Falsas apariencias

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FALSAS APARIENCIAS


La despertó la migraña. Saltó de la cama a tientas en busca de ibuprofeno. Notaba el estómago revuelto y volvió a acostarse con la esperanza de dormir un poco más. Imposible. La imagen del cuerpo sin brazos ni cabeza aparecía constantemente. Notaba el latido rítmico detrás del ojo izquierdo, el dolor se atenuaba un poco pero no desaparecía. Cuando sonó el despertador se levantó sintiéndose muy desgraciada. Se obligó a desayunar pese a que las náuseas no habían desaparecido. Fantaseó con coger pronto unas vacaciones e irse a un sitio tranquilo, un balneario o un pueblo perdido en el monte. Mientras tomaba el café intentó ordenar la información que tenía hasta el momento: el tronco, sin cabeza y con las piernas seccionadas a la altura de las rodillas, había aparecido en el vertedero dos días antes -las imágenes de «Johnny cogió su fusil» acudían a su mente todo el tiempo-los brazos aparecieron horas después, repartido en varias bolsas de basura. Terminó el café, enjuagó la taza y la metió en el lavavajillas. Hizo una lista de la compra para que su marido se encargara después del trabajo. A saber hasta qué hora estaría ella en comisaría. Le fastidiaba tener que trabajar con Ortiz en ese caso, pero él fue el primero en acudir cuando llamaron del vertedero para informar de la aparición del cuerpo. Podía haber asignado a otros agentes al caso, pero la verdad es que le molestaba su sola presencia, en ese o en cualquier caso, y no quería abusar de su posición de inspectora jefe, más cuando sabía que era una cuestión personal. Cuando la nombraron inspectora de homicidios, tuvo que soportar muchas miradas recelosas, silencios cuando entraba en una habitación, murmullos y risitas cómplices, pero con el paso del tiempo, la situación había ido cambiando. Solo Ortiz mantenía la misma actitud de cinco años atrás cuando, antes de entrar en la sala de reuniones, le oyó decir: «Manda huevos, tener que aguantar por jefa a una tía, roja y que ni siquiera está buena».

Puso una lavadora y dejó una nota en mayúsculas en la nevera que decía: ¡ACORDAOS DE TENDER LA ROPA! No tenía el informe definitivo de la autopsia, pero el Dr. Tejedor le había anticipado algunos datos por teléfono. Era el cuerpo de un varón joven, entre 25 y 30 años, con buena salud. El contenido del estómago demostraba que murió poco después de comer y beber en abundancia. Los miembros y la cabeza se habían cortado con una sierra eléctrica, tipo Rotaflex. El brazo izquierdo presentaba un tatuaje bastante elaborado, con letras enmarcadas en unas cenefas. No había restos de drogas. La causa de la muerte era un disparo en el corazón. Las mutilaciones se habían llevado a cabo después. Recordó las palabras de Ortiz:

-No solo vienen aquí a quitar el pan a los españoles, encima ahora se matan entre ellos y nos dan trabajo.

-¿Quiénes, Ortiz? -había respondido ella intentando formular la pregunta en tono gélido. Pero esas sutilezas no eran para su compañero. La había mirado como si fuese tonta.

-¿Quiénes? Pues quiénes van a ser, los moros, los sudacas, la chusma que llega de todas partes a vivir del cuento aquí.

-¿Y que le hace suponer que no es español? -le había preguntado ella.

-El moreno renegrido que tiene, jefa, a la vista está.

Se había ahorrado contestarle con un chasco o un sarcasmo, era perder el tiempo. En vez de eso, lo había mandado a interrogar a los empleados del vertedero, buscar las listas por desaparición y varias tareas más que esperaba que le mantuvieran ocupado durante todo el día y evitaran su presencia.

Mientras se duchaba, pensó que iba a resultar difícil identificar el cuerpo. Un cuerpo sin cabeza, sin familia, sin amigos; un cuerpo suspendido en el aire que había caído en la cinta transportadora de un vertedero. Se vistió a oscuras, la cremallera de la falta se negaba a cerrarse con terquedad, metió tripa y consiguió subirla. Dio un beso suave a su marido y abandonó de puntillas la habitación. Antes de salir, dejó dinero para pagar una excursión que tenía su hijo menor con el instituto.

Todavía era noche cerrada; por suerte el tráfico aún era fluido y el trayecto hasta la comisaría no le llevó más de diez minutos. En la entrada estaba el agente encargado del turno de noche que la saludó con aire cansado.

Le gustaba llegar pronto, cuando todo era silencio en los pasillos y despachos; flotaba en el aire ese ambiente especial del turno de noche que le recordaba a sus primeros años en el Cuerpo: olor a sueño, a café ya situaciones extrañas que solo se dan de madrugada. Entró en su despacho y tuvo tiempo de organizar el trabajo del día antes de la reunión de las ocho. Su equipo llegó puntual y presentaron los informes: Ortiz había interrogado a los empleados. El cuerpo había aparecido a eso de las diez de la mañana, tenía el listado de los camiones que podían haberlo transportado y el recorrido que hacían. Era una zona muy amplia de Madrid. Teresa dudaba que ese dato fuera de mucha utilidad. Romagosa comentó que habría que redactar una nota para la prensa.

-¿Qué decimos, inspectora?

-Lo de siempre: que hay varias líneas de investigación abiertas, que no se ha podido identificar el cuerpo…

-Y que sospechamos un ajuste de cuentas -terminó Ortiz.

-Por qué sospechamos un ajuste de cuentas? -preguntó Teresa intentando controlar la irritación.

-Los tatuajes, inspectora. ¿Usted no ha oído hablar de las Maras?

-Sí, he oído hablar de las Maras, pero hasta mi hijo lleva un tatuaje. ¿Qué significa eso hoy en día?

