Crónica de un invierno

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                     Debió de ser en la madrugada de los últimos días del mes de mayo, en una época que no era la habitual, cuando una bandada de estorninos cruzó de lado a lado el sur de la costa, como si con aquel vuelo, rápido y feroz, quisieran dispersar un azote inminente. Tras unos días volando en grandes círculos sobre la comarca, sobrecogiendo a la población con un canto largo y agorero, las aves desaparecieron misteriosamente. Luego llegó la bruma que duró todo el verano, una neblina que se aposentó sobre los tejados de las casas, en los bancos de las plazas; que anidó en las ramas de los árboles y lo cubrió todo de un manto blanquecino. Desde entonces el sol apenas asomó por detrás de las montañas y la niebla se volvió más densa.

 A comienzos de octubre se adelantó un invierno de crudeza inusual. El frío calaba mi vieja osamenta y tenía que sacar fuerzas para no permanecer encogido dentro de la cama. Marchaba muy temprano de casa y, con pasos lentos, pesados, recorría pensativo el pueblo devastado por la epidemia. Pasé por las mismas calles desiertas, atravesé las plazas solitarias y cuando me acerqué  a una iglesia, una mujer vestida de negro salía al terminar la primera misa. Esa mañana no entré a rezar ni a encender una vela.

 El café de Tomás despedía un tufillo a rancio desde primera hora. Un fuerte olor a licores y a vino salía del interior de la trastienda. Mucho tiempo atrás fue un establecimiento de ultramarinos y su padre se lucró con los comerciantes de los  pueblos del interior, y más tarde, con los barcos de ultramar. Recuerdo entrar de niño con mi madre a comprar en la tienda del señor Antonio. Siempre estaba surtida de toneles de vino, garrafas de aceite, quesos, encurtidos, jamones que colgaban del techo, de embutidos casi ocultos detrás de un mostrador de madera sucio y grasiento.

 Convertido en cafetería, pasó a regentarlo Tomás, un amigo de la infancia que sumaba los mismos años que yo. El negocio había venido a menos en los últimos meses, igual que la ciudad de provincias donde nací y a la que volví tras jubilarme. Después de haberme dedicado durante más de cuarenta años a la enseñanza, mi único deseo era regresar a mis raíces, comprarme una casa con un pequeño huerto y pasar el resto de mis días tranquilo junto a mi mujer. Sin embargo, ella partió antes que yo; la maldita plaga se la había llevado hacia poco.

 Me acerqué a la barra y Tomás me saludó con una expresión seria. Se había hecho costumbre dar la noticia del fallecimiento de alguien conocido, de algún amigo o de un familiar. Pedí lo de siempre, un café con coñac, pero no consiguió que entrase en calor. Luego de leer el periódico, la breve charla y de comprar el pan, salí al exterior con el cuerpo encorvado por la pesadumbre.

 En la calle un labrador flaco de pelaje rubio merodeaba por los alrededores aguardando a que le dieran algo de comer. Saqué la hogaza que cubría con mi abrigo y le di un trozo de pan, que devoró hambriento.

 No gozaba de buena salud, tal vez influyera la muerte de mi mujer, la niebla incesante y el cielo oscuro. Mis piernas ya no respondían con el vigor de antes a las exigencias de mi día a día, la sencilla rutina de un maestro retirado que se dedicaba a dar largos paseos, a retener los recuerdos en una memoria que iba menguando o que, simplemente, prefería olvidar.

 Recordando que me había dejado los guantes en casa, me froté las manos todo lo fuerte que pude y las hundí dentro de los bolsillos del abrigo. Escuché un leve crujido, un chasquido que no lo producían mis pies. Me giré y comprobé que el perro iba unos pasos detrás de mí. El labrador, confiado y sin miedo, me acompañaba por el camino hasta la entrada del cementerio. Sin volverme a mirarlo, crucé la verja. Avancé entre los muros que emanaban un olor a humedad y a flores pútridas, y me paré ante el nicho de Rosa.

“Me ha dicho Tomás que Damián murió anoche. Esta mañana lo hizo Matilde”, murmuré tras unos minutos en silencio. “Me pregunto quién será el próximo”, dije mientras contemplaba la fotografía con el marco de plata. “Soy un pobre viejo que se siente solo y está cansado”. Suspiré. “En fin, mañana vendré a limpiarte la lápida y te traeré unas flores”. Me marché sin nada más que decirle.

 Mientras recorría el camino de vuelta, buscando la salida, me di cuenta de lo grande que era el recinto y de los nuevos nichos que horadaban las paredes de las nuevas calles que habían sido construidas en poco tiempo. No podía imaginar cuántos habrían muerto en los últimos siete meses. Me crucé con un hombre de mediana edad acompañado de dos niñas, no mayores de diez años, que debían de ser sus hijas, porque una de ellas no paraba de volver la cabeza hacia la losa adornada con unos claveles frescos, y con la mano lanzaba besos al aire repitiendo lo mucho que quería a su mamá, mientras su padre tiraba de ella con los ojos llorosos. Y un poco más adelante, un chico joven con la mirada perdida hablaba solo frente a otro nicho; quién sabe si con un amigo o con una novia que ya no se encontraba entre nosotros, en el mundo de los vivos.

 Cuando, por fin, llegué a la puerta el perro continuaba inmóvil en el mismo sitio. Sentado sobre sus patas traseras, con las orejas algo levantadas, parecía esperar con  cierto respeto, pero impaciente por volver a verme. Cuando me acerqué a él empezó a mover el rabo, y con ese simple gesto consiguió arrancarme una sonrisa.

“Eh, amigo, esta noche no pasarás frío”, dije acariciando al animal. “Podrás dormir con el estómago lleno. Y si quieres, puedes quedarte en mi casa. No me causarás ningún estorbo. Los dos estamos solos y nos haremos compañía”.

 En ese momento la niebla cedió ante una ligera llovizna. Miré al cielo, me pareció ver el sol brillar a través de la lluvia.

© Ana Burgos. Noviembre 2023. Todos los derechos reservados. 

2 COMENTARIOS

  1. Qué bonito, me ha gustado mucho, qué sensibilidad. especialmente el final que deja abierta la puerta a la esperanza. Con una mascota (o dos) todo es mejor.

    • Gracias, Ana. Me alegra que te haya gustado. Quise dejar un final abierto a la esperanza y a la amistad. Un abrazo, guapísima 😘🌷

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