–VIII–
A las nueve del día siguiente ya estaban allí otra vez ama y doncella, esperando a Guillermina, que convino en unirse con su amiga en cuanto despachara ciertos quehaceres que tenía en la estación de las Pulgas. Había recibido dos vagones de sillares y obtenido del director de la Compañía del Norte que le hicieran la descarga gratis con las grúas de la empresa… ¡los pasos que tuvo que dar para esto! Pero al fin se salió con la suya, y además quería que del transporte se encargara la misma empresa, que bastante dinero ganaba, y bien podía dar a los huérfanos desvalidos unos cuantos viajes de camiones.
En cuanto entraron Jacinta y Rafaela vieron a Juanín jugando en el patio. Llamáronle y no quiso venir. Las miraba desde lejos, riendo, con media mano metida dentro de la boca; pero en cuanto le enseñaron el tambor que le traían, como se enseñan al toro, azuzándole, las banderillas que se le han de clavar, vino corriendo como exhalación. Su contento era tal que parecía que le iba a dar una pataleta, y estaba tan inquieto, que a Jacinta le costó trabajo colgarle el tambor. Cogidos los palillos uno en cada mano, empezó a dar porrazos sobre el parche, corriendo por aquellos muladares, envidiado de los demás, y sin ocuparse de otra cosa que de meter toda la bulla posible.
Jacinta y Rafaela subieron. La criada llevaba un lío de cosas, dádivas que la señora traía a los menesterosos de aquella pobrísima vecindad. Las mujeres salían a sus puertas movidas de la curiosidad; empezaba el chismorreo, y poco después, en los murmurantes corros que se formaron, circulaban noticias y comentos: «A la señá Nicanora le ha traído un mantón borrego, al tío Dido un sombrero y un chaleco de Bayona, y a Rosa le ha puesto en la mano cinco duros como cinco soles…». —«A la baldada del número 9 le ha traído una manta de cama, y a la señá Encarnación un aquel de franela para la reuma, y al tío Manjavacas un ungüento en un tarro largo que lo llaman pitofufito… sabe, lo que le di yo a mi niña el año pasado, lo cual no le quitó de morírseme…».—«Ya estoy viendo a Manjavacas empeñando el tarro o cambiándolo por gotas de aguardiente…».—«Oí que le quiere comprar el niño a señó Pepe, y que le da treinta mil duros… y le hace gobernaor…».—«¿Gobernaor de qué?…». —«Paicen bobas… pues tiene que ser de las caballerizas repoblicanas…».
Jacinta empezaba a impacientarse porque no llegaba su amiga, y en tanto tres o cuatro mujeres, hablando a un tiempo, le exponían sus necesidades con hiperbólico estilo. Esta tenía a sus dos niños descalcitos; la otra no los tenía descalzos ni calzados, porque se le morían todos, y a ella le había quedado una angustia en el pecho que decían era una eroísma. La de más allá tenía cinco hijos y vísperas, de lo que daba fe el promontorio que le alzaba las faldas media vara del suelo. No podía ir en tal estado a la Fábrica de Tabacos, por lo cual estaba pasando la familia una crujida buena. El pariente de estotra no trabajaba, porque se había caído de un andamio y hacía tres meses que estaba en el catre con un tolondrón en el pecho y muchos dolores, echando sangre por la boca. Tantas y tantas lástimas oprimían el corazón de Jacinta, llevando a su mente ideas muy latas sobre la extensión de la miseria humana. En el seno de la prosperidad en que ella vivía, no pudo darse nunca cuenta de lo grande que es el imperio de la pobreza, y ahora veía que, por mucho que se explore, no se llega nunca a los confines de este dilatado continente. A todos les daba alientos y prometía ampararles en la medida de sus alcances, que, si bien no cortos, eran quizás insuficientes para acudir a tanta y tanta necesidad. El círculo que la rodeaba se iba estrechando, y la dama empezaba a sofocarse. Dio algunos pasos; pero de cada una de sus pisadas brotaba una compasión nueva; delante de su caridad luminosa íbanse levantando las desdichas humanas, y reclamando el derecho a la misericordia. Después de visitar varias casas, saliendo de ellas con el corazón desgarrado, hallábase otra vez en el corredor, ya muy intranquila por la tardanza de su amiga, cuando sintió que le tiraban suavemente de la cachemira. Volviose y vio una niña como de cinco o seis años, lindísima, muy limpia, con una hoja de bónibus en el pelo.
