El rey Felipe V fue uno de los espectadores que contemplaron a su nuera Luisa Isabel correr por los jardines de La Granja en camisón transparente. La reina Isabel de Farnesio exclamó: “Hemos hecho una terrible adquisición”. Y el marido de la exhibicionista, el rey Luis I el Liberal, dijo: “No veo otro remedio que encerrarla lo más pronto posible, pues su ‘desarreglo’ va en aumento”.
“La sangre de la princesa está podrida”
Corría el año 1722 cuando la niña de trece años Luisa Isabel de Orleans y Borbón (1709-1742) llega de París a la corte madrileña para ser desposada con el príncipe de Asturias, el futuro y breve Luis I de España (1707-1724), apodado el Liberal o el Bien Amado y que contaba entonces quince primaveras. El protocolo importado de Francia exigía en la alcoba de los contrayentes la presencia de damas y caballeros, testigos de que el recién estrenado matrimonio yace junto. Pronto el rey Felipe V ordena que todos abandonen los aposentos, la muchacha no tiene aún la edad apropiada para consumar y los envían a habitaciones separadas.
Fue educada Luisa Isabel, Mademoiselle de Montpensier, en Versalles y en el Palais Royal, era la cuarta hija de Felipe de Orleans y de María Francisca de Borbón, bastarda legitimada de Luis XIV el Rey Sol y Madame de Montespan. Al parecer la familia de Luisa Isabel estaba deseando librarse de ella pues era la más insoportable de sus vástagos, una niña difícil y rebelde. Su abuela materna, que confesó no haber vertido lágrimas cuando se separó de ella, la describió de la siguiente forma: “Posee unos ojos bonitos, la piel blanca y fina, la boca pequeña y la nariz bien formada… A pesar de todo esto es la persona más desagradable que he visto en mi vida, en todas sus acciones, bien hable, coma o beba…”.
Y es que la muchacha se niega a hablar cuando le parece, eructa y ventosea en público, no come en la mesa pero engulle a escondidas y compulsivamente (el marqués de Santa Cruz indica que “hasta se come el lacre de los sobres”), se emborracha, no se asea, le da por limpiar los cristales de palacio con su propio vestido, se niega a utilizar ropa interior y se muestra desnuda ante los guardias reales y los lacayos. Cuando le recriminan su actitud sufre rabietas.
Su marido califica en un primer momento dicho comportamiento como “inocentes travesuras de niña caprichosa y alocada”. La «aburrida» corte madrileña achaca su comportamiento a la consabida “depravación” de los franceses. Carece de pudor, es una libertina a ojos de sus contemporáneos que critican y murmuran las anécdotas picantes de la que ya llaman “la reina loca” o se ríen a sus expensas. La realidad es más triste, el duque de Saint-Simon indicó al monarca español: “la sangre de la princesa está podrida”. No andaba desencaminado el embajador en sus estimaciones, la perenne consanguinidad y los desórdenes genéticos causaban estragos en las familias reales, y es que los abuelos de Luisa Isabel eran hermanos y sus padres primos hermanos.
Por fin en 1723 llega el momento que tanto ansía el príncipe de Asturias, a la sazón de dieciséis años, la consumación del matrimonio. Felipe V hace entrar a Luis en la alcoba que se ha preparado al efecto en El Escorial y requiere que se desnude en su presencia. La reina y madrastra del heredero, Isabel de Farnesio, manda desnudarse a la Luisa Isabel. Luego ordenan a ambos que se acuesten juntos antes de dejarlos solos. Pero la reina teme que “el príncipe no será lo suficientemente vigoroso para esa ardiente muchacha francesa”.
Luis confiesa a su padre los “serios contratiempos motivados no solamente por el especial temperamento de Luisa Isabel, sino por su estado anímico a la hora de demostrar correspondencia y colaboración en el acto sexual”. Al parecer la princesa, mientras yacía en el lecho con su cónyuge, iba contando las estrellas que veía a través de un ventanal. En opinión de algunos historiadores el matrimonio no se consumaría nunca.
El príncipe de Asturias y futuro Luis I gozó del favor popular, las buenas gentes de Madrid que conocían sus tribulaciones matrimoniales nada objetaron cuando el joven buscó consuelo en la caza y en los tugurios de la villa y corte, las consabidas aficiones borbónicas del Antiguo Régimen.