          Ortiz expresó con un gesto lo que le parecía una madre que permitía que su hijo se tatuara y siguió su explicación.

-Es un problema que se va extendiendo por todas partes, creo que tatúan marcas por cada hombre que matan. Igual esas son las iniciales de los nombres de los que se había cargado ese tío.

-«Ese tío» por ahora es la víctima, que yo sepa. Pero vaya, Ortiz, e investigue lo que pueda de la existencia de esos grupos en Madrid -respondió Teresa.

          Margarita -la última incorporada al equipo- dijo que la búsqueda de las piernas y la cabeza había resultado infructuosa, y que había repasado las denuncias por desaparición de los últimos seis meses sin encontrar a nadie que se correspondiera con los datos que tenían del cuerpo. Linares dijo que habría que investigar entre los grupos de traficantes más conocidos y se ofreció voluntario.

          Todavía estaban repartiendo tareas cuando entró la administrativa.

-Inspectora Pulido, un chico quiere hablar con usted. Dice que es urgente.

-¿Un chico?

-Sí, con malas pintas: rastas, un pendiente, ya sabe.

-Será su hijo pequeño -dijo Ortiz por lo bajo- y hubo un coro de risitas sofocadas. Teresa hizo como si no hubiera oído nada y salió al pasillo. Al fondo, en la sala de espera, un chico de veintipocos años esperaba con aire preocupado. El pelo rubio oscuro estaba peinado con rastas, tal como había dicho la administrativa. Llevaba pantalón vaquero y una camiseta azul marino. Pensó que ya le gustaría a ella que su hijo Marcos tuviera ese aspecto, y no llevara siempre esas camisetas de heavy metal que tanto le gustaban.

          Se dirigió a él.

-Soy la inspectora Pulido, ¿quería hablar conmigo?

          El chico asistió y ella le condujo a su despacho. Cuando se sentaron, el joven abrió la mochila y sacó un papel que le pasó a la inspectora. Con trazos algo torpes reproducía fielmente el tatuaje que el cadáver tenía en el brazo.

-¿Es él? -preguntó el chico.

          Teresa afirmó con la cabeza

-¿Quién era? ¿Cómo has sabido que era él? ¿Quién te ha dado el dibujo?

-Se llamaba José Llona, era de Guatemala. Trabajó en una ONG que orienta a los inmigrantes y les ayuda en los trámites de papeleo, a buscar trabajo, en lo que se puede. José llegó hace un año con su mujer y dos niños pequeños. Vienen a una especie de guardería que hemos habilitado en un local cedido por la parroquia. Su mujer vino a verme, no se atreve a denunciar la desaparición porque no tienen papeles y teme que les expulsen; me ha costado mucho convencerla para que me dibujara el tatuaje y lo ha hecho solo después de que le prometiera no revelar su dirección.

-Pero nosotros no tenemos nada que ver con inmigración. ¡Solo queremos resolver el crimen! -protestó Teresa.

-Para ella la policía es la policía. Sus hijos son pequeños y tiene mucho miedo. Teme que les pase algo malo si habla.

-Escúchame, tienes que conseguir que hable conmigo. Si no quiere venir, quedamos donde diga. Iré yo sola y te doy mi palabra de que en inmigración no sabrán nada. ¿Crees que podrás arreglarlo?

          El chico asintió.

-Sí, creo que es usted de fiar. ¿Cómo podemos contactar?

          Ella le dio su número.

          Pasó el resto de la mañana inquieta, sin centrarse en ninguna tarea y escuchando solo a medias los informes que le iban pasando sus subordinados. A las dos menos cuarto sonó su móvil.

-Hola, soy Guillermo, el que ha ido esta mañana a comisaría.

-Sí, sí, te he conocido. ¿Has podido arreglar algo?

-Sí, hemos quedado a las cuatro en el local de la organización ¿Tiene papel y boli?

          Teresa anotó la dirección que le daba. Al colgar le aumentó el desasosiego. La espera hasta las cuatro le parecía eterna. Decidió comer cualquier cosa y acercarse a Orcasitas antes de la cita; lo que fuera antes que estar sentada en el despacho. Mientras comía un bocadillo en el bar de abajo, hizo el firme propósito de empezar a cuidarse en serio: llevarse una fiambrera con ensalada a comisaría, ir caminando a todas partes, e, incluso, algún día a la piscina.

          Con la conciencia mucho más tranquila, cogió el coche del aparcamiento y se resignó a pasar una hora metida en un atasco. Puso la radio: una bomba había matado a veinte niños en una escuela de Irak; nueva llegada masiva de inmigrantes a Lesbos. De pronto subió el volumen.

          «La policía sigue investigando el que sed ha dado en llamar caso del torso. Por ahora no se descarta ninguna hipótesis, aunque parece probable que se trate de un ajuste de cuentas entre miembros de diferentes bandas…»

Maldito Ortiz. A la noticia siguió un comentario acerca de los distintos tipos de bandas callejeras y el aumento de la delincuencia en los últimos tiempos.

-Pero ¡qué sabréis vosotros! Cualquiera diría que han hecho un estudio estadístico de los delitos y quién los comete. Cretinos. Y luego la gente se cree que todo lo que dicen las noticias es verdad.

