Bulbos de grandiflora
— Vicente Corachán
— Su voz sonó apagada. Aun así, William pudo escucharla con toda claridad.
Alarmado, dejó caer las tijeras y salió como si le estuvieran quemando la espalda con un soplete. Estaba seguro de que debía pasarle algo grave.
El invernadero que había construido el verano pasado para cultivar las rosas, en esos momentos le pareció eterno.
Mientras corría hacia allí, se asustó al ver que Sue no estaba al final de la mesa donde, de pie, una hora antes, la había dejado plantando unos nuevos bulbos de «grandiflora».
Cuando llegó comprobó que su esposa se encontraba arrodillada y con una mano se apretaba el pecho.
-¿Qué te ha pasado? -le dijo con voz queda.
Con todo el cariño del mundo la trató de incorporarla y ponerla en pie, pero las piernas de Sue no parecían tener fuerza para ese esfuerzo.
Los negros ojos de William se clavaron en los diminutos y azules como si quisiera concederle la fuerza que a ella le faltaba en aquellos momentos. Sue llevaba los labios de un suave rosa pintados de manera uniforme, pero necesitaba arreglarse un largo cabello que había perdido el peinado, con raya a un lado, con el que se había preparado poco después de levantarse.
El la abrazó.
-Ya estoy mejor. Gracias -le mintió.
En el último año había tenido dos amagos de infarto. Su salud era muy delicada y él temía que cualquier día, el castigado corazón de Sue, le diera un disgusto.
-Te lo he repetido muchas veces. No deberías estar tanto tiempo de pie.
Su voz parecía susurrante. Estaba posiblemente más asustado que ella misma.
William, de rodillas frente a ella, la besaba al tiempo que secaba las acristaladas lágrimas que resbalaban por las arrugadas y pálidas mejillas que, no hacía demasiado, habían sido tersas y rosadas como las rosas que ahora cultivaba.
Apartó varias de las macetas que estaban sobre el pequeño banco de madera y la hizo sentar mientras le dio a beber un poco de agua. Sue temblaba al tiempo que clavaba su dulce mirada en los vidriosos ojos de William. Sabía que sufría por ella. Habían pasado muchos y seguían enamorados como el primer día.
La bruma desaparecía y el atardecer oscurecía el plomizo cielo dejando alargadas máculas rosas y violetas que el sol pintaba tratando de esconderse dando paso a la noche. La mecedora bailaba al compás de los chirridos del balancín de madera mientras ella, con los ojos cerrados y plácidamente asida a la mano, se dejaba mesar su cano pelo.
William la observaba con calma y guardaba silencio como si fuese la primera vez. El tic tac del reloj de cuco musitaba acompasadamente. La cafetera expulsaba un denso vapor que empañaba los cristales de la ventana mientras silbaba emulando un tren que avisaba de su llegaba a la estación.
Él se levantó y, sobre la vieja bandeja de alpaca, dispuso dos tazas y dos cortes del bizcocho al limón que ella había preparado para el desayuno.
Daban las nueve de la noche cuando sonó el timbre. Sue sospechó que, desobedeciéndole, William habría llamado al doctor. Habían discutido sobre ese asunto y ella se había negado a que lo hiciera.
Cuando lo vio entrar se le congeló el aliento.
A William también.
-Buenas tardes -masculló de pie junto a la puerta de la cocina.
Charles sabía que su presencia les extrañaría a los dos.
El contacto entre William y Charles había disminuido durante los últimos años. Se reducía a las llamadas telefónicas para Navidad, Acción de Gracias, el cuatro de julio y los cumpleaños que ya no celebraban juntos.
Hacía algo más de dos años y medio que William, por la enfermedad de Sue, decidió dejar la brigada. Desde entonces se habían visto muy poco. La última vez fue en la celebración de la jubilación de Charles.
La cena les sirvió para ponerse al día y hablar de la salud de Sue; algo que tenía muy preocupado a William. Cuando terminaron, la mujer se retiró a descansar y ellos pasaron al salón.
Los dos siguieron con la vista cómo se retiraba Sue. Lo hizo caminando con pasos breves y entrecortados. El tramo de escaleras que conducía a la planta superior lo realizó con un considerable esfuerzo, lentamente, colocando los dos pies en cada uno de los diecinueve escalones.
Ninguno de ellos opinó nada sobre eso.
-Te apetece un trago -dijo William.
Le mostró la botella de Macallan mientras Charles se acomodaba en un sillón orejero frente a una mesilla de cristal.
