SOSPECHOSO
La noche calurosa de verano era propicia para no dormir, la temperatura superaba los 25ºC y como la mayoría de los vecinos del barrio, tenía abiertas las ventanas y balcones para dejar entrar algo de aire fresco. Apostaba también por permanecer despiertos culpando al insomnio, que persistente, se confabulaba con el calor para evitar que lográramos apaciguar los deseos de ser abrazados por Morfeo.
Eran las cuatro de la mañana, la iglesia católica cercana acababa de hacer sonar sus campanas, como cada hora en punto y cada cuarto, pese a estar cerrada y sus acólitos posiblemente como yo, intentando descansar. Opté como la noche anterior y las precedentes, por meterme en la ducha, refrescarme, ponerme algo de ropa y salir a pasear. Miré la hora, eran las 4:10 de la madrugada.
Una vez en la calle, apenas iluminada, encontré a gente que tal vez consideraron dar un paseo como única razón para engañar al sueño y al calor. Algunos eran vecinos.
Veinte minutos después, al regresar del paseo, escuché algo parecido a un disparo, seco, corto y relativamente cercano. Continué, solo esperaba caminar y que al hacerlo aumentara mi cansancio, disminuyera la temperatura y me obligara a volver a mi destartalada casa exenta de aire acondicionado. Poco después me crucé con una mujer. Caminaba sola, nerviosa, agitada, con pasos ligeros. Al rebasarme bajó la mirada mientras hizo un movimiento, apretó con fuerza, como si temiera perder o se lo arrebatasen, el bolso marrón que llevaba, posiblemente de paja de arroz o tela de algodón, dada su flexibilidad. Calzaba zapatos planos y vestía pantalón corto, su torso iba cubierto con una camiseta negra con una frase que apenas pude leer. Nos perdimos en la noche. Continué el paseo hasta volver a la rotonda. La luz amarillenta y mortecina, iluminaba un pequeño bulto junto al pie de una farola pegado al alcorque de una acacia. Me agaché, lo abrí y saqué de su interior una pistola, aún caliente, con cachas de nácar, una Star 9mm corto. La reintroduje en la bolsa y guardé el bulto en el bolsillo de mi amplio pantalón de algodón verde.
Al otro lado de la calle, la gente comenzó a arremolinarse formando una barrera alrededor de algo. Todos murmuraban y miraban el cuerpo de un hombre tendido boca arriba sobre el asfalto con una herida de bala sobre un charco de sangre. El sonido de unas sirenas fue aumentando a medida que se acercaban. En unos minutos tres policías uniformados perimetraron con cinta el espacio donde se encontraba el cuerpo y algunos metros más, a la espera de algún inspector de la Brigada que se ocupara de conocer detalles e iniciar una investigación, y por supuesto un equipo, que tomaría huellas y restos para su posterior proceso. Me aparté para observar cuanto hacían los policías. Desde uno de los coches un supuesto agente de paisano cometió el error de dejar ver la cámara de video con la que grababa a cuantos asistíamos a la morbosa reunión. Después las consabidas preguntas: ¿Vio quien le disparó? ¿Estaba cerca? ¿Oyó o vio algo que nos pueda ayudar? ¿Vive cerca de aquí? ¿Conocía al hombre? Anóteme su dirección por si necesitamos hacerle alguna pregunta, etc. etc.
Lorenzo Albillo, ese era el nombre del inspector. Nos conocíamos, por eso no me sorprendió su forma de trabajar. Uno a uno fue hablando con quienes estábamos allí. Un agente lo acompañaba en sus primeras preguntas, quien a su solicitud, tomaba nota de nombres y apellidos, así como teléfonos de alguno, no de todos. Cuando llegó a mí, no quiso reconocerme, avanzó y se situó frente al joven que permanecía a mi lado, de unos veinte años, que fumando un pitillo tras otro, esperó paciente a que le preguntaran. Al finalizar dio media vuelta y se retiró. Yo también lo hice pasados cinco minutos. Aunque me dio tiempo a comprobar como Lorenzo hablaba con un agente uniformado mientras me señalaba con su mano derecha.