          Cuando se cansó de increpar al aparato, lo apagó y puso un CD de música clásica en un vano intento de relajarse. Llegó a Orcasitas y aparcó en una calle junto a la plaza de la Memoria Vinculante. Le encantaba la historia del nombre de esa plaza; la remitía a sus años de instituto. A finales de los setenta los vecinos, con la ayuda de un abogado, habían conseguido que los tribunales determinaran a favor de los vecinos y en contra del ayuntamiento, su derecho a ser realojados en base a lo que decía la Memoria del Plan de Reordenación Urbanístico. Tomó café en un bar y dio una vuelta para hacer tiempo hasta la hora de la cita. Los nombres de las calles decían mucho de las luchas de aquellos años: calle Encierros, calle Retrasos, calle del Plan Parcial … Eran otros tiempos. Faltaban veinte minutos para las cuatro, pero la puerta del local de la ONG estaba abierta y había gente dentro. Todo el mundo parecía muy ocupado, por fin una chica que estaba ordenando papeles en una mesa reparó en ella.

-¿Querías información sobre nuestro grupo?

-Bueno, no exactamente, he quedado aquí con Guillermo, pero mientras les espero me gustaría saber qué hacéis.

          La joven le tendió un folleto.

-Si quieres saber algo más, pregúntame.

          Teresa estaba leyendo el papel cuando alguien le tocó por la espalda. Se giró y vio a Guillermo con una mujer menuda, morena y de aspecto asustado. Unas ojeras violetas le daban un aire exhausto. Guillermo las hizo pasar a una especie de despacho pequeño que había al fondo del local. Se sentaron alrededor de una mesa. El chico las presentó.

-Teresa, esta es Angelita.

          Teresa empezó a hablar despacio, con toda la suavidad que era posible con ese tema.

-Y, por supuesto, no tiene nada que temer respecto a su situación, los papeles no son asunto nuestro, pero el atrapar al que le hizo esto a su marido, sí.

          Angelita empezó a llorar. Sin ruido, como si de los ojos manara agua, como un vaso que se derrama. Contó la historia sin aspavientos. José había tenido varios trabajos, el último era de jardinero en una casa de La Moraleja. Él tenía experiencia porque había trabajado en el campo en su país y pronto aprendió de plantas y flores. Pensaba que, si sus patronos estaban contentos, le recomendarían a otra gente como ellos. Ella trabajaba cuidando a un anciano y vivían con otra familia en dos habitaciones.

          La semana anterior José había vuelto preocupado. Le contó que esa tarde se le había acabado el abono y entrado en una caseta del jardín para ver si encontraba más. No había nada a la vista y comenzó a buscar por los rincones. Vio un viejo armario de madera cerrado con llave, probó a abrirlo con la llave de la caseta, pero no pudo. Encima del mueble encontró una llave pequeña, esa sí abría. En el interior no había ni rastro de abono, pero estaba lleno de cajas que contenían sobres con un polvo blanco. José sabía qué era eso y no quería líos, pero al salir se encontró con el patrón que se enfadó muchísimo y le dijo «qué andaba fisgando por ahí». Él se disculpó.

-Al día siguiente me llamó desde el trabajo -continuó Angelita-. Estaba muy contento; el jefe no se había dado cuenta de nada, le había dicho que le parecía un buen trabajador y quería presentarle a unos amigos, también interesados en un jardinero. Le iba a llevar después del trabajo. Y ya no volvió más.

-¿Y usted no llamó al trabajo?

-No sabía el número. Llamé al celular de José, pero no daba señal. Ellos no sabían que él tenía familia. José decía que así era más fácil encontrar trabajo. A mí me llevó una vez para que viera la casa por fuera, pero no me atrevía a buscarla, mis niños son chiquitos, si se quedan sin padre ni madre…

          Angelita accedió a acompañarla a La Moraleja para mostrarle donde estaba el chalé.

          Ya anochecía cuando Teresa la dejó de nuevo en Orcasitas con la promesa de informarla en cuanto supera algo. Antes de que bajara del coche le preguntó.

-Perdone, Angelita, ¿el tatuaje de José…?

          Por primera vez la mujer sonrió.

-Ah, si señora. Son las iniciales de los nombres de los niños y del mío. Lindo ¿no?

-Muy lindo -dijo Teresa-, muy lindo.+

FALSAS APARIENCIAS

Por LAURA BALAGUÉ

La despertó la migraña. Saltó de la cama a tientas en busca de ibuprofeno. Notaba el estómago revuelto y volvió a acostarse con la esperanza de dormir un poco más. Imposible. La imagen del cuerpo sin brazos ni cabeza aparecía constantemente. Notaba el latido rítmico detrás del ojo izquierdo, el dolor se atenuaba un poco pero no desaparecía. Cuando sonó el despertador se levantó sintiéndose muy desgraciada. Se obligó a desayunar pese a que las náuseas no habían desaparecido. Fantaseó con coger pronto unas vacaciones e irse a un sitio tranquilo, un balneario o un pueblo perdido en el monte. Mientras tomaba el café intentó ordenar la información que tenía hasta el momento: el tronco, sin cabeza y con las piernas seccionadas a la altura de las rodillas, había aparecido en el vertedero dos días antes -las imágenes de «Johnny cogió su fusil» acudían a su mente todo el tiempo-los brazos aparecieron horas después, repartido en varias bolsas de basura. Terminó el café, enjuagó la taza y la metió en el lavavajillas. Hizo una lista de la compra para que su marido se encargara después del trabajo. A saber hasta qué hora estaría ella en comisaría. Le fastidiaba tener que trabajar con Ortiz en ese caso, pero él fue el primero en acudir cuando llamaron del vertedero para informar de la aparición del cuerpo. Podía haber asignado a otros agentes al caso, pero la verdad es que le molestaba su sola presencia, en ese o en cualquier caso, y no quería abusar de su posición de inspectora jefe, más cuando sabía que era una cuestión personal. Cuando la nombraron inspectora de homicidios, tuvo que soportar muchas miradas recelosas, silencios cuando entraba en una habitación, murmullos y risitas cómplices, pero con el paso del tiempo, la situación había ido cambiando. Solo Ortiz mantenía la misma actitud de cinco años atrás cuando, antes de entrar en la sala de reuniones, le oyó decir: «Manda huevos, tener que aguantar por jefa a una tía, roja y que ni siquiera está buena».