-Sí, gracias -contestó Charles-. Que sea doble, y ponte tu otro; te hará falta.
El hombre de cara achatada retorcía su poblado bigote con el pulgar y el índice de su mano derecha mientras sacaba un papel del bolsillo interior de su americana.
William atisbó de soslayo ese detalle, pero no dijo nada. Fingió no haberse percatado de ese detalle. Desandó sus pasos y se acercó a Charles, colocó un par de posavasos sobre la mesilla y le entregó uno de los whiskys.
-Por los viejos tiempos -espetó Charles, alzando la copa.
William asintió con la cabeza. Estaba ansioso y a la vez turbado. No tenía la menor idea del por qué había acudido y qué era aquella nota que le quería mostrar.
Charles no tardó en entregársela.
Mientras la leía, Charles, bebió un trago y dejó el vaso sobre la mesa.
William meneó la cabeza de derecha a izquierda con incredulidad. Con la boca hizo una serie de ruidos que difícilmente podría haber entendido nadie, aunque fuesen palabras.
-¿Esto es una broma verdad? -no daba crédito.
Charles negó con la cabeza.
-No, para nada. No vendría aquí a mostrarte semejante barbaridad si creyera que se trata de una broma.
Durante unos instantes permanecieron en silencio. William la repasó una vez más tratando de analizarla mientras se mordía el labio superior y se ajustaba las gafas a su nariz.
-¿Tienes idea de quién puede querer matarnos? -preguntó William.
A pesar de que la dijo en voz baja, aquella pregunta resonó en la habitación como una bomba.
Sabía que la respuesta iba a ser negativa, pero quiso asegurarse de que él no pudiera haber sacado previamente alguna conclusión.
La nota era escueta pero muy explícita:
«El Fénix resurge de sus cenizas y recobra su libertad. Ahora, tu amiguito y tú, tenéis los días contados»
-¿Por qué crees que se refiere a nosotros dos? – preguntó William con voz queda.
Aquello tenía fácil respuesta. Todos aquellos años en la DECO (Departamento Especial de Crimen Organizado) habían dado para que cualquiera de los muchos delincuentes y criminales que habían metido en la trena, tuviera motivos para quererlo hacer.
-No tengo ni idea. Le he dado muchas vueltas -dijo Charles obviando la última pregunta.
William apuró su güisqui de un trago y volvió a mirar de nuevo la nota tratando de obtener una respuesta que antes no había conseguido encontrar.
-La recibí ayer -continuó Charles-. La encontré al abrir la puerta. Ni el sobre ni la nota tienen huellas; lo he comprobado. He intentado pensar en quién podría ser, pero son cientos los que hemos metido entre rejas. Jamás pensé que alguno quisiera vengarse. El que ha escrito esto debe tener un motivo muy especial.
-¿Y…?
Aguardó una respuesta.
-Pues que va en serio y que no podemos quedarnos con los brazos cruzados -contestó Charles algo airado.
Su contestación incomodó a William.
-Y… ¿Qué pretendes que hagamos? -Tragó saliba-. Lo mejor será ponerlo en conocimiento de la Jefatura. Pediremos que nos pongan protección y que investigación se encargue de averiguarlo. Nosotros estamos fuera de juego. No tenemos posibilidades de saber quién narices es ese loco y por qué mierda quiere vengarse.
Por momentos la tensión calentaba el ambiente y la temperatura corporal de ambos ascendía. De la frente de William afloraba una leve pátina de sudor y no parecía dispuesto a darle valor al miserable que intentaba trastrabillar la paz que ahora tenía y, mucho menos, preocupar a Sue.
-Sabes de sobras que son muchos los que pueden formar esa lista. Pero… piensa una cosa…
Charles empezaba a ponerse nervioso comprobando la negatividad de su colega y empezaba a arrastrar las palabras. Se levantó del sillón y se puso de pie frente a él.
Su intención era clara. Trataba de convencerle de que estaban en un serio peligro.
-¿Te has parado a pensar que los dos estamos jubilados y que el que ha escrito esto lo sabe perfectamente?
Medio minuto de silencio.
A William le hubiera gustado zanjar la conversación en aquel mismo momento, subir a la habitación, tumbarse junto a Sue y dormirse para tratar de olvidarlo todo. No quería sumar más problemas a la salud de su esposa. Sin embargo, aunque era consciente que aquello no lo podía pasar por alto y que, de ser cierto, desconocía dónde quería llegar el autor de la nota, trató de convencer a su amigo de que lo estaba exagerando y que, en todo caso, no era un asunto en el que ellos pudieran intervenir.
