Nadie encendía las lámparas

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Nadie encendía las lámparas


José Luis Alvarado

Los cuentos de Felisberto Hernández (Montevideo 1902-1964) me han traído a la cabeza el título de otro memorable libro de cuentos de Juan José Millás: los objetos nos llaman. No hay duda de que los objetos gravitan sobre nuestras vidas, que viven una existencia gregaria pero importante que nos dificulta prescindir de ellos: un reloj, unos muebles, una pequeña figura, unas fotos, unas joyas. Cuando por cualquier desgracia los perdemos, sentimos que algo nuestro se nos ha ido, que esos objetos han vivido una vida paralela a la nuestra desde que los adquirimos, como si con su presencia quisieran decirnos que forman parte de nuestro ser, como si respiraran al mismo ritmo que nosotros.

Editorial: RM

Muchos de los diez cuentos que Felisberto Hernández imaginó en Nadie encendía las lámparas (1947) están contados desde esa vida secreta de los objetos que a veces sospechamos pero no nos atrevemos a confesar. Ahí radica la originalidad de la narrativa del escritor uruguayo: en su excentricidad infrecuente, en su temática extraña e inclasificable, cuyo fondo lo constituye una materia vagorosa y casi inasible, descrita entre vacilaciones y tanteos que en lugar de confundir al lector, lo incitan a seguir leyendo.

Quien se disponga a leer estos fascinantes cuentos tendrá que abandonar todo sometimiento a fórmulas literarias convencionales. Nos damos cuenta de ello al leer Menos Julia, donde un hombre invita a un amigo a su finca, donde dentro de un túnel, completamente a oscuras, hay dispuestos diversos objetos que deben adivinarse tan sólo por el tacto: la piel de una calabaza, unos zapatitos de niño, una máquina de escribir, una vejiga inflada, una caja de botines conteniendo un pollo pelado, objetos quizás fáciles de descubrir con la ayuda de la yema de los dedos, pero que al protagonista le produce una auténtica devoción tocar todos los días, porque el mayor placer es pensar en esos objetos y en los recuerdos inesperados que le deparan, en los pensamientos que súbitamente le asaltan al simple tacto, como confiesa en una ocasión: “Apenas empecé a mover el cuerpo en la oscuridad me pareció que iba a tropezar con algo raro, que mi cuerpo empezaría a vivir de otra manera y que mi cabeza estaba a punto de comprender algo importante”.

En otro cuento, La mujer parecida a mí, se relata los recuerdos del protagonista cuando, durante un verano, tuvo la idea de que en el pasado había sido un caballo. Y así, con un cuerpo de caballo, irrumpe de repente en una escena de teatro, junto a una muchacha que le toma cariño y ordena que lo lleven a su casa. En aquel verano en el que fue caballo, ese hombre vivirá una preciosa historia de amor, celos y muerte con la chica, que finalmente tiene que vivir el dilema de elegir entre su novio o el caballo.

Felisberto Hernández fue escritor y concertista de piano. Lo advertimos en algunos de estos cuentos, en los que el protagonista es un pianista que se encuentra envuelto en situaciones incomprensibles: durante un concierto, un gato se sube encima del piano cuando toca una determinada melodía que lleva el nombre de aquel gato; o el pianista es contratado por una mujer soltera para que le amenice las tardes en su casa, mientras ella hace sus labores, y poco a poco, sentando delante del instrumento, va descubriendo que en aquella casa hay muchos secretos escondidos, que la criada tiene un fuerte ascendente sobre todo lo que ocurre entre aquellas paredes, o que la mujer que lo ha contratado se retira todas las noches a su cuarto sin apenas comer y duerme el sueño profundo de quien ha bebido hasta caer muerto.

Y mientras tanto, en todos los cuentos, la presencia de los objetos es inquietante, hasta el punto de que parecen tener vida propia, como ese majestuoso balcón donde una muchacha pasa las tardes enteras mirando hacia la calle y que sigilosamente va tomando aprecio, va entrecruzando su vida a la del balcón, y también algo parecido al amor, que sólo descubrimos demasiado tarde, cuando el balcón se suicida, desplomándose sobre la calle, al advertir que su dama siente una cierta atracción por el pianista que viene a darle lecciones de música.

Se establece un contacto mágico con los objetos, que se vitalizan ofreciendo un misterio que encubre lo trivial o anodino, que adquieren una conciencia propia o atraen irresistiblemente la atención sobre ellos, como ocurre con el acomodador que una noche descubre aterrado que sus ojos proyectan luz en la oscuridad, como una linterna en el interior de un cine. ¿Cómo podrá aprovechar ese don inaudito una persona que desprecia a todos los que le dan propina en su trabajo, que se siente superior a los demás seres humanos? Pues mirando objetos en la oscuridad, pero no suyos, sino tendido en el suelo de una casa ajena, a la que accede por la noche amenazando al portero, esperando mientras contempla las extrañas vitrinas a que una muchacha bellísima y sonámbula pase por encima de él y le deje como recuerdo un inolvidable perfume y el tacto suave del peinador sobre su cara.

En todos los cuentos hay fuerzas oscuras que obligan a los protagonistas a contradecir lo posible, que los llevan a una dimensión conflictiva y desconcertante, inexplicable, donde conviven con sueños y deseos irreductibles a toda forma de causalidad, que transgreden las normas de verosimilitud de un orden percibido como normal a través de una escritura cuya ambivalencia se fundamenta en el nivel verbal, mediante una sutil alteración del modo de presentar los hechos. Por eso, no es de extrañar que algunos estudiosos consideren que los cuentos de Felisberto Hernández tuvieron una fuerte influencia en la narrativa de Julio Cortázar. Es posible, aunque aún es más cierto aquello que afirmó Italo Calvino sobre sus cuentos: “Felisberto Hernández es un escritor que no se parece a nadie; a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos”.

© José Luis Alvarado. Mayo 2023.

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