El agua sería el primer líquido que se le pasa a uno por la cabeza al hablar de la sed. Otra cosa es que, como en el caso del Quijote, no abundara por los caminos de la
estepa manchega, más allá de las lagunas de Ruidera y los arroyos claros de Sierra Morena. Poca agua bebía el caballero andante y menos aún su escudero, Sancho Panza. ¿Eran inmunes a la sed bajo los tórridos calores de la Mancha en verano? Las alusiones a este fenómeno fisiológico son escasas y cuando Sancho bebía, sacaba la bota de vino y no perdía el tiempo en buscar un arroyo o una fuente por espaciosa que fuera la floresta donde descansaban. No hay más que recordar, tras la aventura de los encamisados, cuando se retiran a cenar y se encuentran con la desgracia -para Sancho, la peor de todas-, de la falta de vino que beber. Esto, en el campo, que en las ciudades era aún peor, pues el agua podía ser transmisora de graves enfermedades. De ahí, el poco aprecio que se le tenía.

La cerveza, introducida en la península por el emperador Carlos V, era poco común y brebaje de extranjeros. De otros licores que conocemos hoy, nada de nada. El vino era la bebida habitual y una parte básica de la dieta, incluidos los niños, con quienes tenían pocos miramientos en este tema. Sería difícil establecer cálculos del vino que se bebía en aquel tiempo, pero algunos se han atrevido a cuantificarlo y hablan de litro por barba y día. Hay que tener en cuenta que con frecuencia lo rebajaban con agua o con miel y especias para facilitar su bebida, que tal como lo elaboraban, debía ser bastante astringente y dejaba la boca seca y pastosa.
El vino aparece con frecuencia en el Quijote. Hay quien se ha entretenido en contarlo y hablan de 43 menciones, con especial hincapié en la aventura del acuchillamiento de los cueros y en las bodas de Camacho, donde había odres de vino para acompañar al espectáculo culinario que prometían.

Cuando don Quijote en su loca ensoñación clava la espada en los gigantes que luego devinieron en pellejos de vino y la sangre en el delicioso líquido, nada me extraña que Sancho se agarrara a la histeria de los gigantes y los encantamientos porque debía ser muy dura la realidad del vino corriendo por el suelo y sin poder catarlo y trasegarlo a su estómago. ¡Qué tragedia! ¿Cómo enfrentarse a semejante desastre sin caer en una depresión? La única solución, volverse loco.
El vino valía, incluso, como medicina y don Quijote, siguiendo la receta de Fierabrás, lo mezclaba con aceite, sal y romero como remedio universal y cura milagrosa para todo tipo de heridas. El vino es prácticamente la única bebida que se nombra en el Quijote, pues el propio autor tenía fama de buen catador, o mojón, como se decía entonces. Y, casualidad o no, fue a parar al lugar ideal al casarse con Catalina de Salazar, a Esquivias, en Toledo, lugar afamado por los mejores y más delicados caldos. Tanto, que un decreto real de 1530, lo reservaba para la Casa Real, la nobleza y para enfermos y parturientas con receta médica.
Entre todas las referencias leídas en el Quijote, ninguna como la de Sancho sentado en el suelo, las piernas estiradas y habiendo dado cuenta ya de las viandas, pega un trago largo a la bota, se restriega los labios con el dorso de la mano y mientras se relame como si degustara esencia solo reservada para alguna divinidad, proclama al mundo las virtudes de ese vino: ¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!
© Antonio Tejedor



