EL MAL DE LÁZARO
Le recuerdo que le narraré la historia señor D. No porque me haya ofrecido una considerable cantidad de dinero, ni por su insistencia, que llega al borde de la desesperación y está crispando mis nervios, ¡No! No es por nada de eso. Pida otra cerveza por favor, tengo seca la garganta, mis palabras necesitan la humedad de un vaso frío vaso. Desde hace décadas vivo en el pasado, en una continua pesadilla, aquellas lóbregas imágenes se mantienen en mi cabeza. ¡No! Más bien reviven en mi mente y parece que lo ocurrido antaño, mi cuerpo y espíritu lo padecen como si todo sucediera nuevamente. Estuve sellado por el silencio demasiado tiempo y el desahogo de la verdad sanará mi alma, y que Dios me perdone si estoy obrando mal. De todas formas, le estoy agradecido por el dinero, ya que no entra en mi bolsillo con frecuencia y unas amargas cervezas nunca se rechazan.
Nada importa que esté escribiendo un libro sobre la cronología de los crímenes. No voy a disfrutar si publica mi relato, no me sentiré orgulloso al leer aquella atrocidad descrita con palabras técnicas. Usted me está condenando a soportar aquel hecho eternamente. No le culpo, es su modo de buscarse la vida y por esta vez no se lo impediré. Yo no voy a beneficiarme con nada de esto, por lo menos este escuálido cuerpo, pero mi alma si, y como antes le dije, es el motivo por el cual contaré todo.
El vaso está vacío, no le importaría… Gracias, es usted una buena persona.
¿Ha oído hablar del mal de Lázaro? ¿No? En realidad, es una enfermedad poco corriente que sólo ataca a los burgueses. Quizá sea un modo de venganza del Señor, piadoso por ser tan codiciosos y avaros.
¿Qué peor enfermedad que el dinero? Este mal es un castigo horripilante, quien la padece debe de cambiar su sangre diariamente por otra nueva que riega sus podridas venas. Si no lo hace morirá entre temibles convulsiones y espasmos de locura. La verdad yo creía que estas cosas sólo ocurrían en los cuentos y aunque mi madre nos advertía que nos guardáramos del hombre del saco cuando salíamos a jugar —por aquel entonces era un chiquillo— contándonos terroríficas historias de niños desaparecidos a causa de este mal, nosotros fingíamos tener miedo y decíamos sumisos que no nos alejaríamos mucho, y nos lanzábamos a la calle, centro indiscutible de grandes aventuras y fechorías juveniles.
En aquellos días conocí a un crío de nuestra ciudad vecina. Venía todas las tardes por esta carretera arriba hasta el puente colindante que separa nuestras dos provincias un pequeño riachuelo, que baja lentamente hasta morir en el caudaloso río, allá en la sierra.
Nos hicimos muy amigos, yo me separé de mi grupo habitual y solamente jugaba con él.
Todavía rezo por su alma pues mi historia se centra en él, desgraciado protagonista. Pobre muchacho tan jovial, tan risueño, espero que en el cielo goce de mejores deleites… Mi vaso… Podría…
Nuestro mayor entretenimiento era ir hasta una vasta mansión que aún se encuentra cerca del citado puente y tirar piedras a sus maravillosas ventanas multicolores, aquello nos divertía convirtiéndose casi de inmediato en terror cuando salía un hombre a buscar nuestras posaderas. Aquel individuo no podía ser otro que un criado. Nunca un hombre me ha causado tanto pavor. Era un personaje muy alto, de largos miembros esqueléticos, sus ropas siempre muy oscuras y su rostro impenetrable era de pesadilla.
Aquella inmensa casa por aquel entonces pertenecía a un burgués venido del norte. Un hombre de tez pálida a quien nunca se le veía fuera de su hogar. Corrían rumores de que sufría una terrible enfermedad y de nada le servía su fortuna para curarse. Entonces comenzaron a desaparecer los niños. Se oía decir en las reuniones de viejas, que el mal de Lázaro había venido de tierras extrañas, cosa que relacionaban con la llegada semanas antes del rico terrateniente.
Comencé a creer en las leyendas que contaba mi madre y advertí a mi amigo que dejáramos de rondar aquella mansión. Aunque nunca nos cogieron sentía la necesidad de perder de vista sus grises muros de piedra. Estaba asustado. Mi amigo no me hizo el menor caso y cada atardecer le veía desde el puente lanzar piedras a aquella mansión.
Una tarde cuando bajé al puente a observarlo no le vi, tras buscarle por todos los sitios, había desaparecido.
Le sugiero señor D pedir algo más fuerte, las palabras balbucean en mi garganta con miedo a salir claras ¡Tequila! Estupendo, señor D, hacía muchos días que no probaba un buen licor. Espero que sea suficiente para narrarle todo ¡Mire mis manos, mire la piel que la cubre como se eriza!