-Te equivocas Charles. Nosotros no podemos hacer nada. Estamos fuera. Crees que puedes seguir investigando. Como te pasó con el caso Flánagan. Prometiste averiguar por qué murió y aún no has dejado de meter la nariz en ese avispero. Todos sabemos que aquello pasó, y ya está. Se acabó. Se llevó a cabo una investigación y no se sacó nada en limpio. Ahora quieres meterte a investigar este otro asunto.
» Sí. Vale. Estoy de acuerdo en que es un asunto que nos concierne a los dos. Pero no me discutirás que nosotros no podemos hacer nada por nuestra cuenta. Deberíamos ponerlo en conocimiento y olvidarnos. Reconoce que nuestra vida ya es otra. Ya no somos policías.
Charles le miro fijamente clavándole sus redondos y castaños ojos. No estaba de acuerdo. Su espíritu era otro y, en este caso, al temer por la vida de ambos, con más razón.
-William. Quien quiera que sea, sabe dónde vivo y probablemente dónde vives tú. Aparte de querer averiguarlo, he venido a tu casa para avisarte… Para que te andes con ojo.
» He venido todo hasta aquí controlando si alguien me seguía y no quiero pasarme el resto de mis días así. Si no quieres echarme una mano lo entenderé. Sue está muy mal y te debes a ella. Has de cuidarla.
» No te preocupes. Ahora estás al corriente. Te tendré informado. Pero… Si ves algo raro, dímelo enseguida y lleva cuidado.
» ¡Ah! Y gracias por el güisqui. Veo que sigues teniendo un gusto excelente.
Sue no pudo evitar escuchar la conversación. Cuando William subió para comprobar cómo se encontraba, la encontró despierta.
-¿Crees que puede ir en serio?
Aun no había acabado de entrar cuando ella le formuló la pregunta.
No sabía que contestarle. Y tampoco quería preocuparla.
-La verdad es que no lo sé. Entiendo que nadie hace algo así por puro capricho. Pero, no veo quién querría… -respiró profundamente y obvió acabar la frase-. Puede que Charles tenga razón. El problema es que sigue pensando que aún está en activo. Se equivoca.
Ambos callaron.
Ella esperando una respuesta definitiva; él pensando qué decir.
William se acercó a la cama y se sentó junto a ella. Sue le asió con fuerza la mano y le miró con dureza a los ojos.
Las comisuras de los labios de Sue se alzaron en busca de sus orejas permitiendo que sus blancos y postizos dientes asomaran mostrando una suave y tierna sonrisa.
-Charles no ha venido porque sí. Si yo estuviera bien habrías tomado otra aptitud. Medítalo. Puede que exista un riesgo y por nada del mundo querría que te pasara algo. Yo estoy bien; no te preocupes. Haz lo que creas que debes hacer.
William se recostó sobre ella y le besó la frente.
Ella cerró los ojos.
La mañana les regaló una niebla que se despejaba lentamente dejando que los rayos del sol iluminaran y calentaran la alcoba.
William se despertó pronto. Apenas pudo dormir. La besó y bajó a la cocina.
Mientras sostenía el vaso de zumo que acababa de exprimir, llamó a Castillo. Lo hizo desde su teléfono móvil, usando una tarjeta que aún guardaba y que antaño utilizaba para llamadas que no quería que quedasen registradas.
Él que había sido su jefe durante tantos años tenía que saber lo que ocurría; era el único que podía ayudarles a desenmascarar al autor de aquel anónimo.
Durante unos minutos, de forma discreta, le puso en antecedentes. Aunque ya no estaba en el mismo departamento donde los tres habían militado juntos, le pidió que buscase los expedientes de todos aquellos, detenidos por ellos. Le puntualizó que necesitaba saber quiénes pudieran estar en libertad. La lista no podía ser muy larga, a sus clientes, como él los llamaba, se los castigaba a cadena perpetua o a pena de muerte. Solo unos cuantos gozaban de una condena con posibilidad de salir a la calle antes de acabar en una fosa estatal.
William le comentó, que sospechaba que el responsable de aquel escrito tenía que ser uno de esos y que solo entre los tres podrían descubrirle.
Acordaron en que por la tarde él recogería a Charles y se verían en comisaría para analizar la información de todos esos expedientes.
Gracias a su viudedad, Charles no temía por la seguridad de nadie; excepto por la suya propia. En ese sentido, William estaba en desventaja.
Efectuó una segunda llamada.
