El balanceo del Alacrán, de Eduardo Fernán-López Malatesta

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Hay novelas negras que nacen de un crimen; otras, de una atmósfera. El balanceo del alacrán, de Eduardo Fernán-López Malatesta, parece apostar por lo segundo sin renunciar a lo primero: la intriga policial funciona como mecanismo de avance, pero el núcleo emocional se instala en un paisaje moral y climático. Un naufragio reciente —un pesquero hundido frente a Canadá con veinticuatro tripulantes y solo dos supervivientes— activa una memoria colectiva que, según sugiere la propia presentación, en Galicia no se ha cerrado. El texto no propone un enigma abstracto, sino una investigación que nace donde la realidad ha dejado una herida. Esa decisión tiene consecuencias: obliga a la novela a dialogar con el duelo social, con la responsabilidad empresarial y con la dificultad —también muy contemporánea— de convertir una catástrofe en relato sin convertirla, a la vez, en espectáculo.

El arranque sitúa el foco en el juicio destinado a esclarecer las causas del hundimiento del Alacrán. El procedimiento judicial, en la tradición del noir, no es solo marco: es un escenario de tensiones, un lugar donde el lenguaje compite por imponer una versión de los hechos. Y en ese punto irrumpe el doble asesinato: Raúl Barros, presidente del conglomerado propietario del pesquero, aparece muerto junto a su hija, con la que llevaba tiempo distanciado. El dispositivo dramático es nítido: la novela desplaza el centro de gravedad desde el mar —la tragedia de la tripulación— hacia tierra firme —el poder corporativo y sus guerras internas—, y desde allí vuelve a irradiar hacia atrás, hacia aquello que “se remonta mucho tiempo atrás”. No se investiga solo un crimen presente, sino la sedimentación de decisiones y silencios.

Esta arquitectura es, quizá, el primer acierto planteado por el resumen: en vez de entender el naufragio como prólogo ornamental, lo convierte en origen estructural de la violencia posterior. La muerte no es un accidente inicial y luego un decorado; es un hecho que reorganiza el campo de fuerzas. Si el Alacrán se hunde, no se hunde solo un barco: se hunde un equilibrio de responsabilidades, se agrietan alianzas, se abren grietas en la legitimidad del mando. De ahí el título, que admite lectura simbólica: el “balanceo” no es únicamente el movimiento del mar, sino la oscilación inestable de una comunidad entre la versión oficial y la sospecha, entre la necesidad de pasar página y la obligación de mirar de frente.

A partir del doble crimen, el resumen anuncia “un complicado entramado corporativo” en el que la junta directiva de la naviera gallega pugna por el control de la compañía. Esta deriva corporativa sitúa la novela en una línea fértil de la narrativa criminal española reciente: la que entiende el delito como síntoma de estructuras (empresa, institución, familia) y no como anomalía individual. No es casual que el crimen toque al vértice del poder empresarial: el noir, cuando funciona, no se limita a describir la marginalidad, sino que interroga la respetabilidad. La pregunta implícita no es solo quién mató a Barros y a su hija, sino qué intereses hacen necesario que mueran. En este tipo de tramas, el móvil rara vez es sentimental: suele tener la forma fría de una firma, de un consejo de administración, de un archivo que no debía abrirse.

La ambientación en Vigo y en la costa norte —con la promesa de un “Vigo fantasmal”— apunta a otro elemento clave: la ciudad como dispositivo de lectura. No hablamos aquí de postal ni de costumbrismo, sino de atmósfera: una forma de narrar en la que el espacio impone ritmo y tono. Vigo, con su condición portuaria, su relación con el mar y su economía conectada a rutas, empresas y opacidades, permite un cruce natural entre lo cotidiano y lo transnacional: un naufragio en Canadá reverbera en una ciudad gallega, y esa reverberación se convierte en materia narrativa. En la novela negra española, esta apuesta por el lugar ha dado libros muy distintos (y no siempre compatibles): desde el policial de respiración humana hasta el thriller de paisaje. Aquí se anuncia una voluntad “atmosférica”, etiqueta que conviene tomar en serio: cuando la atmósfera está lograda, no decora; condiciona la ética. Un espacio brumoso, húmedo, nocturno, no solo produce imágenes: sugiere modos de ocultación, hábitos de silencio, formas de vivir con lo que no se cuenta.

En el centro de la investigación aparecen el inspector Tristán Negreira y la subinspectora Virginia Almada, ambos del Grupo de Homicidios de la Policía Nacional de Vigo. El dúo investigador, clásico en el género, permite dos ventajas: contraste de método y contraste de mirada. Sin disponer de más información, no es posible valorar la originalidad psicológica de los personajes o la calidad de los diálogos, pero el planteamiento abre una expectativa: que la investigación sea también un modo de recorrer capas de la ciudad y de la empresa, y que la dupla funcione como antena moral en medio de un entramado donde casi todos tienen algo que ganar. En el noir contemporáneo, el investigador no es un héroe; es un instrumento limitado: ve lo que le dejan ver, llega donde alcanza la ley, y carga con la sospecha de que la verdad completa quizá no sea administrable.