Esperé una tarde, otra y otra, y mi amigo no apareció. Entonces relacioné todo. El mal de Lázaro, la horrible sombra que decían algunos haber visto rondar las calles en la noche portando algo pesado en sus hombros, la desaparición de mi amigo, todo concordaba, un nudo de angustia presionaba mi garganta. Casi por instinto decidí espiar la casa de cerca. Aún lo lamento señor D. Aún lo lamento.
¡Ah! Fuerte licor sin duda. Por donde iba, sí. Me hallé ante la oscura casa y me arrastré entre la descuidada maleza del jardín que lo rodeaba. Me costó un trabajo enorme escalar los rudos muros hasta la ventana, pero usted sabe que los niños señor D son muy ágiles y lo conseguí ¡Oh, Dios mío la ventana! Miré absorto por ella y lo que vi casi me hizo caer, pero mis ansias por descubrir lo que pasaba me clavó allí, aún me arrepiento por no haberme dejado caer sobre la hierba. Ante mis ojos se mostraba el sueño más cruel que una mente puede crear. La habitación era amplia y decorada con perfecto gusto.
Una débil luz de una vela alumbraba con calidez. Escudriñé entre las sombras, intentando ver algo, pero todo parecía tranquilo y reinaba la más absoluta calma. Pero algo llamó mi atención, una gran mesa rectangular se hallaba en el centro de la estancia. Estaba cubierta por un paño o sábana blanca, como la de los hospitales. No sé cuánto tiempo estuve esperando, señor D, los nervios golpeaban mis sienes y el corazón se agitaba en mi pecho, sólo había sombras, que unidas al miedo, comenzaron a tomar formas terribles. Hasta que llegaron ellos. Primero un hombre apoyado en un bastón hizo su presencia, pálido, muy pálido que apenas podía caminar. Arrastró sus pies hasta un gran sillón al pie de la mesa.
Se escuchó un tumulto y el pavor casi me ahoga la garganta. Abrí bien los ojos, seguro que desde donde me encontraba no iba a ser descubierto. Entonces apareció él. El altivo criado, virgen santísima, D, cargaba con un saco sobre sus fuertes hombros. El saco se movía. Con una mueca de desprecio lo arrojó al suelo y propinó una patada con sus brillantes zapatos negros. Su señor permanecía impasible, parecía demasiado agotado para gesticular. El sirviente desató el saco y cuando vi lo que descubrió de su interior casi me desmayé, sin embargo, no sucedió. El horror me dejó petrificado, como la estatua de un mausoleo. Era mi pobre amigo. La pobre criatura intentaba zafarse de las ataduras, se movía nerviosa, pero no podía gritar, una mordaza se lo impedía. El criado le miraba perverso. Yo quería hacer algo, salir corriendo hacía el pueblo y pedir ayuda, pero no pude, señor D, no pude. El maldito sirviente comenzó a golpear a mi compañero. Los sentía, también me dolían, aún me duelen y la vergüenza me acongoja, pero sólo era un niño, sólo eso. Cuando se cansó, comenzó a preparar la mesa. De un maletín sacó utensilios y aparatos extraños, pero no pude identificarlos. De nuevo se agachó hacía mi compañero, pero ahora no observaba nada, el criado me ocultaba la escena, lo vi levantarse, llevaba en brazos a mi amigo y lo dejó sobre la mesa. Cogió los útiles del maletín y con un mazo golpeó fuertemente el cráneo de mi amigo. El crujido sonó hueco, sordo, como el vacío de mi corazón, lo vi, vi al desgraciado chaval; reposaba desnudo en la mesa y unas gomas elásticas terminadas en agujas pinchaban su tierno cuerpo succionándole su sangre. La alargada silueta del sirviente se encargaba de aquel escalofriante experimento. Pero lo que me hizo huir y callar para siempre fue aquel rostro. Las gomas repletas de licor escarlata viajaban del cuerpo muerto de mi amigo hasta los brazos de aquel condenado, entonces vi su cara, vi sus ojos, una expresión de desoladora tristeza lo envolvía, no sé si sentí odio, repulsión o abnegada compasión.
En ese momento salté como un felino y corrí como un poseso hasta mi casa para refugiarme en la cama. Desde entonces no he podido dormir.
Y eso es todo señor D. Veo que no puede hablar. Yo no he podido hasta ahora y le aseguro que aún me cuesta creerlo. ¿Qué fue de aquellos individuos? No lo sé señor D. El siguiente día escuché rumores, se habían marchado en un gran coche negro. Ya no desaparecieron más niños. ¿Ya se va? No quiere beber conmigo, ¿no? Usted se lo pierde. ¡Ah, tenga cuidado con el hombre del saco!
© Francisco Medina Troya. Marzo 2023