Cuando vio al hombre que lo iba a matar, y tras el respingo que provoca lo inesperado, Anselmo García continuó su camino como quien espanta un mal pensamiento. Sin embargo, no fue capaz de ir más allá de tres pisadas, hasta el tilo que entorpecía el paso en la acera. Tanteó el árbol con la mano abierta en busca de un lugar de apoyo y quiso girar la cabeza, ver quién veía su miedo, pero solo pudo mover los ojos. A la hora de pedir socorro, hasta la garganta le negó el grito.
El asesino (presunto, habría que decir) también se detuvo. Junto a él, su perro. Desde el lado opuesto de la calle lo miró con una fijeza de plano picado, apabullando. Aunque el letrero de sicario no lucía en su frente, Anselmo García podía leerlo con toda claridad, sin margen para la duda. Dos miradas, una calle por medio y un autobús que pasa. El perro zigzagueó de un árbol a otro, levantó una pata y dejó en el aire unas gotas de su olor. Sin testigos en la acera de enfrente, como evaporados.
Anselmo García se restregó los ojos, incrédulo. ¿De dónde había venido un pensamiento tan negro, una idea tan macabra? Buscó razones, alguna imagen oculta, un desafuero. Nada. Él siempre fue un tipo llano, alérgico a las peleas y discusiones, incapaz de desatar una envidia. Se tenía por invisible. Hasta hoy, hasta este momento.
El asesino (sigue siendo supuesto) cruza la calle con el temple de quien la considera suya, mirando al frente y desdeñando el paso de peatones que hay unos metros más allá. A un metro de Anselmo, lleva la mano derecha al bolsillo izquierdo de su chaqueta, sin un parpadeo en la mirada. Todo muy despacio, a cámara lenta.
—Anselmo García, eres hombre muerto, dice.
Después de unos segundos eternos, tras la mano asoma un cigarrillo, un mechero y la nube de humo que tapa su cara. Una amenaza así vale para robar la respiración de Anselmo, desplomarlo sin sentido y dejar una humedad en sus pantalones. Por alguna razón que no comprende, esto no sucede: nota, por el contrario, una corriente en zigzag que le abandona por la pierna, lo desancla de la tierra y trae color a su cara y viveza a sus manos. Ya no necesita apoyarse en el tilo. Una relajación que no le evita la sensación de estar rozando la muerte, de sentirla muy próxima, a un suspiro de la garganta. Pero saca pecho, respira con fuerza. Él, que también fuma, prende un cigarrillo y echa el humo a la cara del asesino (presunto).
—Esa nube no me hará desaparecer, dice. Aquí la magia no funciona.
—Dame al menos una razón.
—Los muertos siempre saben por qué mueren.
Anselmo García calla. ¿Qué otra cosa puede hacer? Piensa que el tipo está loco. La locura como consecuencia del futuro asesinato. O al revés. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? Tira el cigarro y lo aplasta con el pie. Hasta le pone un toque de chulería.
—Dime una cosa ¿cómo me has reconocido? ¿cómo supiste que yo soy el encargado de eliminarte?
—Respuesta por respuesta: ¿por qué me vas a matar?
El asesino (hasta que dispare, siempre será presunto) hace una mueca, pasa la lengua por los labios y vuelve a clavar los ojos en sus ojos. De estar presente algún espectador hablaría de desafío, de juego dramático que se cierra con un corte brusco. El tipo se va, baja la mirada al suelo, le da la espalda y echa a andar. Anselmo García ve cómo arrastra sus zapatos negros en un andar rígido, de quien tiene dificultades para doblar la rodilla. Lo ve cruzar la calle y oye el grito desde la acera:
—Nos veremos.
Algunos días después, al atardecer, a la hora en que el sol huye de la tierra, Anselmo García sale de su casa. Luce un traje clásico azul marino, chaqueta con cierre de dos botones, chaleco, pantalón y corbata a juego, camisa blanca, mocasines negros. Cualquiera que lo vea puede pensar que se está armando de valor, que ha decidido el enfrentamiento y la rendición sin batalla es una humillación que no está dispuesto a sufrir. O quizás sea un farol, un órdago a la grande. Solo él sabe, sin embargo, que si lleva alrededor de su cuerpo tal ostentación de poderío es para intimidarlo, para que se le haga un nudo en el cañón de su pistola y huya tras la primera esquina.
El miedo y el placer son dos caras de la misma moneda, no se excluyen. El miedo ha puesto a Anselmo en alerta, pero el placer no aparece por ningún lado, no encuentra rastros de esa supuesta conexión. Ahí lo tiene, de nuevo frente a él, en el mismo lugar y a la misma hora. Hoy, atado al perro con una correa. Y la novedad de una sonrisa.
A Anselmo García, así, de pronto, le tiemblan las cejas. Todo el valor del que ha hecho acopio durante días huye cobarde sin puente de plata. Un hilo de miedo baja por su garganta y hace nido en el estómago. Se le pega un dolor sordo, constante, un run run de roedor que le roba el ánimo. Aun retiene un átomo de coraje para aguantarle la mirada; un gesto inútil que, si acaso, sirve para abonar el pánico con más razones. El perro lo mira ahora con unos ojos que parecen conectados con algún lugar oscuro, con un más allá. Rompe a ladrar con fiereza. Por las sienes de Anselmo corre un sudor frío, un resabio empalagoso le sube a la boca y el latigazo del vértigo le nubla la vista. Logra agarrarse al tilo un segundo antes del desmayo.
© Antonio Tejedor. Octubre 2023