible que también pensara que la mejor venganza era mostrarle al mundo que no te había vencido, que la mejor venganza era gritarle al mundo ¡esta es Emily Dickinson, la que no quisisteis que viviera y ahora se convertirá en inmortal!

Me debato entre la suerte porque tu vida y tus versos han llegado hasta la mía, y la rabia de pensar todo lo que nos hemos perdido, todo lo que pudiste haber creado en una vida plena, como cuando pienso en aquello que habría escrito Federico si no lo hubieran asesinado. Pero sé que en ambos casos mi mejor tributo es leeros, es leerte, y es gritar tu nombre en las esquinas y derramar tus versos en esta plaza:

El agua se aprende por la sed;

la tierra, por los océanos atravesados;

el éxtasis, por la agonía.

La paz se revela por las batallas;

el amor, por el recuerdo de los que se fueron;

los pájaros, por la nieve.

© Juan Carlos Rodríguez Torres. Enero 2023

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