Puso una lavadora y dejó una nota en mayúsculas en la nevera que decía: ¡ACORDAOS DE TENDER LA ROPA! No tenía el informe definitivo de la autopsia, pero el Dr. Tejedor le había anticipado algunos datos por teléfono. Era el cuerpo de un varón joven, entre 25 y 30 años, con buena salud. El contenido del estómago demostraba que murió poco después de comer y beber en abundancia. Los miembros y la cabeza se habían cortado con una sierra eléctrica, tipo Rotaflex. El brazo izquierdo presentaba un tatuaje bastante elaborado, con letras enmarcadas en unas cenefas. No había restos de drogas. La causa de la muerte era un disparo en el corazón. Las mutilaciones se habían llevado a cabo después. Recordó las palabras de Ortiz:

-No solo vienen aquí a quitar el pan a los españoles, encima ahora se matan entre ellos y nos dan trabajo.

-¿Quiénes, Ortiz? -había respondido ella intentando formular la pregunta en tono gélido. Pero esas sutilezas no eran para su compañero. La había mirado como si fuese tonta.

-¿Quiénes? Pues quiénes van a ser, los moros, los sudacas, la chusma que llega de todas partes a vivir del cuento aquí.

-¿Y que le hace suponer que no es español? -le había preguntado ella.

-El moreno renegrido que tiene, jefa, a la vista está.

Se había ahorrado contestarle con un chasco o un sarcasmo, era perder el tiempo. En vez de eso, lo había mandado a interrogar a los empleados del vertedero, buscar las listas por desaparición y varias tareas más que esperaba que le mantuvieran ocupado durante todo el día y evitaran su presencia.

Mientras se duchaba, pensó que iba a resultar difícil identificar el cuerpo. Un cuerpo sin cabeza, sin familia, sin amigos; un cuerpo suspendido en el aire que había caído en la cinta transportadora de un vertedero. Se vistió a oscuras, la cremallera de la falta se negaba a cerrarse con terquedad, metió tripa y consiguió subirla. Dio un beso suave a su marido y abandonó de puntillas la habitación. Antes de salir, dejó dinero para pagar una excursión que tenía su hijo menor con el instituto.

Todavía era noche cerrada; por suerte el tráfico aún era fluido y el trayecto hasta la comisaría no le llevó más de diez minutos. En la entrada estaba el agente encargado del turno de noche que la saludó con aire cansado.

Le gustaba llegar pronto, cuando todo era silencio en los pasillos y despachos; flotaba en el aire ese ambiente especial del turno de noche que le recordaba a sus primeros años en el Cuerpo: olor a sueño, a café ya situaciones extrañas que solo se dan de madrugada. Entró en su despacho y tuvo tiempo de organizar el trabajo del día antes de la reunión de las ocho. Su equipo llegó puntual y presentaron los informes: Ortiz había interrogado a los empleados. El cuerpo había aparecido a eso de las diez de la mañana, tenía el listado de los camiones que podían haberlo transportado y el recorrido que hacían. Era una zona muy amplia de Madrid. Teresa dudaba que ese dato fuera de mucha utilidad. Romagosa comentó que habría que redactar una nota para la prensa.

-¿Qué decimos, inspectora?

-Lo de siempre: que hay varias líneas de investigación abiertas, que no se ha podido identificar el cuerpo…

-Y que sospechamos un ajuste de cuentas -terminó Ortiz.

-Por qué sospechamos un ajuste de cuentas? -preguntó Teresa intentando controlar la irritación.

-Los tatuajes, inspectora. ¿Usted no ha oído hablar de las Maras?

-Sí, he oído hablar de las Maras, pero hasta mi hijo lleva un tatuaje. ¿Qué significa eso hoy en día?

          Ortiz expresó con un gesto lo que le parecía una madre que permitía que su hijo se tatuara y siguió su explicación.

-Es un problema que se va extendiendo por todas partes, creo que tatúan marcas por cada hombre que matan. Igual esas son las iniciales de los nombres de los que se había cargado ese tío.

-«Ese tío» por ahora es la víctima, que yo sepa. Pero vaya, Ortiz, e investigue lo que pueda de la existencia de esos grupos en Madrid -respondió Teresa.

          Margarita -la última incorporada al equipo- dijo que la búsqueda de las piernas y la cabeza había resultado infructuosa, y que había repasado las denuncias por desaparición de los últimos seis meses sin encontrar a nadie que se correspondiera con los datos que tenían del cuerpo. Linares dijo que habría que investigar entre los grupos de traficantes más conocidos y se ofreció voluntario.

          Todavía estaban repartiendo tareas cuando entró la administrativa.

-Inspectora Pulido, un chico quiere hablar con usted. Dice que es urgente.

-¿Un chico?

-Sí, con malas pintas: rastas, un pendiente, ya sabe.

-Será su hijo pequeño -dijo Ortiz por lo bajo- y hubo un coro de risitas sofocadas. Teresa hizo como si no hubiera oído nada y salió al pasillo. Al fondo, en la sala de espera, un chico de veintipocos años esperaba con aire preocupado. El pelo rubio oscuro estaba peinado con rastas, tal como había dicho la administrativa. Llevaba pantalón vaquero y una camiseta azul marino. Pensó que ya le gustaría a ella que su hijo Marcos tuviera ese aspecto, y no llevara siempre esas camisetas de heavy metal que tanto le gustaban.

          Se dirigió a él.

-Soy la inspectora Pulido, ¿quería hablar conmigo?