La que el pueblo llamaba “la gabacha” se queja del “aburrimiento de una corte tan austera”. Pronto Felipe V abdica en favor de Luis, pero la nueva reina sigue paseándose en camisón por palacio. Llega a confesar “me hubiera gustado ser Eva en el Paraíso… Desde niña me ha gustado andar libre de incómodos vestidos que me provocan picores por todo el cuerpo. Aquí dicen que esto es procacidad y ganas de provocar”.
Un día Luisa Isabel cae desde un árbol al que se ha subido a coger sus frutos, pero lo hace sobre los brazos del marqués de Magny al que acusa de querer “ultrajarla”. Otra noche acosa al médico que había acudido a tratarla de un ataque etílico. Es sorprendida en repetidas ocasiones jugando desnuda con sus camaristas al “broche-en-cul”, que consiste en flagelar al contrincante hasta hacerle caer al suelo. Los reyes de España fueron la comidilla de las cortes europeas. El rey confiesa: “preferiría estar en galeras a seguir viviendo con una criatura que no observa ninguna conveniencia, que no me complace en nada, que no piensa sino en comer y en dar escándalo sin recato, que se muestra denuda a sus criados… aunque le hablado más de cuarenta veces del particular no ha hecho sino burlarse de mis observaciones».
En 1724 Luis I la relega al viejo Alcázar, lejos del Buen Retiro, apartada de la corte. Entre una y dos semanas dura el “cautiverio” de la reina. A su vuelta viste “con decencia”, se interesa por primera vez en los asuntos de Estado y está presente en las audiencias y en los despachos. Por desgracia la inesperada felicidad conyugal de Luis I duró poco. El monarca contrae la viruela. Felipe V e Isabel de Farnesio no se mueven de La Granja para evitar el contagio. Luis I se convierte en una enorme llaga purulenta y pestilente que nadie quiere atender salvo su esposa que hace gala de abnegación y lo cuida sin miedo: “si me contagio, moriré con él”, dice la valiente francesa. Ciertamente Luisa Isabel se contagió, pero sobrevivió a la viruela. Diez días después de enfermar el Bien Amado fallece, solo tenía diecisiete años y no había llegado al año de reinado.
Felipe V consideró la posibilidad de casar a la reina viuda con su siguiente heredero, Fernando. Pero Isabel de Farnesio se negó en rotundo: “Como nuera, basta una sola vez” y la devuelve a Francia en 1725. En la corte vecina temen que siga con el mismo comportamiento que en la corte española. Para evitarlo la muchacha termina en un convento. Cuatro meses estuvo alojada por las monjas hasta que Luis XV, el rey de Francia, obtuvo el veredicto favorable de las religiosas. Entonces la instalan en el palacio de Luxemburgo donde residió hasta su muerte, con solo treinta y tres años y sin que hubiera vuelto a contraer matrimonio ni se le conocieran amores.
La opinión del siglo XVIII consideró a Luisa Isabel de Borbón una libertina. La psiquiatría del XXI coincide en que la reina exhibicionista y bulímica padeció un trastorno límite de la personalidad debido a las psicosis heredadas y a las carencias afectivas y de educación que padeció en su infancia. Su abuelo materno, Luis XIV, era un narcisista y un perfeccionista obsesivo. Su padre, así como su abuela y abuelos paternos, eran impulsivos, narcisistas, alcohólicos, sexualmente depravados, excéntricos, histriónicos y sin empatía. Los enfermos como Luisa Isabel, a decir de los médicos, carecen de autocontrol, no pueden evitar transgredir las reglas sociales, pasan de la euforia a la depresión, del amor al odio, de la afrenta al arrepentimiento y al sentimiento de culpa, como le sucedió en sus últimos años a la reina viuda de España Luisa Isabel de Borbón.
Para saber más
Alejandra Vallejo Nájera, Locos de la historia, La Esfera de los Libros, 2006.
José Antonio Vidal Sales, Crónica íntima de las reinas de España, Planeta, 2004.
Imágenes
A partir del retrato de Luisa Isabel de Orleans, anónimo de la escuela francesa, siglo XVIII, Museo del Prado.
A partir del óleo Luisa Isabel de Orleans, realizado por Jean Ranc, 1724, Museo del Prado.
© Ana Morilla. Octubre 2023. Todos los derechos reservados.