—Tu abuelita arde en el infierno— me dijo muy serio.
Ya me habían advertido para que no le hiciera caso. Era mi primera vez en un ala de psiquiatría y mi primera guardia de noche.
Me había reclinado en el cómodo sillón de la recepción dando vueltas sobre mí mismo, bebí café de la máquina, comí chuches y di varias rondas de pasillo. A la una y media me dio sueño. Decidí tomar una mantita, estirar las piernas sobre una silla y reclinarme cómodamente en ese sillón negro. Apagué la luz de recepción dejando solo la secundaria. Me quedé dormido entre algún ronquido lejano y lamento que poco a poco fueron muriendo en la oscuridad, a todos se les medicaba en exceso para que no dieran follón de noche.
Me despertaron a las 3:00 de la madrugada los sonidos de un animal enfurecido, ronco, parecía que estaba destrozando azulejos. Me quedé escuchando aquello, paralizado. No sabía si estaba soñando. Cogí el manojo de llaves y enfilé el pasillo de la derecha, de dónde provenía aquel concierto infernal. No llegué ni a la mitad del pasillo, el miedo me dejó petrificado. El estruendo provenía de la habitación 106, del paciente sobre el que ya me habían advertido. Allí, de pie, helado, bloqueado por el miedo, estuve casi dos horas escuchando sus letanías: gruñidos, llantos de bebé, maullido de gato, más gruñidos, conversaciones a cuatro bandas…poco a poco había vuelto sobre mis pasos a refugiarme en el bastión de la recepción. No daba crédito, no me atrevía a asomarme a su habitación celda. A las cinco de la madrugada me decidí. Me costó llegar, mis piernas eran como plastilina. Me asomé por el ojo de buey y lo que vi hizo que me meara literalmente encima como un niño pequeño. El paciente 11.643 se retorcía como si fuera de goma, gruñía, ladraba, lloraba, hablaba en una lengua indescifrable en diferentes voces, saltaba de una pared a otra como un ninja. De repente cesó y miró de reojo hacia la puerta rompiendo el silencio con una risa macabra:
—Tu abuelita sigue con nos, ¡es una puta!
Y os juro por lo más sagrado que escuché a mi abuela en un fino lamento: «estoy sufriendo demasiado». Esa era su frase más repetitiva cuando le daba una crisis y no podía respirar.
Moví mis zuecos ligeramente en el charquito que se había formado en el suelo y no recuerdo como llegué a recepción. Entró mi relevo y no pude más que llorar como un niño. Estaba en shock. La directora de psiquiatría me dijo que ese paciente sufría una esquizofrenia grave. ¡Esquizofrenia! ¡Los cojones! Esa mañana, de camino a casa entré en una iglesia. No había entrado en una desde hacía más de diez años, cuando se casó mi primo. ¿Para qué entré? No sabría explicarlo, solo sé que aquello que vi no era esquizofrenia. Solicité el traslado. Sigo teniendo pesadillas, en ellas escucho el lamento de mi abuela saliendo de ese monstruo.
© Kika Sureda. Septiembre 2023. Todos losderechos reservados