Mark Twain-
En pocas ocasiones ha ofrecido la literatura un escritor tan ingenioso y brillante como Mark Twain (1835-1910). Cualquier obra suya, sea una novela, un libro de viajes o un ensayo, es una fiesta para los sentidos, la demostración más patente de que la diversión y la profundidad no son incompatibles en el mundo de las letras.
A pesar de que Twain es básicamente un autor del siglo XIX (aunque su influencia en la literatura norteamericana del siglo XX es contundente), escribió hasta su muerte con el mismo ímpetu, diríamos arrollador, que en sus primeros libros. Buena muestra de ello es El diario de Adán y Eva (1906), una regocijante serie de textos escritos en distintos años de su vida, que tienen en común la difícil idea de mostrar cómo fueron las primeras experiencias y los curiosos sentimientos de esta primigenia pareja, contados por ellos mismos. Como se verá, no hay reto que asustará al escritor norteamericano.
Lo primero que hay que decir a quien se acerque a este libro, es que se olvide de cualquier prejuicio que se tenga de lo que fue el Paraíso Terrenal. No vamos a encontrar la idílica y presumiblemente aburrida vida de nuestros primeros padres en un mundo ideal, sino la estupefacción de dos seres que se encuentran solos en el universo y que tienen que aprender a golpe de errores, sospechas y malentendidos su lugar en la Creación.
El libro comienza con El diario de Adán, la mejor carta de presentación de un Mark Twain mordaz y divertido. Adelanto a los posibles lectores que Adán será una persona muy ingenua en contraste con Eva, mucho más pragmática y avezada para adaptarse al mundo que los rodea. Esa distinta manera de afrontar la vida (que posiblemente sea un intento de explicar la diferencia entre hombres y mujeres) provocará todo tipo de situaciones hilarantes.
Como podía esperarse del ingenio de Twain, la primera pregunta que se hace Adán es qué quiere decir esa otra criatura de pelo largo que lo sigue a todos sitios cuando pronuncia la palabra «nosotros». Ese juego con el lenguaje, esa forma de resolver el enigma del mundo a través de las palabras, será una constante en la obra. A Adán le preocupa poco cómo se llaman las cosas; están ahí y nada más. Sin embargo, Eva se dedica a ponerle nombre a todo lo que se le acerca antes de protestar, y un día descubre que el tigre se llama tigre, el buitre se llama buitre, y que esa criatura extraña que no para de llorar se llama Caín, y que produce sentimientos muy profundos a Eva, aunque Adán piense que no tiene sentido la conducta de su compañera ya que Caín es claramente un pez, aunque cuando empieza a crecer un poco, piensa que más bien debe ser un canguro…
El ingenio de Twain se refuerza con el contraste que supone para el lector la ignorancia supina de Adán frente al conocimiento que nosotros tenemos de las cosas que él ve y descubre. Nosotros sabemos que Adán no cesa de sacar conclusiones erróneas y disparatadas, pero también comprendemos que cualquiera en su lugar haría lo mismo.
Lo mismo sucede con Eva, protagonista de los dos siguientes textos, Diario de Eva y Autobiografía de Eva. Estos dos textos, escritos casi diez años después del primer texto antes referido, ya muestran un Twain mucho más tierno aunque no menos divertido, tal vez a causa de que la mente de Eva, o lo que él piensa que sería la mente de la primera mujer sobre la tierra, era más madura y más profunda que la de su compañero.
Dentro de la disparatada historia que se cuenta, que arrancará sin duda carcajadas al lector, también hay un lirismo inesperado, un sentimiento de ternura propio de una mujer que comprende el mundo desde el amor, el cariño y el cuidado de cuanto la rodea. Concretamente, el episodio en el que Eva, que lleva días enteros persiguiendo a un ser que sabe de su especie, se comunica con Adán para hacerle entender que quiere ser su compañera, es de una belleza conmovedora. No exagero si digo que esta escena es una de las más hermosas, breves y sensibles historias de amor que recuerdo, contada con una sencillez prodigiosa.
Como también es conmovedora la admiración que muestra Eva hacia Adán cuando éste comienza a descubrir que en el mundo se suceden una serie de sucesos de los que se puede extraer una norma general, por ejemplo, por qué el agua de una catarata (que por cierto son las Cataratas del Niágara) siempre va hacia abajo y no hacia arriba, lo que se llamará la Ley de Adán de la Precipitación de los Líquidos; o esa otra explicación de cómo entra la leche dentro de una vaca, que obviamente es porque es condensada desde la atmósfera a través del pelo del animal.
Mención aparte merece el juicio que hace el escritor cuando ante la pareja aparece la palabra «muerte» o la expresión «el bien y el mal». ¿Cómo podían comprender nuestros primeros padres conceptos que no podían ser observados en la naturaleza o explicados por los sentidos? En su confusión, que en principio resulta divertida por las descabelladas explicaciones que a duras penas se hace la pareja, va filtrándose una amarga reflexión sobre los oscuros designios que Dios impone y exige a sus criaturas.
Vemos a Eva y a Adán precipitarse ante el abismo de una existencia penosa respecto a la que disfrutaban, pero a su vez, sin perder la narración nunca el tono inteligente que lo caracteriza, la pareja va a descubrir un nuevo mundo en el que los retos a los que han de enfrentarse requieren una actitud mucho más aguda y valiente que la que tenían hasta entonces.
Parece imposible que en pocas páginas Mark Twain contara las vicisitudes que la condición humana padece a través de la existencia, desde la ingenuidad de quien tiene las preguntas pero no tiene las respuestas, hasta el momento en que esas respuestas llegan con el retraso suficiente como para anular las expectativas que el ser humano se crea para sobrevivir. Hay que agradecerle a Twain que abordara un tema tan delicado con un humor desternillante, como si quisiera decir que la vida es una broma pesada, pero al fin y al cabo, una broma con la que es mejor y más saludable reírnos.
© José Luis Alvarado. Septiembre 2023. Todos los derechos reservados. (Cicutadry)