LA PUERTA DEL INFIERNO
— Susana Rodríguez Lezaún
—> El inspector paseó la mirada de una mujer a otra. Una era alta, rubia, voluptuosa, de boca grande y pechos poderosos, de esos capaces de dejar embobado a un hombre y hacerle babear con la sola insinuación de permitirle rozarlos. La otra, más menuda, más delgada, menos exuberante, pero con la misma carga erótica que la primera.
Las miró sin disimulo. Por un lado, no estaba allí para andarse con remilgos. Había venido a investigar una desaparición, no a presentar sus respetos a las damas. Y por otro lado, esas dos eran prostitutas, ese lugar era un burdel y estaban más que acostumbradas a las miradas masculinas. De hecho, vivían de ellas.
Un enorme labrador, negro como la boca del infierno, dormitaba atravesado en el umbral de una puerta cerrada, el lomo apoyado en la madera lisa y brillante. Sacudió inesperadamente la cola y golpeó el suelo. El retumbo seco sacó al inspector de su ensimismamiento. Se había perdido en el pecho de la rubia. Maldita sea… Estaba muy mayor para quedarse pillado en semejantes tonterías. Él ya no…
Meneó rápidamente la cabeza y regresó a la realidad. Dos mujeres, una denuncia por desaparición.
Había acudido solo. No tenía sentido movilizar a una patrulla para comprobar una llamada. De hecho, él tampoco habría venido de no haber sido porque la llamada procedía de su mujer. Su amiga Maddie llevaba horas preocupada por su marido. No había regresado a casa la noche anterior. No le veía desde que se despidieron por la mañana, después de desayunar. Desde entonces habían pasado más de veinticuatro horas y no había dado señales de vida. Accedió bajo presión a husmear un poco, hizo las llamadas de rigor para descartar un accidente o que un infarto lo hubiera dejado seco en mitad de la calle y, para garantizar la paz conyugal, habló con un par de compañeros de trabajo. Uno de ellos mencionó este sitio.
Al parecer, el marido, un santurrón de sonrisa beatífica, magro de carnes y escaso de cerebro, «merendaba» un par de veces por semana en el local regentado por las dos damas que tenía delante. Ellas, que ni confirmaban ni desmentían la información, parecían estar divirtiéndose.
―No sabe usted la de meriendas que servimos cada tarde ―canturreó la mujer morena sin perder la sonrisa ni la compostura.
―Me interesa un cliente en particular, este.
Alargó la mano con la foto que le había entregado la amiga de su mujer y se la puso debajo de las narices. Ellas la miraron con interés, o al menos fingieron hacerlo. No debía olvidar con quien estaba tratando.
La cola del labrador volvió a golpear el suelo. Un golpe profundo, inesperado, que le sobresaltó.
―Tranquilo, Hellhole. Asustas al inspector.
―Vaya nombre para un perro ―comentó el hombre.
―¿Se ha fijado bien en él? Tiene la piel y los ojos como el azabache. Incluso su lengua es negra. Cuando se hace un ovillo en el suelo, o se acurruca junto a una puerta, como ahora, parece la entrada al mismísimo averno.
El inspector bufó sin disimulo. Aquel sitio no le gustaba. Estaba lleno de ruidos extraños, de olores tan intensos que casi podían tocarse. Sacudió la mano para espantar el aroma floral de aquellas dos mujeres y se removió inquieto en la silla. El perro no se movió, pero el leve balanceo de su cola le indicaba que estaba atento a todo lo que sucedía a su alrededor.
―Entonces, ¿vino ayer el señor Marcus a esta casa o no?
―No sabría decirle. No llevamos un registro de las visitas y no hay cámaras en las habitaciones, como puede suponer. Lo que sí le garantizo es que ahora no está. Si vino, que no digo ni que sí ni que no, se fue.
―De acuerdo…
El inspector resopló y se puso de pie. Tendría que llevar la ropa a la lavandería.
Miró a las dos mujeres, el brillante escote de la rubia, la sonrisa pícara de la morena, el perro junto a la puerta, la puerta cerrada.
No le dio más vueltas. Si el marido era un visitante habitual de esa casa, quién le decía que no acudía a otros antros en sus ratos libres. La ciudad estaba llena de tugurios en los que te encontrabas con un puñal en los riñones sin saber de dónde te había venido. Llamaría a la esposa. Que pusiera una denuncia en la comisaría y después pasaría el aviso a las patrullas para que lo buscaran, si es que antes no volvía a casa, borracho, magullado y pidiendo perdón.
En cuanto el policía se marchó, el inmóvil perro se levantó de un salto y corrió junto a las dos mujeres.
―Buen chico, Hellhole, buen chico.
La rubia le palmeaba la cabeza mientras la morena salvaba en dos zancadas la distancia que la separaba de la puerta cerrada. Ya no había sonrisa en su cara ni brillo en los ojos; incluso el perfume había desaparecido.
Llamó a la puerta y abrió sin esperar respuesta. Las dos mujeres que esperaban dentro se levantaron de un salto del sillón en el que se habían acomodado. Miró hacia la cama y meneó la cabeza.
―Nunca aprenderéis cuándo es suficiente ―se quejó la mujer.
Las dos jóvenes no movieron ni un músculo de la cara, indiferentes a la reprimenda y al escenario que las rodeaba. A su lado, un hombre de piel amarillenta y escaso pelo yacía inmóvil sobre la cama. Muerto a todas luces. Estaba atado a las cuatro esquinas de la cama y amordazado con una tira de cuero negro, lucía un reguero de moratones por todo el cuerpo y, sobre el pecho lívido, la cera de una vela se había solidificado formando curiosas formas blanquecinas.
―Soltad el cuerpo y lavadlo. Hellhole se ocupará del resto.
Salió y cerró la puerta. El perro volvió a acomodarse en el umbral, a la espera.
© Susana Rodríguez Lezaun. Junio 2023. Todos los derechos reservados.