Hoy no puedo levantarme. Siento un dolor que aprieta mi pecho, es el alma, otra vez se queja. He llorado un poco recordándole. Envuelvo mi piel desnuda y abro el balcón. Las campanas de la iglesia llaman a misa de doce. Llevo…no sé, creo que he perdido un poco la cuenta de los días. Creo que son tres, tres días de encierro, escuchando la nada.
Ninguna terapia funciona para el olvido. En la mesa, las cajas de pastillas que me recetó el psiquiatra. Todo nombres impronunciables, placebo que no sirve nada más que para dejarte drogado. Le borré de todos los lugares, pero persiste en mí. Navego en los mares oscuros de mi desolación y si pronuncio su nombre siempre lo acompaño de un “te amo”. Réquiem por mi alma perdida.
Pasa un perro ladrando y unas viejas artríticas, van a misa de doce. Una de ellas lleva un velón en la mano. Seguramente irá a pedirle al santo de turno un favor o a agradecer una bendición. Desde aquí huelo a cera quemada y a incienso. Algunas voces al unísono “y con su espíritu”, no sé porque parte de la misa irán ya. Tal vez tenga que hablar con el cura del pueblo. Lo vi el otro día, iba en bicicleta, es un señor con pinta de nonagenario, le cuesta pedalear con la pesada sotana a cuestas.
Este pueblo me recuerda a Ferrara, es muy italiano. Aquí se llaman a gritos desde el pequeño balcón empedrado a la casa del final de la calle. No hay más de trescientos vecinos, casi la mayoría han superado los sesenta años.
Por las tardes me siento con las abuelas, no hay nada mejor que hacer. Leo un rato mientras ellas tejen o piensan en voz alta. Recuerdan su juventud, me preguntan sobre el mal que albergo: “tu alma palidece muchacha, si sigues así te enterraremos junto al Ramiro. El Ramiro murió de mal de amores por una moza y dejó de comer, ni los huesos tenía cuando lo echamos a la caja, ni cuerpo pa la mortaja tenía la criatura. ¿Te acuerdas Antonia? Qué penar tuvo el pobre”.
Sigo leyendo y me piden que lea en voz alta, “seguro que no son las Escrituras”, dice una de ellas…
—¿Tan rápido te marchas? Todavía falta mucho para que amanezca. Es el canto del ruiseñor, no el de la alondra el que se escucha. Todas las noches se posa a cantar en aquel granado. Es el ruiseñor, amado mío.
—Es la alondra que advierte que ya va a amanecer; no es el ruiseñor. Observa, amada mía, cómo se van tiñendo las nubes de levante con los colores del alba. Ya se extinguen las teas de la noche. Ya se adelanta el día con veloz paso sobre las mojadas cumbres de los montes. Tengo que marcharme, de otra manera aquí me aguarda la muerte.
—No es ésa la luz del alba. Te lo puedo aseverar. Es un meteoro que de su lumbre ha despojado el Sol para guiarte por el camino a Mantua. No te vayas. ¿Por qué partes tan rápido?
—¡Que me capturen, que me maten! Si lo ordenas tú, poco me importa. Diré que aquella luz gris que allí veo no es la de la mañana, sino el pálido destello de la Luna. Diré que no es el canto de la alondra el que retumba. Más quiero quedarme que abandonarte. Ven, muerte, pues Julieta lo quiere. Amor mío, sigamos conversando, que todavía no rompe el día.
—Ya ves — dice una de ellas— parece el Libro de Esther…huele a tragedia.
© Kika Sureda. Diciembre 2023. Todos los derechos reservados.