Cuando finalizó subió a la habitación con el desayuno de Sue. Le comentó sus planes y esperó a que llegase su hija Irene. La había llamado para que viniese a recoger a su madre y se la llevase con ella. Era consciente que allí corría peligro.
Después de que ellas se marcharan, William decidió ir al domicilio de Charles. Antes hizo unas gestiones y después le mandó un mensaje diciéndole que iba hacia allí para recogerle.
Al llegar a casa Charles, llamó al timbre. Desde fuera le escuchó pedirle que pasara. La puerta no tenía la llave echada.
Era temprano y le extrañó no oler al incienso de mandarina que Charles, de costumbre, encendía todas las mañanas. Pensó que se había hecho viejo y que habría cambiado de hábitos.
Cruzó el vestíbulo y se dirigió por el estrecho pasillo hacía la cocina. Era de donde intuyó que procedía la voz de su amigo.
Le pareció extraño. Tampoco olía a café.
Al cruzar la puerta todo se oscureció de repente.
Cuando por fin pudo abrir los ojos sentía un fuerte dolor en la nuca y a duras penas veía nada. Todo era borroso como la misma bruma de cada tarde. Solo veía sombras que se movían como el humo de un cigarro. Desde el suelo en el que estaba tumbado, pudo ver unos pies atados a una silla.
Era consciente que aquella situación iba a tener consecuencias desagradables.
-El señor se ha despertado por fin -dijo el que le acababa de derribar.
Todo le daba vueltas, como en un tiovivo. Estaba aturdido, pero reconoció de inmediato aquella voz ronca y desagradable.
-Ya no eres el mismo. Antes eras mucho más duro. La inactividad te ha mermado tus habilidades -añadió la misma persona.
Por fin levantó la vista y pudo ver a Charles sentado en la silla frente a él. Estaba totalmente desfigurado. Había recibido una brutal paliza.
-¿Puedo incorporarme? -preguntó William.
Como respuesta recibió una patada en las costillas que le dejó sin respiración. Se dobló de dolor en el suelo.
-¿Crees que me puedes engañar? ¿Crees que no sé que sabes que soy yo el autor de esa nota? -le escupió a la vez que le daba otro puntapié.
William, se encogió en el frio suelo esperando más golpes.
Su agresor se agachó y se aseguró que seguía intacta la brida de plástico con la que le había atado las manos a la espalda mientras estuvo inconsciente. Le ayudó a incorporarse dejándolo sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pata de la mesa y continuó con su deficiente verborrea.
-Por eso me has pedido que buscara todos esos expedientes. Dedujiste que había tenido que ser yo el que escribió esa nota y por eso me has citado. Crees que me chupo el dedo. Querías hacerme creer que lo que pretendías era pedirme ayuda y confundirme ¿Crees que no te conozco? Sé de sobras cuál es tu forma de actuar.
Desde su situación, William, poco podía hacer. Castillo le apuntaba con el revólver. Era consciente de que en cualquier momento podía dispararles, aunque sospechaba que no acabaría con ellos de un disparo. No había sido lo suficientemente inteligente como para llevar un arma con silenciador. Si disparaba con el 38 alertaría a todos los vecinos del barrio.
Willian supuso que debía haber preparado otro tipo de final para ellos. Así que se decidió a dialogar con él.
Sí, lo analicé y así lo deduje -pudo decir William con esfuerzo y después de escupir una bocanada de sangre y lo que le pareció que era un diente-. En la nota hay algo que no es habitual encontrar en un anónimo escrito por quien tiene intenciones de acabar con alguien. Nadie amenaza de muerte dando pistas de quién puede ser. Has sido tan inútil como siempre has demostrado. Has querido hacer creer que quien lo escribió, debía ser uno de los que metimos en la cárcel y querría vengarse de nosotros. Por eso te inventaste la patraña del Fénix y lo de la libertad. Has dado por hecho que, de esa forma, pensarían que el responsable de nuestra muerte estaría entre esos individuos y se volverán locos intentando averiguarlo.
» Has pensado que eso te daría la posibilidad de acabar con nosotros sin que nadie pudiera descubrir al autor. Que localizarían el anónimo y que quedaría sin resolverse nuestro asesinato.
Castillo no podía negar la evidencia y, su incapacidad y a la vez prepotencia, le hacía tratar de mostrarse superior a William sabedor de que, en ese momento, era él el que tenía la voz cantante y dominaba la situación.
Charles no hacía más que intentar respirar y rezar porque su amigo tuviese algún plan. Cosa que no creía posible.
