RECOMENDAMOS LA LECTURA DE ESTE LIBRO PARA ESTE VERANO: La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, una obra que late al ritmo de la memoria, la soledad y la muerte, convertida en hito narrativo de la literatura contemporánea en lengua castellana.
Sinopsis
En La lluvia amarilla, publicada en 1988, Julio Llamazares retrata el silencio que envuelve a Ainielle, un pueblo real de los Pirineos aragoneses, convertido en símbolo de la España vacía. Andrés, su último habitante, espera la muerte mientras recuerda, en un monólogo interior, los días en que la vida aún bullía entre sus muros de piedra y sus calles empinadas. Bajo la lluvia amarilla del tiempo —esa pátina de olvido que todo lo cubre—, la voz de Andrés rescata fragmentos de una existencia colectiva que se niega a desaparecer del todo.
La novela se articula en forma de monólogo interior continuo, sin capítulos ni divisiones explícitas, reproduciendo así el fluir imparable de los pensamientos del protagonista. Esta estructura lineal, teñida de retrospección, confiere a la obra una cadencia hipnótica que envuelve al lector en un clima de ensoñación y melancolía. Los saltos temporales emergen de manera orgánica: recuerdos de la infancia, de la vida compartida con Sabina —su mujer—, del éxodo de los vecinos, se entrelazan con la voz presente que observa, reflexiona y aguarda. Esta continuidad narrativa potencia la sensación de aislamiento y ruina que corroe el pueblo y a su morador.
Aunque Andrés es el único personaje vivo que transita el espacio de la novela, su monólogo convoca una galería de sombras que lo acompañan: Sabina, la esposa difunta; los vecinos que un día partieron; los animales que poblaron sus tierras y, por extensión, el pueblo entero personificado como una entidad que respira y muere junto a su último habitante. Andrés, más que un personaje, es una conciencia que dialoga con fantasmas. Su construcción psicológica es minuciosa: el lector asiste a la erosión de su mente, que oscila entre la lucidez de la memoria y el delirio de la soledad absoluta. Cada evocación de Sabina está impregnada de ternura y de una culpa velada, que humaniza aún más a este narrador crepuscular.
El estilo de Llamazares combina prosa poética y relato confesional. Su voz narrativa, en primera persona, funde descripción y reflexión en un discurso que suena a lamento y canto fúnebre a partes iguales. La repetición de imágenes —la lluvia amarilla, las casas vacías, la iglesia silenciosa— funciona como un motivo musical que refuerza la atmósfera de deterioro. La sintaxis es cadenciosa, casi litúrgica, sin aspavientos retóricos, pero cargada de lirismo. Los diálogos, ausentes en su forma convencional, emergen como retazos de conversación con los muertos o consigo mismo, profundizando en el aislamiento extremo del protagonista. Es en esta fusión de poesía y narración donde reside la potencia de la novela.
Cuando La lluvia amarilla vio la luz en 1988, la literatura española no había prestado aún atención significativa a la despoblación rural, un fenómeno que comenzaba a visibilizarse como parte de la fractura entre la España urbana y la España interior. Llamazares, con esta obra, se adelantó a un debate que hoy es central en la reflexión sobre la identidad y el territorio. El libro se inscribe también en la tradición de la literatura de la memoria: su mirada a un pasado perdido entronca con obras que exploran la desolación y la decadencia, como Pedro Páramo, de Juan Rulfo, o ciertos pasajes de Miguel Delibes en Los santos inocentes. En el ámbito español, la novela se convirtió en una referencia obligada para posteriores generaciones de escritores preocupados por el vaciamiento demográfico y la memoria rural.
El motivo central es la muerte: la del pueblo, la de su gente, la del propio narrador, fundidas en una metáfora sobre el tiempo como lluvia amarilla que todo lo cubre de óxido y silencio. El amarillo, color de la decadencia y la enfermedad, simboliza la podredumbre imparable que corroe tanto la materia como la memoria. La casa, la iglesia, los animales que desaparecen uno a uno, funcionan como símbolos de una civilización rural que se extingue sin estrépito, dejando tras de sí un eco de voces apagadas. La novela aborda también la soledad radical y la obstinación humana por aferrarse a los recuerdos cuando ya nada queda por retener.
La lluvia amarilla no es una lectura fácil ni ligera: su prosa envolvente exige atención y cierta entrega emocional. Su lirismo, sin embargo, la convierte en un testimonio literario de enorme belleza y potencia simbólica. Llamazares logra, con un estilo sobrio y poético, transmitir la angustia de la soledad absoluta y la dignidad callada de quien decide morir donde vivió, convirtiéndose él mismo en el último testigo de un mundo condenado a la ruina.
Como punto crítico, cabe señalar que la densidad poética de algunos pasajes, su estructura circular y la ausencia de acción externa pueden resultar arduas para lectores que busquen una narrativa más convencional o dinámica. No obstante, es precisamente esta inmutabilidad lo que hace de La lluvia amarilla una pieza única, que permanece en la memoria como una elegía a la intemperie.
Sobre el autor
Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) es uno de los escritores más reconocidos de la literatura española contemporánea. Formado como licenciado en Derecho, su obra oscila entre la poesía, la narrativa y el ensayo. Antes de La lluvia amarilla, había publicado Luna de lobos (1985), novela también centrada en la memoria y la soledad de la montaña leonesa. Entre sus títulos destacan Escenas de cine mudo, Las lágrimas de San Lorenzo y diversos libros de viajes y crónicas sobre la España rural. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y su estilo sigue siendo referencia para quienes estudian la literatura de frontera entre la poesía y la prosa.
Esta novela es en definitiva, una invitación a escuchar el eco de los pueblos vacíos y a reflexionar sobre lo que queda cuando la vida se retira. Para este verano, no hay compañía más sobrecogedora que la voz de Andrés resonando entre las ruinas de Ainielle.
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