Existe la creencia extendida de que el nombre de la ciudad de Berlín proviene, etimológicamente hablando, de la palabra «bär» («oso» en alemán); sin embargo, en realidad, es bastante probable que derive del eslavo, en concreto de dos sufijos del idioma polaco: «berl», que significa pantano, e «in», lugar: eso es, «lugar pantanoso».
Situada al este del río Elba, y atravesada por cinco ríos distintos –entre los que se encuentra el Spree–, Berlín fue construida sobre una ciénaga. Aunque la fundación de la ciudad fecha oficialmente de 1237, es en 1871 cuando se convierte en capital del Imperio Alemán. Pero no sería hasta el siglo XX que adquiriría un lugar central en la historia europea, cuando en sus calles y en su espíritu quedarían marcadas las convulsas décadas del siglo con la caída de los antiguos imperios europeos, la sucesión de dos guerras mundiales, el paso a un mundo divido por el mismo muro que atravesaría la ciudad, el triunfo del capitalismo neoliberal y la llegada del siglo XXI. La fisonomía de la ciudad, con toda esta historia impregnada en ella, parece indicarnos que, en efecto, Berlín (y también el siglo XX) es un lugar pantanoso.
Esta naturaleza histórica y geopolítica crucial de la ciudad tuvo también su reflejo en la literatura, que la convirtió escenario de algunas de las grandes obras del siglo pasado: desde el retrato que realizó el británico Christopher Isherwood en Adiós a Berlín de una metrópolis desenfrenada, decadente e histérica durante la República de Weimar, a la exaltación que de ella realizó, en ese mismo periodo, Alfred Döblin en Berlín Alexanderplatz; pasando por el retrato de Berlín durante la Segunda Guerra Mundial que hizo una mujer anónima en Una mujer en Berlín; desde la ciudad sumida en plena Guerra Fría en la que se encuentra el protagonista inglés de El inocente, de Ian McEwan, al impactante retrato de una urbe inundada de heroína en los años setenta de Yo, Christiane F., de Christiane V. Felscherinow, así como el de una capital multicultural que acogió a la inmigración rusa en los años de la reunificación, en la recopilación de relatos La disco rusa de Vladimir Kaminer.
La coincidencia de algunas publicaciones recientes en nuestro catálogo, en las que la ciudad alemana tiene una presencia ineludible, refuerza la idea de que Berlín encarna la historia europea de los últimos tiempos. Por ejemplo, el autor de El lector, Bernhard Schlink, traza en su nueva novela, La nieta, un complejo retrato político de Alemania a partir de una historia sobre un librero que viaja a la antigua Alemania del Este buscando a la hija que su mujer dejó allí cuando se mudó al Oeste. En Lecciones, Ian McEwan recorre la peripecia vital de Roland Baines, que vive bajo la influencia de los grandes acontecimientos de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI, y sitúa una parte relevante de la novela en Berlín, donde Roland inicia una amistad con unos conocidos de su esposa que viven en la parte Este del Muro, y a quienes lleva de contrabando discos de música rock del momento. Kairós, de Jenny Erpenbeck, que publicamos la semana pasada, sitúa una historia de amor tóxico y manipulación en las agitadas décadas del Muro de Berlín, y captura tanto la decadencia de esos años como la esperanza que llegó con la reunificación.
Y dando un salto hacia la contemporaneidad, el italiano Vincenzo Latronico describe, en Las perfecciones, el Berlín de la última década a través de una pareja de italianos que se muda a la ciudad cosmopolita, para reflejar la compleja problemática que ha golpeado a tantas otras ciudades (a saber: la invasión de los nómadas digitales y los expats, la gentrificación, la subida de los precios de los alquileres, etc.), en una reflexión sobre cómo ciertos impulsos que entendemos como individuales acaban modificando las dinámicas de las ciudades. Latronico describe aquí una ciudad que, aunque fue una de las primeras en enfrentarse a toda esta problemática, podría ser cualquier otra ciudad occidental.
¿Está perdiendo Berlín su especificad cultural? ¿Ha dejado de ser «la mayor extravagancia cultural que uno pueda imaginar», tal como la definió David Bowie en su día? Álex Vicente reflexiona sobre ello en un artículo sobre la nueva literatura de Berlín publicado la semana pasada en el suplemento Babelia, en el que participaba el propio Latronico, diciendo: «¿No está perdiendo todo su especificidad? ¿No estamos perdiéndola usted y yo? No le conozco de nada, pero estoy convencido de que nuestros pisos son casi idénticos, que leemos los mismos libros, que podría haber llegado a esta entrevista vistiendo una chaqueta muy parecida a la suya».
No sabemos si se acabará imponiendo la creciente homogeneidad o si el carácter de la ciudad conseguirá sobrevivir por encima de ella. Lo que sí es seguro que permanecerá es este Berlín literario: una ciudad marcada por las cicatrices de la historia y la deriva de los tiempos, nuestro querido lugar pantanoso.
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