La última campanada de las cinco sonó cuando metía la llave en la cerradura. A oscuras pasé directamente al dormitorio, me quité la ropa, escondí el bulto en el doble fondo de la mesilla de noche, y me tumbé en la cama a esperar, con los ojos abiertos y muerto de cansancio, a que llegara la hora de levantarme sin recuperarme.
Fui caminando hasta mi despacho de detective privado. Los asuntos que llevo se limitan a encargos de aseguradoras, maridos o esposas infieles, empresarios que sospechan ser robados por sus empleados, y alguna investigación escasa, de esas que dejan dinero, la localización de alguien que ha huido al extranjero buscada por otro alguien, este último con dinero y mucha sangre machista en sus venas.
Gerardo, mi ayudante, no era muy madrugador, apareció cerca de las diez de la mañana. En un acto de disculpa mostró una bolsa de papel llena de churros, recién hechos según rezó y dos vasos de café con leche calientes. Se lo agradecí. Dimos cuenta del desayuno y de las últimas noticias que escuchamos y leímos en la prensa digital.
—Te has fijado, anoche mataron de un disparo a tu antiguo comisario.
—Lo sé Gerardo, lo vi muerto de madrugada cuando salí a dar un paseo.
—¿A esas horas sales a pasear?
—El calor y el insomnio así lo quisieron.
—Irás a ver a sus excompañeros?
—No, ellos…, bueno él, vendrá a verme o llamará, no creo que tarde mucho, también le vi anoche.
—Su esposa, diecisiete años más joven que él, al parecer estaba en su domicilio, bastante cerca de donde le mataron, y no se enteró hasta que despertó y notó su ausencia.
—Ya.
—¿La conoces? Es bastante guapa.
—Cómo no iba a conocerla si fui a su boda.
A los dos días, estando en la oficina, sonó el teléfono que de inmediato atendió Gerardo. —No sé si ha llegado a la oficina, voy a comprobarlo—Le hago un gesto para que me pase el teléfono —Es tu amigo Lorenzo.
—Inspector Albillo, cuanto tiempo sin oírle. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Presentarte en comisaría, debo hacerte algunas preguntas.
—Tengo mucho trabajo, tal vez me acerque el jueves.
—Hoy, debe ser hoy, y dentro de media hora.
—Le recuerdo que ya no soy policía y no recibo ordenes de nadie.
—No es una orden, es la petición de un compañero.
—Dejé de serlo hace tiempo, ¿lo recuerdas?
—Te espero en treinta minutos.
Cortó la llamada, miré a Gerardo y añadí:
—Debo ver a ese capullo.
La comisaría no estaba muy lejos de mi oficina, comencé a caminar sin prisa. Tras saludar a muchos de mis antiguos camaradas llegué hasta la puerta del despacho de Albillo. ¡Adelante! oí tras golpearla dos veces. Diez minutos de conversación absurda sobre nuestro pasado en común y mis trabajos como investigador privado, y cuando a punto estaba de levantarme e irme, me espeta.
—¿Qué haces paseando a esas horas de la noche cada día?
—¿Me interrogas? ¿Soy sospechoso de algo?
—Respóndeme.
—Llevamos semanas soportando un calor insufrible, no puedo dormir, carezco de aire acondicionado, salgo a caminar para cansarme más y esperar a que refresque. Lo hago cada noche desde que comenzó la ola de calor. ¿Satisfecho? ¿Te molesta? ¿Acaso no puedo pasear?
—¿Tienes algún arma?
—Con su correspondiente licencia actualizada.
—¿Dispones de una Star 9mm?
—Sí. ¿A qué viene esa pregunta? ¿Soy sospechoso?
—Al comisario lo asesinaron anoche con una de nueve milímetros.
—¡Ah ya! y piensas que fui yo quien maté al comisario, ¿no es cierto?
—No, ya sabes, debo descartarte.
—No me vengas con esa milonga. Sé directo. Te traigo la pistola y lo compruebas, conmigo no necesitas una orden judicial.