-Exactamente. Tú lo has dicho. Has acertado y así va a ocurrir. Sabía que querríais investigarlo vosotros mismos. Todavía pensáis que sois unos superpolis. Siempre os habéis creído el ombligo del mundo.
Charles miraba a William con resignación porque sabía que no tenían ninguna posibilidad de salvarse. William estaba a dos metros de Castillo, sentado en el suelo y con las manos atadas a su espalda. Era consciente que de un momento a otro Castillo acabaría con ellos. Estaban vendidos a la voluntad del puto Teniente Castillo. Su antiguo jefe.
-Te equivocas. No te saldrás con la tuya. -William trató de provocarle-. Podrás acabar con nosotros, pero no evitarás pagar por ello.
Castillo explotó a reír y mostró una ruidosa e irónica carcajada.
-¿De verdad? Cómo lo vas a hacer. Acaso piensas que podrás explicarlo enterrado en una fosa. Ni siquiera sabes los motivos por los que os voy a liquidar. Te crees demasiado listo y eso te hace verte donde te ves.
William quemó el último cartucho que le quedaba. Debía intentarlo.
-Te equivocas. A noche recordé el caso Flánagan.
La cara de Castillo cambió de inmediato. Los músculos de su rostro se tensaron.
William lo notó y continuó:
-Por eso te apartaron del grupo. Su muerte no fue un accidente. Nunca se pudo demostrar, pero no fue como tú lo describiste. Nunca se llegó a saber por qué acudisteis los dos allí.
» Cuando nosotros llegamos al puerto, solo estabais vosotros; tú de pie y Flánagan muerto en el suelo. Reventado porque alguien le había atropellado. Pero tú… No habías visto nada. Ni matrícula, ni modelo. Nada.
» Lo que ocurrió realmente fue que Flánagan había descubierto que los contenedores llevaban cocaína y que tú estabas metido hasta el cuello. Por eso tuviste que acabar con él. Te libraste por falta de pruebas.
William consiguió sacarle de sus casillas.
Castillo se abalanzó sobre Charles y le puso el revólver en la sien.
Charles cerró los ojos pensando que le iba a acribillar a balazos en aquel instante.
-Vosotros dos me jodisteis. Acabasteis con mi carrera. El capullo de Flánagan no tenía que haber acudido aquella noche al puerto. La droga se estaba descargando sin problemas, pero él tuvo que hacerse el iluminado. Su confidente le dio el chivatazo y él quiso comprobarlo por su cuenta. Cuando llegó nos encontró allí, por eso lo aplastaron contra un contenedor. Yo no le maté, pero por su culpa perdí la carga y los colombianos no perdonan. Luego vosotros, creyéndoos salvadores de las causas injustas metisteis las narices y me expulsaron del grupo. Perdí la posibilidad de ascender. Me enviaron a las cloacas. Apartado del grupo no pude restituir una droga que aun estoy pagando por culpa de estar fuera del servicio y no poder hacer que entrara otro cargamento. Arruinasteis mi carrera y mi vida. Ahora me lo cobraré personalmente.
En ese mismo momento se escuchó una explosión y los cristales de las ventanas se hicieron añicos, entrando por ellas dos hombres vestidos de negro.
A la voz de «¡Quieto. Levanta las manos!» la habitación se convirtió en un polvorín donde varios disparos acertaron en el hombro, piernas y brazos de Castillo después de que éste disparara tres veces contra uno de aquellos hombres -afortunadamente en su chaleco-.
En apenas unos segundos, la cocina se llenó de personal policial.
El olor a pólvora y a sangre se mezclaba en el ambiente haciéndolo casi irrespirable. Se masticaba la tensión.
Al ensordecedor ruido de las sirenas se le sumaba el bullicio de la gente que se agolpaba en las aceras para ver lo ocurrido.
El espectáculo era digno de una de las películas de John Mclain en la «Jungla de cristal».
Castillo, esposado y sangrando por todos lados, observaba como el Capitán González le quitaba a William una grabadora y un micrófono que le habían instalado antes de entrar en la casa. Era la prueba. Una declaración en toda regla.
Charles, al que también le estaban haciendo unas curas de urgencia, sorprendido por el comportamiento de su compañero, alzaba desde el interior de la ambulancia, el dedo pulgar mostrándole su aprobación.
William se acercó.
-Sabía que no me ibas a dejar solo. Pero… podrías haber venido antes.
-Lo siento la niebla que hoy cubre la bahía es mucha y cubre todo Chicago. Eso me impidió conducir más rápido.
Sabes que soy un hombre jubilado.
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