Escribir es una forma de pensar, pero también una forma de exponerse. A menudo se ha descrito la creación literaria como un territorio intermedio entre la precisión del oficio y la osadía del impulso. En ese espacio habita el escritor: entre la necesidad de dominar la técnica y el imperativo, casi ético, de arriesgarse. ¿Dónde está el equilibrio? ¿Puede haber literatura sin riesgo? ¿Es suficiente la pericia formal? ¿Puede sostenerse el talento sin el andamiaje del trabajo constante?
La escritura literaria es una disciplina, pero también es una aventura. No basta con escribir bien. A veces, ni siquiera basta con tener algo que decir. La literatura exige, además, una toma de postura: la decisión de enfrentarse a lo que no se sabe escribir, de decir lo que no se sabe aún cómo decir. En este artículo abordaremos ese difícil equilibrio entre técnica y riesgo, tratando de esclarecer —o al menos trazar— el espacio donde conviven la forma y la ruptura, el dominio del lenguaje y su cuestionamiento.
Toda práctica artística implica una técnica. Incluso aquellas formas que aparentan espontaneidad —el trazo suelto, la palabra desmedida, la estructura fragmentaria— responden, en la mayoría de los casos, a una voluntad consciente y a un aprendizaje prolongado. La literatura no es ajena a esta lógica: escribir requiere un conocimiento profundo de la lengua, un oído para el ritmo, una capacidad de estructuración que no siempre es visible pero que sostiene el texto desde dentro.
Autores como Juan Benet o Carmen Martín Gaite no llegaron a sus formas singulares por accidente. En ambos casos, la maduración estilística fue fruto de una búsqueda sostenida, de una lectura atenta, de un proceso de pulido que puede durar años. A menudo, la técnica se confunde con el estilo, pero no son lo mismo. La técnica es el conjunto de herramientas; el estilo, su aplicación personal y específica. Es decir, la técnica se aprende, el estilo se conquista. Hay quienes defienden la idea romántica de la escritura como revelación. Pero incluso en la escritura automática de los surrealistas, o en las derivas más experimentales de la vanguardia, hay una técnica que subyace. No es posible romper las normas si no se conocen. Como sugiere Andrés Neuman en varios de sus textos, primero se aprende a tocar la partitura; luego, si acaso, se puede improvisar.
La técnica protege. Permite no depender exclusivamente de la inspiración. Proporciona mecanismos para ordenar la incertidumbre, para trabajar incluso en los días estériles. Pero también corre el riesgo de volverse una coraza. Un refugio. Un lugar donde esconderse del vértigo que implica escribir de verdad. ¿Qué entendemos por riesgo en literatura? No se trata, evidentemente, de peligros físicos ni de transgresiones arbitrarias. El riesgo literario tiene que ver con la exposición, con la incomodidad, con la voluntad de adentrarse en territorios inexplorados o incómodos. Escribir desde el riesgo implica abrir la escritura a lo incierto, dejar que algo se escape del control.
El riesgo puede ser temático, formal o incluso personal. Es arriesgado escribir sobre lo que se ignora, sobre lo que no se ha vivido, sobre lo que duele o incomoda. Es arriesgado —y a menudo necesario— enfrentarse al lugar común, evitar el efecto fácil, desobedecer las modas estilísticas. Es arriesgado buscar una voz propia, sabiendo que puede no gustar, que puede no encajar, que puede incluso fracasar. Este riesgo es, sin embargo, lo que da vida al texto. Un escritor que solo se apoya en lo que sabe hacer tiende a repetirse. La literatura más vital, la que permanece, suele ser aquella que nace del desajuste, del error, de una cierta forma de valentía. No de la temeridad, sino de la honestidad con uno mismo.
En este sentido, resulta iluminadora la distinción que sostiene Enrique Vila-Matas en sus obras, entre el escritor que «sabe» y el que «explora». El primero reproduce lo aprendido; el segundo se lanza a escribir lo que aún no sabe cómo se escribe. Lo literario, sostiene, nace de esa tensión entre el conocimiento y la intemperie. Si la técnica es el esqueleto y el riesgo el músculo, la escritura necesita de ambos para sostenerse. El problema es que no siempre conviven en armonía. Hay momentos en que el dominio técnico aplasta el impulso creativo. Y otros en que la pulsión expresiva desborda la forma y cae en el caos. El equilibrio entre ambos no es estable. Se conquista y se pierde constantemente. Cada nuevo proyecto literario exige reordenar las piezas, volver a hacerse preguntas. A veces conviene ceder más a la forma; otras, al riesgo. El escritor —como un equilibrista sobre la cuerda— debe aprender a desplazarse entre ambos extremos sin perder el sentido.