—¿Sabías que el comisario estaba siendo investigado por Asuntos Internos?
—¡Vaya! No, no lo sabía.
Nos despedimos agriamente, como desde que me hiciera la faena que cortó mis pretensiones de ascenso. Él era un diletante, yo no, pero me cabreó bastante la forma de pisarme. Fue entre otras, la razón principal que me obligó a salir del Cuerpo. Llamé a Gerardo a la oficina anunciándole que no iría en todo el día. Cuando regresé después de almorzar en mi casa, lo primero que hice fue comprobar si la Star seguía en el doble fondo. Había desaparecido. Tuve tiempo de revisar los armarios y algunos documentos que guardaba. El ordenador personal no fue quebrantado. Me senté, necesitaba pensar. Al cabo de una hora tomé uno de los móviles de usar y tirar, lo conecté y escribí un mensaje: Mañana al caer el sol. Rompí con un martillo el aparato, lo metí en una bolsa y guardé hasta el paseo nocturno de cada día.
Ninguna novedad al llegar a la oficina, salvo otra una llamada de Albillo solicitando de nuevo mi presencia en la comisaría.
—Ahora que quieres.
—Con una orden judicial entramos en tu piso y recogimos tu Star 9mm. Tiene tus huellas, y ahora están comprobando si mataste con ella al comisario.
—¿Vas a detenerme acusado de asesinato? Lo digo por llamar a un abogado.
—Solo si comprobamos que tu pistola fue la que lo mató.
—Ya. Te adelanto, por si te interesa, que no lo hice. Seguro que lo sabes y habrás comprobado. Además me han estado siguiendo desde hace días, seguro que también lo ordenaste y conoces todos mis pasos.
—No te confundas Pedro, no eres el ombligo del mundo. Seguimos al comisario por órdenes de arriba, y en todas las grabaciones de las últimas semanas apareces tú, incluso recogiendo algo del suelo aquella noche.
—Para ti señor Marcos, solo los amigos pueden llamarme por ni nombre de pila. ¿Puedo conocer el motivo de la investigación al comisario?
—No debería decírtelo, pero como favor a un excompañero lo haré. Sospechan que pudo quedarse con un alijo de diamantes que arrebató a unos delincuentes de guante blanco.
—Mala cosa. Si no quieres nada más, excompañero, me marcho si no estoy detenido. Y por favor no vuelvas a molestarme, solo llámame para recoger mi arma, con guía y sin usarla para matar a alguien.
Regresé a la oficina, comenté mi caso con Gerardo. Nos reímos un buen rato, luego trabajamos en el asunto de una compañía de seguros por daños. Le invité a almorzar y convinimos en que cuando le entregaran la licencia como detective privado en dos días, sería socio participe de la agencia, como ya aparecía en los documentos en poder de nuestro abogado, con las correspondientes autorizaciones de su firma para muchas actividades, incluso las bancarias. Me lo agradeció. Recogí el coche del garaje y enfilé hasta el Pub Al caer el sol, a veinte kilómetros al oeste de la ciudad.
Ella llevaba esperándome diez minutos. Permanecía sentada cerca de una ventana al oeste del establecimiento, oculta a las miradas lanzadas desde la puerta de entrada. Nos besamos, tomé su mano y miré sus ojos que no veía desde hacía más de cinco días. Volví a besarla, necesitaba su sabor. La encontré nerviosa e intranquila, sensaciones que desaparecieron cuando comenté que en cuatro días debía irse del país. Me abrazó con una fuerza inusitada, que agradecí, también yo estaba algo nervioso dadas las circunstancias. La entregué un sobre con un pasaje en primera clase con vuelta abierta.
—No te preocupes, lo he pagado en efectivo. Solo llévate lo imprescindible. Ahora, Gloria, no vuelvas a ponerte nerviosa, todo acabó, ya eres libre.
—Gracias cariño.
