MARI
por Carmen Bedmar
-De cintura ochenta y seis, cadera cien, veo que has adelgazado, y de largo ya sabemos… que no se vean las rodillas.
Se oye por tercera vez el timbre de la puerta.
-Por favor, ¿podéis abrir alguna? –Pregunta Mari.
-Es Isabel –le dice una voz femenina desde el pasillo.
-Sí que pase a la salita –dijo mientras seguía atendiendo a Marisa-. Bueno, como te dije aquí te haré un suave drapeado, ya sabes, para disimular la tripa, y subir el escote un poco, ¡qué ganas de estropearlo!, solo porque a tu marido no le gusta.
-¡Un poco bastante! Como de ahí ando bien servida no quiero jaleos si alguien mira cuando me salude. La última vez fue terrible.
-Dile a tu marido que con el calor los escotes encojen. A este vestido de fiesta le pega uno hasta el canalillo, ¡que eres joven, qué caramba!
-Te lo dejaría un rato, solo para que me entendieras.
-Mejor no, me da alergia con oírte.
-¡Mari, dice Rosa que hoy tiene prisa! –le indica la misma voz femenina de antes.
-Que pase al comedor y se ponga el traje de chaqueta.
-¿Entonces, para cuando lo recojo?
-Si el jueves vienes a la segunda prueba, el sábado lo tienes listo – Mari sale del probador dirección a la cocina.
-A ver guapas, vais a llevaros dos patrones cada una, tienen vuestros nombres. Los quiero listos para la primera prueba pasado mañana a primera hora.
El teléfono suena y ella misma lo atiende.
-Sí Margarita, ya lo tienes aquí, ven a las cinco. Hasta luego.
También despide a Pilar, Lourdes y Maite, las tres mujeres que la ayudan con la costura. Y de la cocina pasa al comedor donde ya está lista Rosa.
-Rosa, disculpa…
-Sí ya veo, tú como siempre.
-El traje te queda que ni pintado, no hay que tocarle a nada.
-Y sin embargo, hay algo que no me termina de convencer.
-No lo dudes, es el color. El tono berenjena es bonito, pero no en este tan oscuro.
-Hija, es el que a él le gustaba.
-Pues maquíllate bastante cuando te lo pongas; ya sabes, un rojo fuerte en los labios, colorete aquí y aquí –Mari le iba indicando las distintas zonas de la cara a la clienta con los ojos verdes más maravillosos que había visto en su vida, pero enmarcados por ojeras casi del color del traje aunque, ¡qué más da el tono!, ahí todos estaban pasados de moda, es lo que solía decir ella cuando las clientas se quejaban por tenerlas.
-¡Uh, maquillarme, qué disparate estás diciendo¡A él le gusta lo natural.
-Entonces que tampoco él se afeite, ni se ponga colonia, ni se peine, ¿cómo crees que quedaría el rey de la casa?
-Un oso, ya te lo digo yo. Mira, bájame un poco más el largo.
-Rosa, hace casi un siglo que enseñamos tobillos ¡A ver si nos modernizamos!
-No seas exagerada, te he dicho un poco.
Cuando la clienta se quitó la falda Mary se la pide, se sienta y allí mismo enhebra una aguja, retira los hilos, sobre la marca añade un largo de tres centímetros que sujeta con alfileres muy juntos y cose el nuevo dobladillo. En menos de diez minutos le entrega envueltas las dos piezas.
-Qué rápida eres, si apenas me ha dado tiempo a cambiarme; lo que pasa es que hasta la semana que viene no te lo puedo pagar.
-Por eso ya sabes, no te preocupes –abre una libreta y la anota, haciendo el número ocho de esa quincena.
El teléfono vuelve a sonar; antes de despedir a Rosa contesta.
-Hola Guadalupe, sí esta noche me acerco a tomarle las medidas a Helena. Llevaré los figurines de vestidos de novia que le gustaron; hay uno de encaje que es de locura, hasta a ti te va a encantar. Un abrazo.
Pelo castaño, rizado, corto, las cejas bien definidas, los ojos negros almendrados y tan risueños como la boca, su talle era alto, la cintura estrecha, de cadera generosa y la estatura… perfecta, sobresalía de la media. Así era Mari y parte de su mundo, cuando yo la conocí a sus dieciocho años. La casa, un hervidero de mujeres que llevaban sobrehiladas sus circunstancias, pero por muy apretada que estuviera la hebra, para disimularla, afloraban cuando extendían, sobre la mesa, las telas y los modelos que decían haber elegido ellas mismas, aunque rara vez era cierto, en el fondo la opinión de los maridos, de madres y de amigas, se habían adherido a su piel quedando así escondida su personalidad entre la urdimbre del convencionalismo, de las apariencias y del qué dirán.
