Momentos desesperados
La noche era oscura y fría, la calle estaba desierta y el lugar no era el idóneo para pasear con un niño de corta edad, pero Luisa necesitaba respirar, sentirse libre. Tras diez años de matrimonio con un hombre que no hacía otra cosa que ningunearla, despreciarla, maltratarla… había tomado la decisión. Aprovechando que él tenía el turno de noche cogió a su hijo Jorge, de apenas 8 años, y huyó.
Las prisas y el miedo no la dejaron pensar con la claridad que la situación requería y se lanzó a la aventura con apenas 500 euros en el bolso y una pequeña maleta que contenía lo esencial. No fue una decisión fácil, atrás dejaba una vida acomodada y un futuro incierto y desconcertante. Pero daba igual, Luisa dijo basta.
No más palizas sin sentido, no más obediencia sin posibilidad de discusión. No podía más, llegó el momento de romper con todo e iniciar una nueva vida. Su miedo estaba presente, pero con su hijo nada era imposible. Jorge le proporcionaba fuerzas, sólo mirar su linda cara y su inocente y maravillosa sonrisa, su autoestima crecía a niveles nunca esperados. Por fin lo había hecho, se decía una y otra vez, al reunir el valor necesario. La culpa de esa transformación era de ese pequeño ser que sujetaba con cariño y cierto temor, su mano derecha.
A Jorge le daba miedo la oscuridad, los lugares solitarios, la penumbra… a ella también. Pero daba igual, esa noche todo cambiaría. Cogerían el primer tren que saliera para Madrid y pondrían rumbo a un lugar lejos de todo, lejos de él. Luisa aún era joven, 43 años, era inteligente y aunque llevaba una larga temporada sin trabajar seguro que encontraría algo. Volverían a ser felices, olvidarían todas las penurias y vejaciones sufridas, y con el tiempo todo acabaría siendo como un mal sueño, una pesadilla de la que despertarse, era lo que ella esperaba. Caminaba por las calles vacías, con la única compañía de algunos gatos que hurgaban entre los contenedores de la basura. Luisa recordó las últimas 24 horas, la penúltima paliza, los insultos, las humillaciones y la bofetada, y sobre todo, al rodar por el suelo, el cuerpo de Jorge con lloros desconsolados al ver una escena que no comprendía debido a su corta edad e inocencia.
Su madre en el suelo, y su padre sobre ella golpeándola con saña, haciéndola sangrar por la cara. Jorge no entendía la razón, pero al ver a su madre en peligro acudió en su ayuda a pesar de ser mucho más grande y poderoso que él. La bofetada que acabó con su valentía y cara de desesperación e incredulidad, facilitó fuerzas a Luisa para tomar la decisión más importante de su vida. No se arrepentiría. Al contrario, se notó más liberada y ligera, como si se hubiera quitado de encima una carga demasiado pesada. Lo fue. Diez años de matrimonio con Manuel, nombre del maltratador, llenos de todo menos de amor, de ternura, de complicidad. No siempre fue igual, naturalmente los primeros años fueron casi buenos, pero fue nacer el niño y todo comentó a empeorar. De repente todo le molestaba, nada estaba a su gusto, todo eran gritos y malhumor. De ahí a las vejaciones y los malos tratos tan sólo hubo un paso. Luisa sintió que las lágrimas comenzaban a surgir y decidió pensar en otra cosa.
—Cariño, nos vamos de vacaciones, ya verás que bien lo vamos a pasar —le dijo al niño para no preocuparlo.
—Pero mamá, él se enfadará, vendrá a buscarnos y volverá a hacerte daño.
Luisa le miró con dulzura unos instantes y le abrazó. Las lágrimas volvieron a amenazar con aparecer. Comenzó a caminar de nuevo. No quería que el niño la viera llorar, demasiadas veces lo había visto.
—Cariño, no te preocupes. Confía en mamá. Papá no volverá a hacerme daño. Te lo prometo.
Jorge la miró unos instantes y asintió con la cabeza. Tenía miedo, pero confiaba en su madre.
—Mamá, está todo muy oscuro. No vendrá el hombre del saco, ¿verdad?
Luisa sonrió ante su comentario. Era una delicia de niño.
—No, tesoro. El hombre del saco no existe, fueron invenciones de tu padre.
Jorge la miró sorprendido, con los ojos muy abiertos.
—Pero él siempre me decía que si no me portaba bien ese hombre vendría a por mí.
Luisa maldijo por lo bajo. No sólo había sido un pésimo marido, también un mal padre. Se percató de que el niño no le llamaba papá desde que le abofeteó. Sonrió de nuevo, el niño tenía carácter y era inteligente. Lo superaría, seguro. Miró el reloj, eran las diez de la noche. Quedaba menos de una hora para la salida de su tren con destino a Madrid y aún tenían que caminar un rato. No quería coger un taxi, las prisas le habían jugado una mala pasada y el dinero no le sobraba. Por suerte La Coruña era una ciudad pequeña y nada quedaba demasiado lejos. Sentía lástima por su hijo, era demasiado pequeño para caminar tanto y más a esas horas, pero no tenía otra opción. Decidió entretenerlo contándole un cuento. Eso lo mantendría ocupado y no se percataría de la distancia que recorrían ni del cansancio que poco a poco se adueñaba de su cuerpo. Luisa comenzó a relatarle una bella historia llena de animales y de sorpresas, sabía que le encantaban, y no volvió a protestar. Luisa fue improvisando según avanzaba en la historia, metiéndose tanto en ella que olvidó de cuantos los rodeaba. Siempre le había gustado inventar y crear sus propios cuentos, su madre siempre le decía cuando era pequeña que algún día sería una gran escritora de historias, pero por desgracia se equivocó. Luisa miraba a su hijo y percibía en su mirada el interés que el cuento despertaba en él. Su boca entreabierta, sus ojos grandes y observadores, su linda cabecita ladeada para escucharla mejor. Todo en él era hermoso.
