Diana de Poitiers fue la amante de Enrique II de Francia, «una mujer bellísima, blanca, delicada y fresquísima» que recibía al rey «medio en camisa medio desnuda» y que le hacía «mil caricias, melindres y cosillas gratas”. Fue legendaria por dos cosas: por tener diecinueve años más que el rey, que nunca dejó de amarla, y por su belleza. Enrique y Diana pasaban juntos casi toda la jornada, así que incluso la duquesa tenía que «ordenarle» que «cumpliera sus deberes conyugales» con la reina, Catalina de Médicis.
Cuando Catalina quiso descubrir el «sortilegio» con el que Diana había conquistado a su marido, espió a los amantes durante uno de sus encuentros galantes y allí vio al rey «devolverle las caricias, y todo lo demás, de modo que bajaban los dos del lecho y se tendían y se abrazaban sobre la blanda alfombra extendida a los pies de la cama”.
Su hermosura no se marchitaba con la edad pues Diana “había declarado la guerra al paso del tiempo”. Para ello practicaba la equitación, se bañaba con agua fría y hacía dieta para no perder su fino talle. Pero el secreto de la exquisita blancura de su piel era ingerir oro, un tratamiento de belleza que a la larga producía envenenamiento, aunque entonces no se sabía.
Un paladín de once años
Pero el origen de la adoración de Enrique por la duquesa de Valentinois estaba más allá de la pasión, se remontaba a cuando era un niño de siete años y solo duque de Orleans. Por aquel entonces tuvo que partir a España con su hermano Francisco, el delfín, como prisioneros del emperador Carlos V, pues su padre, Francisco I, fue derrotado y tomado prisionero en la batalla de Pavía. Mientras la corte francesa centraba su atención en la despedida del heredero, Diana de Poitiers, se compadeció del duquesito, lo abrazó para consolarlo y lo besó en la frente. El recuerdo de la hermosa dama acompañó al niño durante sus cuatro años de cautiverio.
Una semana después del regreso a casa de Francisco y Enrique, el 7 de julio de 1530, se celebraron los esponsales entre el rey Francisco I –viudo de Claudia de Francia– y la hermana de Carlos V, Leonor de Austria. Con la boda se ratificó una frágil paz entre Francia y España. Durante el torneo que coronó los festejos y en el cual se batían los caballeros, tuvo lugar una entrañable demostración de amor, pero no entre los contrayentes. Enrique se batió por Diana de Poitiers, galanterías de la caballería que facultaba a los caballeros para rendir homenaje a su dama. Ella tenía treinta años y él once, y desde entonces siempre llevó los colores de Diana.
Reina de corazones
Diana de Poitiers era de ilustre abolengo, pariente de su rival, la reina Catalina de Médicis. Siendo casi una niña, fue casada con un caballero cuarenta años mayor que ella, con el que tuvo dos hijas, Louis de Brézé, gran senescal de Normandía y descendiente por línea ilegítima del rey Carlos VIII de Francia. El marido falleció cuando ella tenía solo treinta y un años. A partir de ese momento adoptó el vestido del luto, el blanco y negro, que nunca abandonó, y añadió a su escudo la antorcha invertida, símbolo de las viudas. No volvió a casarse pues la viudez otorgaba a las mujeres de su época algo de lo que carecían, libertad de acción. Entonces adquirió fama de casta como la diosa Diana, cuyo nombre llevaba.
Enrique la cortejó siguiendo los esquemas del amor cortés, entonces a la moda. El neoplatonismo era la perfecta excusa para que las damas se dejaran adorar en público por sus caballeros. Pero la senescala tenía fundamentadas razones para no entregarse al duque de Orleans. Era de alta alcurnia y ya tenía una sólida posición en la corte así como una reputación, no mejoraba socialmente por mucho que su admirador fuera un príncipe de sangre real, y prefirió mantener su virtud intacta.
De Diana a Venus
Pero un día todo cambió y Diana de Poitiers decidió dejar atrás su famosa castidad de diosa romana: Enrique se había convertido en el heredero al trono debido a la muerte de su hermano Francisco. La viuda inaccesible consideró que si ser la amante del duque no la tentaba, ser la amante del futuro rey bien merecía el riesgo de perder la honestidad. Diana de Poitiers tenía treinta y seis años y él diecisiete.
Madame de Valentinois se amparó en los emblemas mitológicos de Diana, así atribuía a sus amores con Enrique la consideración de alegoría. Gracias a esta inteligente maniobra y a la tradición del amor cortés, se presentó como musa, amiga y consejera del rey. Pero a partir de entonces a quien rindió tributo fue a Venus al practicar el arte de la seducción y el erotismo. Su primer encuentro con Enrique II tuvo lugar en el castillo de Écouen, con la complicidad del condestable de Montmorency. Ella escribió estos versos:
He aquí en verdad que Amor, una hermosa mañana
vino a ofrecerme una florecilla muy linda
pues mirad, la florecilla tan gentil
era un muchachos fresco, gallardo y jovencito.
Pero yo, temblorosa y apartando los ojos,
Oh no, decía. ¡Ah! No os engañéis
respondió el Amor, y de improviso ante mi vista
presentó un laurel maravilloso.
Mejor es, le dije, ser sabia que reina.
Pero me sentí estremecer y temblar,
Diana flaqueó y comprendéis sin dificultad
de qué mañana pretendo hablar…
A Enrique II se le atribuyen los siguientes:
Ay, Dios mío, como lamento
el tiempo que he perdido en mi juventud:
cuántas veces he deseado
tener a Diana como mi única amante,
más temía que ella, que es una diosa,
no quisiera rebajarse
a hacer caso de mí, que, sin eso,
no tenía placer, alegría ni contento
hasta la hora en que se decidió
que yo obedeciese su mandato.
Hasta que la muerte nos separe
Muestra del tributo de Enrique II a Diana de Poitiers fue que cuando subió al trono en 1574 entrelazó sus propias iniciales con las de ella en los blasones reales, y encargó a escultores y pintores que la retratasen con los símbolos de la diosa cazadora. Él le consultaba las más importantes decisiones, ella presidía las ceremonias oficiales, tenía voz y voto sobre los cargos, fue promotora de la política filocatólica, hostil a los protestantes, y por supuesto acumuló una inmensa fortuna personal que administró sabiamente.
El amor de Enrique II por Diana de Poitiers solo acabó con la muerte. En 1559, tras un desgraciado accidente durante un torneo, el rey resultó herido en un ojo por la lanza de su oponente. La reina Catalina tomó el control de la situación y no le permitió verlo, los amantes no pudieron despedirse.
Para saber más
Benedetta Craveri, Amantes y reinas: El poder de las mujeres, Madrid, Siruela, 2006.
A partir del óleo Diana de Poitiers (siglo XVI) realizado por Francesco Primaticcio, y expuesto en el castillo de Anet, en Francia.
© Ana Morilla.Diciembre 2023. Todos los derechos reservados.