OBSESIÓN
—Clemente Roibás
—> Rosa miró el reloj por sexta vez en la última hora. El programa de radio que hacía todas las noches de una a tres de la madrugada solía tener buena audiencia, participativa y fiel, pero no esa noche. No sabía si sería porque era mitad de agosto y la gente estaba de vacaciones o porque simplemente era una noche gris. Resignada miró otra vez para el reloj que colgaba de la pared y para su compañero de sonido, faltaban treinta minutos y nadie llamaba. Para llenar ese vacío ponían música variada, un poco de ahora un poco de antes, pero Rosa se aburría enormemente. Para alguien tan activa como ella esa situación era tediosa y decepcionante.
De pronto entró una y lo cambió todo. Fue una llamada distinta a todas las que había tenido antes, una llamada… de muerte.
—Buenas noches. ¿Quieres compartir con el programa tus experiencias? —preguntó animada— O tal vez tengas alguna pregunta que hacernos, una confidencia, un deseo… cualquier cosa será bienvenida en “Hablando en la noche”.
—Tienes una hermosa voz, Rosa —dijo un hombre al otro lado del teléfono. La voz era profunda, fuerte, segura de sí misma.
—Gracias. Empezamos bien, un halago. Dime, amigo, ¿qué quieres contarnos?
—La cosa no funciona así, preciosa. Yo hago las preguntas y tú respondes.
Ella se sorprendió. Ese hombre quería saltarse las normas del programa y no le gustaba el tono con el que le estaba hablando.
—A ver, querido oyente. El programa tiene unas reglas. Tú eres el que tienes que responder a nuestras preguntas no al contrario. Puedes contarnos lo que quieras, compartirlo con todos nuestros oyentes, que como sabrás son muchos, pero luego soy yo la que pregunta. Así funciona, lo entiendes, verdad.
—Escúchame bien, preciosa… —el hombre no pudo continuar ya que ella le interrumpió.
—Rosa, me llamo Rosa. Gracias por el halago, pero es del todo innecesario. Ciñámonos a las normas del programa, por favor, y guardemos un respeto adecuado o tendré que pasar a otra llamada.
—Yo no lo haría, preciosa —la voz sonó fuerte y clara— Salvo que no te importe la vida de tu hija.
Rosa palideció al oír esa última palabra. Su compañero de sonido la miró a través del cristal preocupado. Ella intentó mantener la calma.
—Me parece de muy mal gusto nombrar a personas que no están en antena y más a familiares. Un respeto, por favor, o pasaré a otra llamada. No volveré a repetirlo.
— ¿En serio? ¿Vas a arriesgar la vida de tu hija, así, de esta manera?
Rosa comenzó a ponerse nerviosa. Le hizo señas a su compañero para que llamase a su casa mientras ella entretenía a ese hombre. No sabía si tenía al otro lado del teléfono a un demente o a un idiota con ansias de protagonismo, deseó con toda su alma que se tratara de la segunda opción.
—Está bien, ¿cómo quieres que te llame? Porque tendrás un nombre, digo yo.
—Puedes llamarme “mi señor”, sí, me parece adecuado teniendo en cuenta que está en mis manos la vida de tu hija. Por cierto, es muy bonita, está claro que se parece a la madre.
Rosa no sabía si era un farol o realmente tenía en su poder a su pequeña. ¡Por Dios, solo tiene ocho años!, pensó muy preocupada. Su compañero le hizo señas de que nadie contestaba al teléfono, mal asunto. Su madre tenía el oído muy fino, además, solía oírla todas las noches… un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
—Si es cierto que tienes a mi hija quiero oírla. Necesito saber que está bien.
—“Mi señor”.
— ¿Cómo?
—Quiero que me llames “mi señor” cada vez que te dirijas a mí, no volveré a repetirlo.
Ella no sabía si llorar o gritar. La situación se le estaba yendo de las manos.
—“Mi señor” necesito oír la voz de mi hija para saber que está bien —dijo intentando mantener la calma.