          El chico asistió y ella le condujo a su despacho. Cuando se sentaron, el joven abrió la mochila y sacó un papel que le pasó a la inspectora. Con trazos algo torpes reproducía fielmente el tatuaje que el cadáver tenía en el brazo.

-¿Es él? -preguntó el chico.

          Teresa afirmó con la cabeza

-¿Quién era? ¿Cómo has sabido que era él? ¿Quién te ha dado el dibujo?

-Se llamaba José Llona, era de Guatemala. Trabajó en una ONG que orienta a los inmigrantes y les ayuda en los trámites de papeleo, a buscar trabajo, en lo que se puede. José llegó hace un año con su mujer y dos niños pequeños. Vienen a una especie de guardería que hemos habilitado en un local cedido por la parroquia. Su mujer vino a verme, no se atreve a denunciar la desaparición porque no tienen papeles y teme que les expulsen; me ha costado mucho convencerla para que me dibujara el tatuaje y lo ha hecho solo después de que le prometiera no revelar su dirección.

-Pero nosotros no tenemos nada que ver con inmigración. ¡Solo queremos resolver el crimen! -protestó Teresa.

-Para ella la policía es la policía. Sus hijos son pequeños y tiene mucho miedo. Teme que les pase algo malo si habla.

-Escúchame, tienes que conseguir que hable conmigo. Si no quiere venir, quedamos donde diga. Iré yo sola y te doy mi palabra de que en inmigración no sabrán nada. ¿Crees que podrás arreglarlo?

          El chico asintió.

-Sí, creo que es usted de fiar. ¿Cómo podemos contactar?

          Ella le dio su número.

          Pasó el resto de la mañana inquieta, sin centrarse en ninguna tarea y escuchando solo a medias los informes que le iban pasando sus subordinados. A las dos menos cuarto sonó su móvil.

-Hola, soy Guillermo, el que ha ido esta mañana a comisaría.

-Sí, sí, te he conocido. ¿Has podido arreglar algo?

-Sí, hemos quedado a las cuatro en el local de la organización ¿Tiene papel y boli?

          Teresa anotó la dirección que le daba. Al colgar le aumentó el desasosiego. La espera hasta las cuatro le parecía eterna. Decidió comer cualquier cosa y acercarse a Orcasitas antes de la cita; lo que fuera antes que estar sentada en el despacho. Mientras comía un bocadillo en el bar de abajo, hizo el firme propósito de empezar a cuidarse en serio: llevarse una fiambrera con ensalada a comisaría, ir caminando a todas partes, e, incluso, algún día a la piscina.

          Con la conciencia mucho más tranquila, cogió el coche del aparcamiento y se resignó a pasar una hora metida en un atasco. Puso la radio: una bomba había matado a veinte niños en una escuela de Irak; nueva llegada masiva de inmigrantes a Lesbos. De pronto subió el volumen.

          «La policía sigue investigando el que sed ha dado en llamar caso del torso. Por ahora no se descarta ninguna hipótesis, aunque parece probable que se trate de un ajuste de cuentas entre miembros de diferentes bandas…»

Maldito Ortiz. A la noticia siguió un comentario acerca de los distintos tipos de bandas callejeras y el aumento de la delincuencia en los últimos tiempos.

-Pero ¡qué sabréis vosotros! Cualquiera diría que han hecho un estudio estadístico de los delitos y quién los comete. Cretinos. Y luego la gente se cree que todo lo que dicen las noticias es verdad.

          Cuando se cansó de increpar al aparato, lo apagó y puso un CD de música clásica en un vano intento de relajarse. Llegó a Orcasitas y aparcó en una calle junto a la plaza de la Memoria Vinculante. Le encantaba la historia del nombre de esa plaza; la remitía a sus años de instituto. A finales de los setenta los vecinos, con la ayuda de un abogado, habían conseguido que los tribunales determinaran a favor de los vecinos y en contra del ayuntamiento, su derecho a ser realojados en base a lo que decía la Memoria del Plan de Reordenación Urbanístico. Tomó café en un bar y dio una vuelta para hacer tiempo hasta la hora de la cita. Los nombres de las calles decían mucho de las luchas de aquellos años: calle Encierros, calle Retrasos, calle del Plan Parcial … Eran otros tiempos. Faltaban veinte minutos para las cuatro, pero la puerta del local de la ONG estaba abierta y había gente dentro. Todo el mundo parecía muy ocupado, por fin una chica que estaba ordenando papeles en una mesa reparó en ella.

-¿Querías información sobre nuestro grupo?

-Bueno, no exactamente, he quedado aquí con Guillermo, pero mientras les espero me gustaría saber qué hacéis.

          La joven le tendió un folleto.

-Si quieres saber algo más, pregúntame.

          Teresa estaba leyendo el papel cuando alguien le tocó por la espalda. Se giró y vio a Guillermo con una mujer menuda, morena y de aspecto asustado. Unas ojeras violetas le daban un aire exhausto. Guillermo las hizo pasar a una especie de despacho pequeño que había al fondo del local. Se sentaron alrededor de una mesa. El chico las presentó.

-Teresa, esta es Angelita.

          Teresa empezó a hablar despacio, con toda la suavidad que era posible con ese tema.

-Y, por supuesto, no tiene nada que temer respecto a su situación, los papeles no son asunto nuestro, pero el atrapar al que le hizo esto a su marido, sí.

          Angelita empezó a llorar. Sin ruido, como si de los ojos manara agua, como un vaso que se derrama. Contó la historia sin aspavientos. José había tenido varios trabajos, el último era de jardinero en una casa de La Moraleja. Él tenía experiencia porque había trabajado en el campo en su país y pronto aprendió de plantas y flores. Pensaba que, si sus patronos estaban contentos, le recomendarían a otra gente como ellos. Ella trabajaba cuidando a un anciano y vivían con otra familia en dos habitaciones.