Hay, además, un riesgo específico en la conexión con un “hecho real”: el de parasitar la emoción de un suceso trágico. La novela negra ha utilizado desde siempre la realidad como cantera, pero el uso es ético y estético a la vez. Ético, porque no todo dolor es material narrativo intercambiable; estético, porque la realidad no garantiza intensidad literaria. La presentación afirma que el suceso “en la sociedad gallega sigue muy presente”: si la novela está a la altura de esa frase, debería evitar dos tentaciones: la del sentimentalismo (usar la tragedia como atajo emotivo) y la del expediente (reducirla a un dato de contexto para legitimar el thriller). La vía exigente consiste en asumir que el naufragio no es solo un origen, sino una pregunta: ¿qué se hace con los muertos cuando entran en el circuito de intereses? ¿Quién habla por ellos? ¿Qué parte de la verdad se negocia en un consejo de administración?

También la presencia de la hija asesinada introduce un pliegue íntimo que puede enriquecer la lectura: el conflicto generacional y el corte familiar como metáfora de un poder que no se reproduce sin fracturas. Que padre e hija “hacía tiempo que no se hablaban” no es un detalle neutro: abre la posibilidad de que la empresa y la familia no sean ámbitos separados, sino vasos comunicantes. En muchas narrativas criminales el clan familiar es la primera institución; aquí podría funcionar como espejo del conglomerado empresarial: jerarquías, lealtades, silencios, herencias, castigos.

Si algo sugiere el conjunto es una novela que pretende tensar dos tradiciones: el procedimiento policial (con su atención al detalle, al interrogatorio, a la prueba) y el thriller de atmósfera (con su énfasis en el clima moral y en la sugestión). La combinación puede ser muy productiva si la prosa sostiene el pulso: si la atmósfera no diluye el rigor del caso y si el caso no aplasta la respiración del lugar. No puedo afirmar cómo resuelve Fernán-López Malatesta ese equilibrio, pero el planteamiento —naufragio, juicio, crimen, guerra corporativa, memoria larga— ofrece un campo de juego ambicioso. En el mejor de los casos, El balanceo del alacrán no solo contará “qué pasó”, sino que hará visible algo más incómodo: cómo se fabrica una explicación aceptable cuando la verdad amenaza intereses, reputaciones y la tranquilidad colectiva.

En tiempos de sobreproducción de intrigas, una novela negra se justifica cuando logra que el crimen deje de ser un artefacto y se convierta en una forma de lectura del presente. Aquí el presente tiene nombre de costa, de empresa y de mar. Y el mar, en Galicia, no es metáfora: es economía, duelo y memoria. Si la novela acierta, el lector terminará con la sensación de que el balanceo continúa incluso después de cerrar el libro: no como efecto de suspense, sino como persistencia de una pregunta que no se deja archivar.

Nota crítica reflexiva a título de resumen

El balanceo del alacrán resulta especialmente atendible por tres razones. Primero, por su modo de articular lo criminal con lo estructural: el crimen no aparece como excentricidad psicológica, sino como consecuencia plausible de una cadena de responsabilidades donde empresa, justicia y reputación se disputan el relato. Segundo, por la elección de un conflicto contemporáneo —la industria pesquera, el naufragio, el eco social del desastre— que permite leer la intriga como comentario sobre la gestión del duelo y la impunidad: qué se esclarece, qué se negocia y qué se silencia cuando hay poder en juego. Y tercero, por su apuesta atmosférica: Vigo y la costa no funcionan como decorado, sino como clima moral, un espacio que intensifica la sensación de amenaza y de opacidad. En conjunto, la novela se sostiene en esa tensión fértil entre procedimiento policial y tragedia colectiva, evitando —si cumple lo que promete su planteamiento— la mera mecánica del enigma para proponer una inquietud más persistente: la de una verdad siempre condicionada por intereses.

© Anxo do Rego para Ventana de Ensayo Crítico

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Narrador. Fundador, director y editor de la extinta editorial PG Ediciones. Actualmente asesora y colabora en las editoriales: Editorial Skytale y Aldo Ediciones, del Grupo Editorial Regina Exlibris. Director y redactor del diario cultural Hojas Sueltas. Fundador en 2014 de una de las primeras revistas digitales del género negro y policial «Solo Novela Negra». Participa en numerosas instituciones culturales. Su narrativa se sustenta principalmente en la novela policíaca con dieciséis títulos del comisario del CNP, Roberto H.C. como protagonista, aunque realiza incursiones en otros géneros literarios, tales como la ficción histórica, ciencia ficción, suspense y sentimentales. Mantiene su creatividad literaria con novelas, relatos, artículos, reseñas literarias y ensayos.

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