— ¡Mamá, mamá… tengo miedo! —la voz de la pequeña sonó alta y clara.
Rosa sintió como se le encogía el corazón. ¡Era ella! ¡Era ella!
— ¡Por Dios, no le hagas daño! Por favor, por favor —rogó intentando aguantar las lágrimas.
—Bien, ahora que tengo toda tu atención voy a decirte lo que haremos. Jugaremos a un juego. Te haré tres preguntas, si las contestas bien dejaré que tu hija viva sino… bueno, sería una pena. Parece encantadora.
Las lágrimas comenzaron a correr a mares por su rostro mientras su cabeza intentaba pensar en una solución. Su compañero ya había llamado a la policía, pero no habría hecho falta… algunos eran fieles oyentes de su programa y estaban al tanto de lo que ocurría.
— ¿Estás ahí, preciosa? No tengo mucho tiempo. Quieres jugar o no, tú decides.
Rosa respiró un par de veces antes de contestar, tenía que mantener la calma. Intentaría ganar tiempo para que la policía pudiera localizarlo.
—Sí, claro. Lo que tú digas.
—“Mi señor”.
—“Mi señor” —repitió ella presa de los nervios.
—Bien. Primera pregunta: tus oyentes, que te adoran, seguro que les gustaría saber por qué te dejó tu marido. La verdad, preciosa, te advierto que si me mientes tu hija sufrirá las consecuencias.
—Antes de empezar con tu jueguecito quiero saber qué ha pasado con mi madre… “mi señor”.
—No estás en posición de exigir nada —la voz sonó amenazante.
Rosa sabía que estaba jugando con fuego, pero necesitaba saberlo. Su madre era demasiado importante en su vida, si le había hecho daño…
—Por favor, “mi señor”.
—Está bien, te lo diré ya que estás empezando a comportarte. Está viva, no tienes de que preocuparte. Tiene un golpe en la cabeza, sí, necesitará unos puntos y descanso, pero nada que no se cure en unos días. Es fuerte para su edad, saldrá adelante… o eso espero, ya sabes, no soy médico.
—No sé si eres médico, hijo de… —-Rosa no acabó la frase. No debía enfadarlo, pero su frialdad y su prepotencia la superaban— Si mi madre muere…
— ¿Me estás amenazando? ¿De verdad? —el hombre alzó la voz— Mal hecho, ahora tu hija pagará las consecuencias.
Rosa escuchó como colgaba y su corazón comenzó a latir con fuerza. Se agarró el pecho, temerosa de sufrir un ataque.
—No cuelgues, por favor. No lo hagas —gritó desesperada.
Su compañero le hizo señas de que ya no estaba al otro lado y ella comenzó a llorar presa del miedo y la angustia. Dos policías entraron en ese momento y uno fue a hablar con ella.
—Necesito que se calme. Sé que lo que le estoy pidiendo es difícil, pero tiene que hacerlo. Ese hombre está jugando con usted, pero no lo enfade. No sabemos si se está tirando un farol o realmente pretende hacer lo que dice. Por el bien de su hija mantenga la calma. ¿Lo hará? —la policía la miró fijamente y ella asintió.
—Pero mi hija… si no vuelve a llamar… —las lágrimas apenas la dejaban hablar.
—Lo sé, es cuestión de minutos que localicemos la llamada. La rescataremos, se lo prometo, pero usted tiene que mantener la calma y seguirle el juego.
—Lo haré, si vuelve a llamar.
—Lo hará, ya verá.
Cinco minutos más tarde su compañero la avisó de que ese hombre estaba otra vez al otro lado del teléfono.
— ¿Rosa?
—Perdone. No volverá a pasar, lo prometo. Es que estoy muy nerviosa.
—Mamá, ese hombre me ha pegado. Me duele mucho —la voz de su hija sonó alta y clara.
Rosa se mordió el labio con fuerza para no estallar. Tenía que mantener la calma. La policía le hacía señas de que respirara hondo.