          La semana anterior José había vuelto preocupado. Le contó que esa tarde se le había acabado el abono y entrado en una caseta del jardín para ver si encontraba más. No había nada a la vista y comenzó a buscar por los rincones. Vio un viejo armario de madera cerrado con llave, probó a abrirlo con la llave de la caseta, pero no pudo. Encima del mueble encontró una llave pequeña, esa sí abría. En el interior no había ni rastro de abono, pero estaba lleno de cajas que contenían sobres con un polvo blanco. José sabía qué era eso y no quería líos, pero al salir se encontró con el patrón que se enfadó muchísimo y le dijo «qué andaba fisgando por ahí». Él se disculpó.

-Al día siguiente me llamó desde el trabajo -continuó Angelita-. Estaba muy contento; el jefe no se había dado cuenta de nada, le había dicho que le parecía un buen trabajador y quería presentarle a unos amigos, también interesados en un jardinero. Le iba a llevar después del trabajo. Y ya no volvió más.

-¿Y usted no llamó al trabajo?

-No sabía el número. Llamé al celular de José, pero no daba señal. Ellos no sabían que él tenía familia. José decía que así era más fácil encontrar trabajo. A mí me llevó una vez para que viera la casa por fuera, pero no me atrevía a buscarla, mis niños son chiquitos, si se quedan sin padre ni madre…

          Angelita accedió a acompañarla a La Moraleja para mostrarle donde estaba el chalé.

          Ya anochecía cuando Teresa la dejó de nuevo en Orcasitas con la promesa de informarla en cuanto supera algo. Antes de que bajara del coche le preguntó.

-Perdone, Angelita, ¿el tatuaje de José…?

          Por primera vez la mujer sonrió.

-Ah, si señora. Son las iniciales de los nombres de los niños y del mío. Lindo ¿no?

-Muy lindo -dijo Teresa-, muy lindo.+

FALSAS APARIENCIAS

Por LAURA BALAGUÉ

La despertó la migraña. Saltó de la cama a tientas en busca de ibuprofeno. Notaba el estómago revuelto y volvió a acostarse con la esperanza de dormir un poco más. Imposible. La imagen del cuerpo sin brazos ni cabeza aparecía constantemente. Notaba el latido rítmico detrás del ojo izquierdo, el dolor se atenuaba un poco pero no desaparecía. Cuando sonó el despertador se levantó sintiéndose muy desgraciada. Se obligó a desayunar pese a que las náuseas no habían desaparecido. Fantaseó con coger pronto unas vacaciones e irse a un sitio tranquilo, un balneario o un pueblo perdido en el monte. Mientras tomaba el café intentó ordenar la información que tenía hasta el momento: el tronco, sin cabeza y con las piernas seccionadas a la altura de las rodillas, había aparecido en el vertedero dos días antes -las imágenes de «Johnny cogió su fusil» acudían a su mente todo el tiempo-los brazos aparecieron horas después, repartido en varias bolsas de basura. Terminó el café, enjuagó la taza y la metió en el lavavajillas. Hizo una lista de la compra para que su marido se encargara después del trabajo. A saber hasta qué hora estaría ella en comisaría. Le fastidiaba tener que trabajar con Ortiz en ese caso, pero él fue el primero en acudir cuando llamaron del vertedero para informar de la aparición del cuerpo. Podía haber asignado a otros agentes al caso, pero la verdad es que le molestaba su sola presencia, en ese o en cualquier caso, y no quería abusar de su posición de inspectora jefe, más cuando sabía que era una cuestión personal. Cuando la nombraron inspectora de homicidios, tuvo que soportar muchas miradas recelosas, silencios cuando entraba en una habitación, murmullos y risitas cómplices, pero con el paso del tiempo, la situación había ido cambiando. Solo Ortiz mantenía la misma actitud de cinco años atrás cuando, antes de entrar en la sala de reuniones, le oyó decir: «Manda huevos, tener que aguantar por jefa a una tía, roja y que ni siquiera está buena».

Puso una lavadora y dejó una nota en mayúsculas en la nevera que decía: ¡ACORDAOS DE TENDER LA ROPA! No tenía el informe definitivo de la autopsia, pero el Dr. Tejedor le había anticipado algunos datos por teléfono. Era el cuerpo de un varón joven, entre 25 y 30 años, con buena salud. El contenido del estómago demostraba que murió poco después de comer y beber en abundancia. Los miembros y la cabeza se habían cortado con una sierra eléctrica, tipo Rotaflex. El brazo izquierdo presentaba un tatuaje bastante elaborado, con letras enmarcadas en unas cenefas. No había restos de drogas. La causa de la muerte era un disparo en el corazón. Las mutilaciones se habían llevado a cabo después. Recordó las palabras de Ortiz:

-No solo vienen aquí a quitar el pan a los españoles, encima ahora se matan entre ellos y nos dan trabajo.

-¿Quiénes, Ortiz? -había respondido ella intentando formular la pregunta en tono gélido. Pero esas sutilezas no eran para su compañero. La había mirado como si fuese tonta.

-¿Quiénes? Pues quiénes van a ser, los moros, los sudacas, la chusma que llega de todas partes a vivir del cuento aquí.

-¿Y que le hace suponer que no es español? -le había preguntado ella.

-El moreno renegrido que tiene, jefa, a la vista está.

Se había ahorrado contestarle con un chasco o un sarcasmo, era perder el tiempo. En vez de eso, lo había mandado a interrogar a los empleados del vertedero, buscar las listas por desaparición y varias tareas más que esperaba que le mantuvieran ocupado durante todo el día y evitaran su presencia.