—Mamá, no te pares. ¿Cómo sigue la historia?
Ella sonrió y siguió narrándole un mundo imaginario lleno de aventuras que hicieron las delicias del pequeño. Quizás por eso, por sumergirse en su propia historia, fue por lo que no lo vio venir. Fue todo muy rápido, una furgoneta negra, dos hombres mirando para todos lados y un tercero apareciendo tras ella. No tuvo tiempo ni de gritar, aunque de nada le hubiera servido dado lo solitario del lugar. El hombre que la seguía la agarró por el cuello y la inmovilizó con facilidad mientras uno de los que vigilaban cogía al pequeño y lo llevaba hacia la furgoneta. Jorge intentó gritar, pero la mano del hombre le tapó la boca con rapidez. El niño miró desesperado a su madre, pero ella nada podía hacer para evitarlo. El hombre no la dejaba respirar, todo comenzaba a darle vueltas y sentía como su cuerpo perdía fuerza con rapidez. La visión de su niño en brazos de aquel hombre y lo que significaba le dio unos instantes de coraje. Con rabia clavó sus uñas largas y afiladas en la cara de su oponente. El hombre gritó sorprendido y aflojó la presión que Luisa aprovechó para lanzar con fuerza la cabeza hacia atrás y asestarle un golpe, que por el ruido debió destrozarle la nariz. Al sentirse liberada, a pesar de que su cuerpo estaba débil y pedía aire con urgencia, corrió hacia sus oponentes gritando con desesperación. Uno de los hombres la recibió con un derechazo que la tiró al suelo y le hizo sangrar por la boca, pero Luisa no estaba dispuesta a rendirse, la visión de su hijo muerto de miedo en brazos de aquel hombre le daba una fuerza que ni imaginaba poseer. Se levantó fuera de sí y agarró del suelo una botella vacía. La rompió contra la acera y corrió con ella levantada igual que si fuera una espada.
—Mete al niño dentro, rápido —le dijo el hombre que esperaba el ataque—. Esta loca va a despertar a los vecinos.
Luisa, gritando, se preparó para clavársela con toda la fuerza que le quedaba, pero no llegó a hacerlo. Su primer oponente, con la nariz destrozada y la cara marcada la golpeó por la espalda y todas sus esperanzas se evaporaron en un segundo. Tirada en el suelo, con el cuerpo dolorido y la cara ensangrentada intentó levantarse, pero los dos hombres comenzaron a patearla sin piedad.
—Esta puta me ha destrozado la cara —comentó furioso su primer oponente—. Voy a violarla hasta cansarme.
—Déjate de tonterías. No hay tiempo. Vámonos, seguro que algún vecino ha llamado a la policía. Además, fíjate está medio muerta. Venga, olvídalo y marchémonos de una vez.
—Está bien, tú mandas —dijo el otro resignado mientras la golpeaba una última vez.
Luisa, sin poder moverse, miró una última vez a su pequeño antes de que la furgoneta se perdiera en medio de la noche. Todo su cuerpo estaba paralizado, ningún órgano le respondía salvo sus ojos y los aprovechó, lloró como nunca lo había hecho hasta que perdió la conciencia y todo se volvió negro, muy negro.
Unos suaves labios recorrieron su rostro. Luisa abrió los ojos con dificultad atormentada por lo ocurrido. Ante ella apareció la dulce cara de su hijo. Sorprendida la tocó con cuidado, dudando de si no estaría aún dormida, pero la sonrisa de su hijo le hizo comprender que era real. Lo abrazó con fuerza y comenzó a besarlo con insistencia. Él la miró divertido mientras la dejaba hacer.
—Mi pequeño, mi pequeño, creí haberte perdido para siempre —le dijo entre sollozos.
—Mamá, solo fue una pesadilla. No tengas miedo. Él no volverá.
Ella asintió con la cabeza mientras sonreía aliviada. Fue una terrible pesadilla, pero no todo fue un sueño. Las palizas y vejaciones fueron reales. Por suerte todo acabó. Él nunca volvería a hacerles daño, estaba lejos, muy lejos. No sabía si su destino fue el cielo o el infierno, se inclinaba más por la segunda opción, pero el accidente de coche que terminó con su vida fue sin duda la mejor noticia recibida en años. Abrazó con fuerza a su pequeño y volvió a llorar. Tardaría mucho tiempo en superarlo, pero con el niño a su lado lo lograría… seguro.
© Clemente Roibás. Abril 2023. Todos los derechos reservados.