—Esto es un aviso, el próximo será mucho peor —la voz del hombre sonó fría, dura.
—Por favor, no le hagas daño. No volverá a suceder, te lo prometo… “mi señor”.
—Está bien, te daré otra oportunidad. Aún no has contestado a la primera pregunta.
Ella respiró hondo.
—Mi marido nos dejó porque yo era tan egoísta que no pensaba más que en mí y en mi trabajo. Apenas tenía tiempo para mi hija y mucho menos para él. Acabó conociendo a otra y se fue.
Un silencio preocupante se mantuvo durante unos segundos, luego el hombre volvió a hablar.
—Correcto. Sincera y clara. Bien, vamos por la segunda. Esta es una adivinanza y te dejaré un margen de error… digamos un fallo. Ahí va: “sobre la mesa me pusieron, a la mitad me partieron, todo el mundo me sobó, pero nadie fue capaz de comerme. ¿Qué soy?”.
—Espera, repite, por favor. No me has dado tiempo a oírlo todo.
—“Sobre la mesa me pusieron, a la mitad me partieron, todo el mundo me sobó, pero nadie fue capaz de comerme”. Tienes cinco minutos para dar la respuesta correcta o tu hija perderá dos dedos de su mano derecha. Volveré a llamar.
Rosa se tapó la boca mientras las lágrimas volvían a aparecer en sus ojos. Ese hombre era un auténtico demente. Intentó concentrarse mientras su compañero y los dos policías hacían lo mismo.
—Ideas… ideas, por favor —gritó desesperada— Tengo cinco minutos.
—Una barra de pan —apuntó su compañero muy convencido.
—Sí —afirmó el otro policía.
—No —respondió la mujer policía— El pan se puede comer y dijo que nadie fue capaz de comerme. Tiene que ser un mantel. Se dobla, se soba, se pone sobre la mesa… Un mantel, sin duda.
—Es verdad –dijeron los tres.
El teléfono volvió a sonar y Rosa contestó en cuanto oyó su voz.
—Un mantel.
—No. Tienes otra oportunidad o tu hija perderá dos dedos.
— ¡Por Dios! –gritó angustiada— No, por favor. No lo hagas.
—Queda un minuto —respondió el hombre muy tranquilo.
Ella miró para los demás en busca de otra idea, pero todos se miraban desconcertados.
—Una baraja… una baraja —afirmó su compañero de repente.
Rosa miró para ellos y en vista de que nadie tenía otra respuesta lo dijo.
—Una baraja.
Un silencio largo y angustioso se mantuvo durante unos instantes. Rosa temblaba ante la idea de que ese hombre pudiera cumplir su promesa.
—Correcto –respondió, por fin— Bien, preciosa. No sé si has tenido ayuda, tal vez de tu compañero de sonido, pero habéis acertado. Tu hija seguirá teniendo los diez dedos.
—Por favor, déjala marchar. Haré lo que quieras, lo que quieras —Rosa ya no podía más— Por favor, solo es una niña.
—Última pregunta, si la contestas dejaré que viva. Me marcharé y te diré dónde está. Bueno, imagino que la policía pronto me localizará. Claro, no pensarás que soy tan tonto. Sé que está contigo e intentan localizarme. No lo lograrán, al menos de momento.
A Rosa le costaba respirar. Un sudor frío recorría su espalda y tenía palpitaciones más que preocupantes. Su niña era lo que más le importaba en su vida
—Estoy esperando, “mi señor” —dijo ansiosa por acabar con ese demente juego.
—En este caso no es una pregunta sino una decisión. Te doy dos minutos para elegir: tu madre o tu hija.
Ella palideció. Esa decisión era demasiado cruel, demasiado injusta. Amaba a ambas con toda su alma. Comenzó a llorar presa de los nervios consciente de que su decisión supondría la muerte de una de las dos personas más importantes en su vida. Miró para los policías buscando algún consejo, alguna sugerencia… algo, pero ellos estaban tan sorprendidos y abatidos como ella. Nunca se habían visto en una tesitura igual.