Mientras se duchaba, pensó que iba a resultar difícil identificar el cuerpo. Un cuerpo sin cabeza, sin familia, sin amigos; un cuerpo suspendido en el aire que había caído en la cinta transportadora de un vertedero. Se vistió a oscuras, la cremallera de la falta se negaba a cerrarse con terquedad, metió tripa y consiguió subirla. Dio un beso suave a su marido y abandonó de puntillas la habitación. Antes de salir, dejó dinero para pagar una excursión que tenía su hijo menor con el instituto.

Todavía era noche cerrada; por suerte el tráfico aún era fluido y el trayecto hasta la comisaría no le llevó más de diez minutos. En la entrada estaba el agente encargado del turno de noche que la saludó con aire cansado.

Le gustaba llegar pronto, cuando todo era silencio en los pasillos y despachos; flotaba en el aire ese ambiente especial del turno de noche que le recordaba a sus primeros años en el Cuerpo: olor a sueño, a café ya situaciones extrañas que solo se dan de madrugada. Entró en su despacho y tuvo tiempo de organizar el trabajo del día antes de la reunión de las ocho. Su equipo llegó puntual y presentaron los informes: Ortiz había interrogado a los empleados. El cuerpo había aparecido a eso de las diez de la mañana, tenía el listado de los camiones que podían haberlo transportado y el recorrido que hacían. Era una zona muy amplia de Madrid. Teresa dudaba que ese dato fuera de mucha utilidad. Romagosa comentó que habría que redactar una nota para la prensa.

-¿Qué decimos, inspectora?

-Lo de siempre: que hay varias líneas de investigación abiertas, que no se ha podido identificar el cuerpo…

-Y que sospechamos un ajuste de cuentas -terminó Ortiz.

-Por qué sospechamos un ajuste de cuentas? -preguntó Teresa intentando controlar la irritación.

-Los tatuajes, inspectora. ¿Usted no ha oído hablar de las Maras?

-Sí, he oído hablar de las Maras, pero hasta mi hijo lleva un tatuaje. ¿Qué significa eso hoy en día?

          Ortiz expresó con un gesto lo que le parecía una madre que permitía que su hijo se tatuara y siguió su explicación.

-Es un problema que se va extendiendo por todas partes, creo que tatúan marcas por cada hombre que matan. Igual esas son las iniciales de los nombres de los que se había cargado ese tío.

-«Ese tío» por ahora es la víctima, que yo sepa. Pero vaya, Ortiz, e investigue lo que pueda de la existencia de esos grupos en Madrid -respondió Teresa.

          Margarita -la última incorporada al equipo- dijo que la búsqueda de las piernas y la cabeza había resultado infructuosa, y que había repasado las denuncias por desaparición de los últimos seis meses sin encontrar a nadie que se correspondiera con los datos que tenían del cuerpo. Linares dijo que habría que investigar entre los grupos de traficantes más conocidos y se ofreció voluntario.

          Todavía estaban repartiendo tareas cuando entró la administrativa.

-Inspectora Pulido, un chico quiere hablar con usted. Dice que es urgente.

-¿Un chico?

-Sí, con malas pintas: rastas, un pendiente, ya sabe.

-Será su hijo pequeño -dijo Ortiz por lo bajo- y hubo un coro de risitas sofocadas. Teresa hizo como si no hubiera oído nada y salió al pasillo. Al fondo, en la sala de espera, un chico de veintipocos años esperaba con aire preocupado. El pelo rubio oscuro estaba peinado con rastas, tal como había dicho la administrativa. Llevaba pantalón vaquero y una camiseta azul marino. Pensó que ya le gustaría a ella que su hijo Marcos tuviera ese aspecto, y no llevara siempre esas camisetas de heavy metal que tanto le gustaban.

          Se dirigió a él.

-Soy la inspectora Pulido, ¿quería hablar conmigo?

          El chico asistió y ella le condujo a su despacho. Cuando se sentaron, el joven abrió la mochila y sacó un papel que le pasó a la inspectora. Con trazos algo torpes reproducía fielmente el tatuaje que el cadáver tenía en el brazo.

-¿Es él? -preguntó el chico.

          Teresa afirmó con la cabeza

-¿Quién era? ¿Cómo has sabido que era él? ¿Quién te ha dado el dibujo?

-Se llamaba José Llona, era de Guatemala. Trabajó en una ONG que orienta a los inmigrantes y les ayuda en los trámites de papeleo, a buscar trabajo, en lo que se puede. José llegó hace un año con su mujer y dos niños pequeños. Vienen a una especie de guardería que hemos habilitado en un local cedido por la parroquia. Su mujer vino a verme, no se atreve a denunciar la desaparición porque no tienen papeles y teme que les expulsen; me ha costado mucho convencerla para que me dibujara el tatuaje y lo ha hecho solo después de que le prometiera no revelar su dirección.

-Pero nosotros no tenemos nada que ver con inmigración. ¡Solo queremos resolver el crimen! -protestó Teresa.

-Para ella la policía es la policía. Sus hijos son pequeños y tiene mucho miedo. Teme que les pase algo malo si habla.

-Escúchame, tienes que conseguir que hable conmigo. Si no quiere venir, quedamos donde diga. Iré yo sola y te doy mi palabra de que en inmigración no sabrán nada. ¿Crees que podrás arreglarlo?

          El chico asintió.

-Sí, creo que es usted de fiar. ¿Cómo podemos contactar?

          Ella le dio su número.

          Pasó el resto de la mañana inquieta, sin centrarse en ninguna tarea y escuchando solo a medias los informes que le iban pasando sus subordinados. A las dos menos cuarto sonó su móvil.

-Hola, soy Guillermo, el que ha ido esta mañana a comisaría.

-Sí, sí, te he conocido. ¿Has podido arreglar algo?

-Sí, hemos quedado a las cuatro en el local de la organización ¿Tiene papel y boli?