Nos despedimos. Ella al día siguiente asistió como viuda compungida al sepelio de su marido asesinado. Yo por mi parte recogí la Star de 9mm de la comisaría y volví a meterla en el doble fondo de la mesilla. No fui al entierro de mi ex comisario, no me hacía falta volver a ver a mis ex compañeros y aún menos al impresentable y nulidad personificada, del inspector Albillo. Me acerqué a la oficina, miré la licencia de Gerardo y le di un abrazo, con un bienvenido socio. Recogí el expediente de búsqueda de una joven de 24 años que abandonó el país a resultas de una presunta boda preparada con un magnate extranjero. Un buen encargo de sus padres que me llevaría a Londres, Paris, Nueva York y Rio de Janeiro. Solo una noticia aparecía en los periódicos digitales: La policía carece de pistas del asesino del comisario Calpe, que ha sido enterrado hoy. Al sepelio asistió su dolida esposa Gloria Rizzoli así como altos cargos del Cuerpo Nacional de Policía y compañeros de su comisaría.
Nueve días después volaba desde Nueva York a Rio de Janeiro. Envié la información a Gerardo por correo encriptado, así como algunas fotos que conseguí de la joven buscada. Tenía reserva en un hotel pequeño y apartado del bullicio de las playas, coqueto, rodeado de árboles, flores y plantas. Una ducha reparadora y después a la terraza junto a la piscina a saborear una caipirinha de Cachaza. Pedía la segunda cuando una esbelta joven de cabello castaño y ojos marrones embutida en un bikini morado, tomaba asiento en una tumbona frente a mí. Levanté mi vaso ofreciéndoselo. Sonrió y con una mano hizo un ademán invitándome a su lado. Lo hice. Se levantó y me rodeó con sus brazos, yo hice lo propio. Nos besamos y unidos por las manos nos sentamos.
—Has tardado mucho cariño.
—No tuve más remedio, una búsqueda de la agencia me retrasó en Londres, Paris y Nueva York.
—¿Todo bien?
—Perfecto. Tuvimos suerte cuando Albillo se hizo cargo de la investigación. No conocía mis gustos. Ya me conoces, siempre compro dos pantalones iguales, dos camisas iguales, dos pares de zapatos iguales, dos pistolas iguales. Solo tuve que sustituir el cañón con el que disparaste la bala que mató a tu marido y poner el otro, borrar tus huellas, poner las mías y después deshacerme de él como del resto de la pistola en uno de mis paseos nocturnos. Ahora descansa en el río que nunca dragan. Luego la escondí para que la encontraran. Sabía que me observaban, como al comisario, y las razones de hacerlo, sospechaban podría ser su cómplice. Nos veíamos con frecuencia después de que yo dejara el cuerpo. Por eso te dije que cuando sonaran las cuatro de la madrugada debías proceder para encontrarnos en mi paseo. Lo hiciste bien. Lo que te dije, Albillo es un inútil, como todos los diletantes que aspiran a subir pisando a los demás, carecen de profesionalidad.
—Gracias amor mío. Volvemos a estar juntos sin problemas. Tus miradas y las mías hicieron que él comenzara a sospechar, menos mal que me diste instrucciones, no sé qué habría sido de mi sin tu ayuda. Nunca te lo dije, pero me enamoré de ti el día en que me casé con él. Estabas muy guapo con esa pajarita granate al cuello. Estuve a punto de decir no cuando me preguntaron.
—Yo también tuve ese flechazo. Desde entonces, no dejé de pensar en ti y solo me atreví a decírtelo el día en que me invitó el comisario Calpe a almorzar en vuestra casa. El resto creo que lo recuerdas perfectamente.
—¿Qué haremos a partir de ahora?
—Lo primero ir vendiendo los diamantes, compraremos una casa, con aire acondicionado, y después vivir. Allí en España, ya está todo arreglado, Gerardo está de acuerdo en abrir una sucursal en Rio. Tu familia sigue en Italia, iras a verla algún día, si quieres.
—Cariño, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—¿Tienes otra Gloria esperando en algún sitio?
© Anxo do Rego. Abril 2023. Todos los derechos reservados.
Este relato pide a gritos transformarse en novela.