—Estoy esperando, preciosa y el tiempo se acaba —la voz sonó fría y calculadora. Se notaba que disfrutaba con su sufrimiento— Si no eres capaz de decidirte lo haré yo por ti.
—-Por favor, pídeme lo que quieras, pero eso no.
—Treinta segundos.
— ¿Por qué? ¿Qué mal te he causado yo para que desees hacerme tanto daño? Creo que merezco saberlo —su voz sonó destrozada, abatida… derrotada.
— ¿Quieres saberlo? ¿De verdad? Te lo diré. Por tu culpa lo perdí todo: mi mujer, mi hijo, que era lo que más amaba en este mundo, mi trabajo… todo. Tú fuiste la principal culpable, con tus consejos, de que mi mujer decidiese que era mejor morir que vivir conmigo y sabes, como venganza por mis continuas infidelidades y otras cosas que no merecen ser nombradas en este momento, tomó la terrible decisión de llevarse consigo a mi niño. Sí, lanzó su coche por un acantilado con él dentro. Sé que fui un mal marido, lo admito, pero era un buen padre y ella lo sabía, pero tú… tú, la convenciste de que no valía la pena vivir con alguien como yo y… —no pudo continuar.
Rosa palideció al recordar todo aquello. Había ocurrido tres años atrás.
—Pero yo no le dije que se suicidara, solo le aconsejé que te dejara, que empezara otra vida en otro lugar. Lo de matarse fue decisión suya. Yo nunca podría haber sospechado que entendería mal mis palabras… Por favor, te lo ruego, déjalas marchar. Te juro que no te denunciaré. Siento que hayas sufrido tanto por mi culpa, pero todo ha sido un desafortunado malentendido —las lágrimas a duras penas la dejaban hablar.
El silencio volvió a imponerse de manera incómoda hasta que por fin habló.
—Te crees con el derecho a juzgar a los demás, a decirles cómo actuar, como vivir. Tal vez tu castigo no llegue en esta vida, pero lo tendrás… seguro. Adiós —un ruido se oyó de repente y un grito angustioso, como el de alguien que se precipita al vacío.
El teléfono quedó mudo y todos se miraron expectantes. Rosa comenzó a caminar por el estudio hecha un manejo de nervios, llorando y hablando sola. Los dos policías y su compañero no sabían que decir para consolarla, se temían lo peor.
De repente se oyó una voz distinta al otro lado del teléfono.
—Soy el inspector Jorge Blanco. Hemos llegado tarde.
— ¡No! ¡No! —gritó ella mientras se dejaba caer de rodillas al suelo— ¡No, por Dios, no!
—Tranquila, señorita. Su hija y su madre están aquí, junto a mí. Están bien. Me refería al secuestrador, se ha tirado por la ventana. Da igual, un demente menos en este mundo.
Rosa comenzó a llorar y no paró hasta que trajeron a su madre y su hija. Fueron lágrimas de dolor, de miedo, de alegría, de alivio… pero también de culpabilidad. Porque en el fondo de su mente, allí, donde los recuerdos se amontonan, sabía que él tenía algo de razón. Sí, en aquella ocasión había excedido los límites, se había involucrado demasiado en la vida de esa madre y sí, sus consejos habían sido demasiado drásticos. Abrazó con fuerza a su madre y su pequeña nada más verlas y no las soltó en un buen rato.
—Se acabó, lo dejo —dijo entre lágrimas— Hoy ha sido mi último programa.
—Pero hija, adoras tu trabajo. Esto ha sido algo terrible, pero no por ello debes tomar una decisión tan importante. Consúltalo con la almohada, ya verás cómo mañana lo ves de otra manera.
—No, mamá. La decisión está tomada y ahora vámonos para casa. Siento como si hubiera envejecido veinte años en estas dos horas. Necesito descansar y pensar que voy a hacer con mi vida, pero esto se acabó. Se lo debo a esa pobre mujer, se lo debo.
© Clemente Roibás. Junio 2023