          Teresa anotó la dirección que le daba. Al colgar le aumentó el desasosiego. La espera hasta las cuatro le parecía eterna. Decidió comer cualquier cosa y acercarse a Orcasitas antes de la cita; lo que fuera antes que estar sentada en el despacho. Mientras comía un bocadillo en el bar de abajo, hizo el firme propósito de empezar a cuidarse en serio: llevarse una fiambrera con ensalada a comisaría, ir caminando a todas partes, e, incluso, algún día a la piscina.

          Con la conciencia mucho más tranquila, cogió el coche del aparcamiento y se resignó a pasar una hora metida en un atasco. Puso la radio: una bomba había matado a veinte niños en una escuela de Irak; nueva llegada masiva de inmigrantes a Lesbos. De pronto subió el volumen.

          «La policía sigue investigando el que sed ha dado en llamar caso del torso. Por ahora no se descarta ninguna hipótesis, aunque parece probable que se trate de un ajuste de cuentas entre miembros de diferentes bandas…»

Maldito Ortiz. A la noticia siguió un comentario acerca de los distintos tipos de bandas callejeras y el aumento de la delincuencia en los últimos tiempos.

-Pero ¡qué sabréis vosotros! Cualquiera diría que han hecho un estudio estadístico de los delitos y quién los comete. Cretinos. Y luego la gente se cree que todo lo que dicen las noticias es verdad.

          Cuando se cansó de increpar al aparato, lo apagó y puso un CD de música clásica en un vano intento de relajarse. Llegó a Orcasitas y aparcó en una calle junto a la plaza de la Memoria Vinculante. Le encantaba la historia del nombre de esa plaza; la remitía a sus años de instituto. A finales de los setenta los vecinos, con la ayuda de un abogado, habían conseguido que los tribunales determinaran a favor de los vecinos y en contra del ayuntamiento, su derecho a ser realojados en base a lo que decía la Memoria del Plan de Reordenación Urbanístico. Tomó café en un bar y dio una vuelta para hacer tiempo hasta la hora de la cita. Los nombres de las calles decían mucho de las luchas de aquellos años: calle Encierros, calle Retrasos, calle del Plan Parcial … Eran otros tiempos. Faltaban veinte minutos para las cuatro, pero la puerta del local de la ONG estaba abierta y había gente dentro. Todo el mundo parecía muy ocupado, por fin una chica que estaba ordenando papeles en una mesa reparó en ella.

-¿Querías información sobre nuestro grupo?

-Bueno, no exactamente, he quedado aquí con Guillermo, pero mientras les espero me gustaría saber qué hacéis.

          La joven le tendió un folleto.

-Si quieres saber algo más, pregúntame.

          Teresa estaba leyendo el papel cuando alguien le tocó por la espalda. Se giró y vio a Guillermo con una mujer menuda, morena y de aspecto asustado. Unas ojeras violetas le daban un aire exhausto. Guillermo las hizo pasar a una especie de despacho pequeño que había al fondo del local. Se sentaron alrededor de una mesa. El chico las presentó.

-Teresa, esta es Angelita.

          Teresa empezó a hablar despacio, con toda la suavidad que era posible con ese tema.

-Y, por supuesto, no tiene nada que temer respecto a su situación, los papeles no son asunto nuestro, pero el atrapar al que le hizo esto a su marido, sí.

          Angelita empezó a llorar. Sin ruido, como si de los ojos manara agua, como un vaso que se derrama. Contó la historia sin aspavientos. José había tenido varios trabajos, el último era de jardinero en una casa de La Moraleja. Él tenía experiencia porque había trabajado en el campo en su país y pronto aprendió de plantas y flores. Pensaba que, si sus patronos estaban contentos, le recomendarían a otra gente como ellos. Ella trabajaba cuidando a un anciano y vivían con otra familia en dos habitaciones.

          La semana anterior José había vuelto preocupado. Le contó que esa tarde se le había acabado el abono y entrado en una caseta del jardín para ver si encontraba más. No había nada a la vista y comenzó a buscar por los rincones. Vio un viejo armario de madera cerrado con llave, probó a abrirlo con la llave de la caseta, pero no pudo. Encima del mueble encontró una llave pequeña, esa sí abría. En el interior no había ni rastro de abono, pero estaba lleno de cajas que contenían sobres con un polvo blanco. José sabía qué era eso y no quería líos, pero al salir se encontró con el patrón que se enfadó muchísimo y le dijo «qué andaba fisgando por ahí». Él se disculpó.

-Al día siguiente me llamó desde el trabajo -continuó Angelita-. Estaba muy contento; el jefe no se había dado cuenta de nada, le había dicho que le parecía un buen trabajador y quería presentarle a unos amigos, también interesados en un jardinero. Le iba a llevar después del trabajo. Y ya no volvió más.

-¿Y usted no llamó al trabajo?

-No sabía el número. Llamé al celular de José, pero no daba señal. Ellos no sabían que él tenía familia. José decía que así era más fácil encontrar trabajo. A mí me llevó una vez para que viera la casa por fuera, pero no me atrevía a buscarla, mis niños son chiquitos, si se quedan sin padre ni madre…

          Angelita accedió a acompañarla a La Moraleja para mostrarle donde estaba el chalé.

          Ya anochecía cuando Teresa la dejó de nuevo en Orcasitas con la promesa de informarla en cuanto supera algo. Antes de que bajara del coche le preguntó.

-Perdone, Angelita, ¿el tatuaje de José…?

          Por primera vez la mujer sonrió.

-Ah, si señora. Son las iniciales de los nombres de los niños y del mío. Lindo ¿no?

-Muy lindo -dijo Teresa-, muy lindo.

© Laura Balagué. Mayo 2023. Todos los derechos reservados 

 

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