Mari era distinta. Su carácter alegre, decidido y emprendedor no le permitió que nadie decidiera por ella. En la vida se manejaba igual de segura que con las tijeras a la hora de cortar tela o papel cebolla. Un día, observándola, intuí que desde niña había diseñado su vida de adulta, una vida que ahora le sentaba como un guante una vez superada las fiebres de la adolescencia.
Al salir Rosa se cruzó con la madre, doña María, quien entraba en la casa, ¿contenta?, no, ¡contentísima!
-¡Ay, Mari! ¿A qué no sabes quién te envía una postal? –dijo emocionada ignorando que su hija estaba en el probador con Isabel.
A doña María le encantaba Alberto; el joven que le había escrito y al que Mary consideraba sólo un gran amigo, sin embargo, para ella todas las cualidades que pedía en un hombre las tenía él. Su admiración por los logros de la joven, los deseos en complacerla hasta en sus negativas, los regalos, salas de fiesta… todo le hacía sentir que era el yerno perfecto que la amaría con locura; pero lo que no sabía aún es que carecía de los ojos claros, la delgadez, la exagerada estatura y el carácter envolvente de Felipe, quien ya no era ni tan joven, ni moreno, ni abogado, ni comprensivo ni, ni, ni… y vivía aún con su madre. Así era el que había elegido la modista como compañero. Varias discusiones presencié entre las dos mujeres a causa de sus desacuerdos sobre el novio ideal. Pero cuando el amor se queda prendido con siete costuras en el corazón, no entran razonamientos.
Un día ya harta, y dado su carácter independiente, cortó por el medio, quedando embarazada antes que casada y se casó antes de que se le notara el embarazo. Lo que viene a ser en la vida un “jaque mate”.
¡Qué feliz estaba Mary! Se compró un piso con dos puertas: la principal y la de servicio, cinco habitaciones, en la cocina un gran office, todo exterior con hermosas vistas y cargado en su totalidad a su cuenta corriente, igual que el taxi y la licencia que en los años sesenta fueron unos ocho millones de las antiguas pesetas. Pero cuando hay amor todo es coser y cantar, porque así era su vida con un negocio que creció como la espuma, y en pocos años, a las letras de cambio de las deudas contraídas se añadieron los colegios de tres niños, las máquinas industriales que tuvo que comprar, como las cuatro Singer, la remalladora, la plancha de alta tecnología y los complementos y utensilios, propios de una mercería, guardados en distintas cajas para evitar salidas absurdas. Y sin contar los sobornos que debió pagar a sus vecinas para que soportaran el ruido de su pequeña industria que no la tenía en su totalidad declarada, pero ese soborno casi no cuenta porque siempre eran vestidos de sus últimos diseños confeccionados en “tiempo libre”. Se puede decir que la casa quedó prácticamente tomada por la costura, y su vida matrimonial, cogida entre alfileres.
Aquel hombre resultó ser un auténtico zángano de colmena, trabajaba solo por las tardes y no jornada completa, el resto del día o dormía o no estaba, aunque estuviera y los fines de semana, según él, eran para descansar dentro de casa y curiosamente se encerraba para seguir “sin estar”. La vida de Mary cada vez más austera, más ignorada, más sola y autónoma puesto que las decisiones, siempre era ella quien las tomaba y quien las pagaba.
Comenzó a sospechar de la fidelidad del marido y pasado unos meses de exhaustiva vigilancia tuvo que reconocer que, efectivamente, él tenía otro amor uno que ya existía cuando se casaron, pero que ella quiso ignorar; un amor a sí mismo tan alentado y enriquecido por doña Rosario, la madre de Felipe, que apenas le cabía dentro del ego, ese que se encaprichaba de las buenas marcas, como del mercedes que sustituyó al taxi anterior porque ya tenía siete años, o alguna que otra timba de póquer donde una mala racha la tenía casi siempre.
Y sucedió lo irremediable, la espalda de Mary se destrozó, hasta tal extremo que terminó como la de Frida Kahlo, atornillada de arriba abajo y su piel cosida como lo estaba su amor por un príncipe que muy pronto se le convirtió en sapo, de ojos azules pero un sapo.
Yo dejé Madrid y lo que supe después de ella es, que se separó tras un largo, costoso y doloroso proceso donde debió vender su reino para pagarle la parte proporcional de las ganancias obtenidas en los años de matrimonio ya que, según la ley, Felipe como cónyuge tenía todo el derecho a disfrutarlas. Por suerte Mary pudo comprarse una casita cómoda unida a un pequeño jardín para que pudiera desplazarse fácilmente en su silla de ruedas que de vez en cuando debía utilizar, y sin tocar una aguja bajo prescripción médica.
Nota: Felipe nunca fue hermoso.
© Carmen Bedmar Díaz. Marzo 2023. Todos los derechos registrados
Carmen, te felicito por el relato y por el retrato que haces de personajes y de una época que parece pasada, pero siguen presentes muchos de los problemas de entonces. Abrazos.