Muchos escritores hablan de un momento en que la escritura «se abre». Un punto en el que algo se libera, donde el texto empieza a escribir al autor, y no al revés. Ese momento es irrepetible, y suele llegar tras muchas páginas de esfuerzo. No puede planearse, pero se facilita desde la técnica. Y cuando llega, casi siempre implica un riesgo: el de salirse del plan, de abandonar la estructura prevista, de escuchar una voz nueva que no estaba prevista.
En los talleres de escritura se enseña técnica. Se corrigen errores, se analizan estructuras, se exploran recursos. Todo ello es necesario. Pero, ¿puede enseñarse el riesgo? ¿Puede fomentarse esa pulsión que lleva a escribir lo que aún no existe? Hay docentes que lo intentan. Que plantean ejercicios donde se desestabiliza la seguridad del alumno, que fuerzan a abandonar la zona de confort. En España, en entrevistas y artículos, Eloy Tizón ha defendido la idea de que la literatura nace precisamente cuando se desobedece lo aprendido, como puede intuirse en su libro de relatos Técnicas de iluminación. — insiste en que el estilo se forja en el momento de mayor incertidumbre. Esto no significa despreciar la técnica, sino ponerla al servicio de algo más. La técnica como soporte, no como fin. Un escritor que domina el lenguaje y se atreve a ponerlo en crisis está mucho más cerca de la literatura que aquel que se limita a demostrar su pericia.
Al repasar la literatura española reciente encontramos múltiples ejemplos de ese difícil equilibrio. El caso de Javier Marías es paradigmático: un autor con un dominio absoluto de la sintaxis, capaz de construir frases laberínticas sin perder la claridad. Pero también alguien que se arriesga en el tono, que se permite digresiones prolongadas, que rompe el tempo narrativo para explorar los pliegues del pensamiento. En otra dirección, pero con igual intensidad, podríamos mencionar a Sara Mesa. Su prosa aparentemente sencilla esconde una complejidad ética y estructural notable. Mesa arriesga al elegir temas incómodos, al adoptar puntos de vista problemáticos, al no ofrecer respuestas claras. Su escritura está cargada de tensión: entre lo dicho y lo callado, entre lo que se muestra y lo que se oculta. Incluso en géneros más híbridos, como el ensayo literario, encontramos ese juego constante entre control y exploración. Valga como muestra el trabajo de Remedios Zafra, que articula un discurso preciso, casi quirúrgico, pero cargado de implicación personal, de riesgo discursivo y afectivo. Lo mismo podría decirse de la obra de Irene Vallejo, que logra combinar una erudición apabullante con un tono íntimo, sensible, donde se percibe siempre el temblor de quien se arriesga a contar desde dentro.
La técnica es imprescindible, pero insuficiente. El riesgo es necesario, pero no puede sostenerse sin forma. La práctica literaria exige una tensión constante entre ambos elementos. No se trata de buscar un equilibrio perfecto —tal vez ni siquiera exista—, sino de aceptar que el camino de la escritura pasa por ese vaivén. Escribir es, en última instancia, exponerse. Mostrar una vulnerabilidad. Asumir el riesgo de no gustar, de no ser comprendido, de fracasar. Pero también es asumir el reto de decir algo verdadero, de escribir más allá de uno mismo, de abrir un espacio para el otro. En tiempos donde la sobreproducción textual y la exigencia de visibilidad constante amenazan con vaciar la escritura de sentido, recordar esta dimensión de riesgo puede ser una forma de resistencia. Frente al texto correcto, el texto necesario. Frente al dominio técnico, la pregunta aún sin respuesta. Frente a la repetición, la búsqueda.
El verdadero arte de escribir no consiste solo en hacerlo bien. Consiste, sobre todo, en atreverse a hacerlo de verdad.
REDACCIÓN: Punto y Seguido