«Señora—le dijo la niña con voz dulce y tímida, pronunciando con la más pura corrección—, ¿ha visto usted mi delantal?».
Cogiendo por los bordes el delantal, que era de cretona azul, recién planchado y sin una mota, lo mostraba a la señorita.
«Sí… ya lo veo—dijo ésta admirada de tanta gracia y coquetería—. Estás muy guapa y el delantal es… magnífico».
—Lo he estrenado hoy… no lo ensuciaré, porque no bajo al patio—añadió la pequeña, hinchando de gozo y vanidad sus naricillas.
—¿De quién eres? ¿Cómo te llamas?
—Adoración. —¡Qué mona eres… y qué simpática!
—Esta niña—dijo una de las vecinas—, es hija de una mujer muy mala que la llaman Mauricia la Dura. Ha vivido aquí dos veces, porque la pusieron en las Arrecogidas, y se escapó, y ahora no se sabe dónde anda.
—¡Pobre niña!… su mamá no la quiere.
—Pero tiene por mamá a su tía Severiana, que la ampara como si fuera hija y la va criando. ¿No conoce la señorita a Severiana?
—He oído hablar de ella a mi amiga.
—Sí, la señorita Guillermina la quiere mucho… Como que ella y Mauricia son hijas de la planchadora de la casa… ¡Severiana!… ¿Dónde está esa mujer?
—En la compra—replicó Adoración.
—Vaya, que eres muy señorita.
La otra, que se oyó llamar señorita, no cabía en sí de satisfacción.
«Señora—dijo, encantando a Jacinta con su metal de voz argentino y su pronunciación celestial—. Yo no me pinté la cara el otro día…».
—¡Tú no…!, ya lo sabía. Eres muy aseada.
—No, no me pinté —repitió acentuando tan fuertemente el no con la cabeza, que parecía que se le rompía el pescuezo—. Esos puercachones me querían pintar, pero no me dejé.
Jacinta y Rafaela estaban embelesadas. No habían visto una niña tan bonita, tan modosa y que se metiera por los ojos como aquella. Daba gusto ver la limpieza de su ropa. La falda la tenía remendada, pero aseadísima; los zapatos eran viejos, pero bien defendidos, y el delantal una obra maestra de pulcritud.
En esto llegó la tía y madre adoptiva de Adoración. Era guapetona, alta y garbosa, mujer de un papelista, y la inquilina más ordenada, o si se quiere, más pudiente de aquella colmena. Vivía en una de las habitaciones mejores del primer patio y no tenía hijos propios, razón más para que Jacinta simpatizase con ella. En cuanto se vieron se comprendieron. Severiana estimó en lo que valían las bondades de la dama para con la pequeña; hízola entrar en su casa, y le ofreció una silla de las que llaman de Viena, mueble que en aquellos tugurios pareciole a Jacinta el colmo de la opulencia.
«¿Y mi ama doña Guillermina?—preguntó Severiana—. Ya sé que viene ahora todos los días. ¿Usted no me conoce? Mi madre fue planchadora en casa de los señores de Pacheco… allí nos criamos mi hermana Mauricia y yo».
—He oído hablar de ustedes a Guillermina…
Severiana dejó el cesto de la compra, que bien repleto traía, arrojó mantón y pañuelo, y no pudo resistir un impulso de vanidad. Entre las habitantes de las casas domingueras es muy común que la que viene de la plaza con abundante compra la exponga a la admiración y a la envidia de las vecinas. Severiana empezó a sacar su repuesto, y alargando la mano lo mostraba de la puerta afuera… «Vean ustedes… una brecolera… un cuarterón de carne de falda… un pico de carnero con carrilladas… escarola…» y por último salió la gran sensación. Severiana la enseñó como un trofeo, reventando de orgullo. «¡Un conejo!» clamaron media docena de voces… «¡Hija, cómo te has corrido!».—«Hija, porque se puede, y lo he sacado por siete riales». Jacinta creyó que la cortesía la obligaba a lisonjear a la dueña de la casa, mirando con muchísimo interés las provisiones y elogiando su bondad y baratura.
Hablose luego de Adoración, que se había cosido a las faldas de Jacinta, y Severiana empezó a referir:
«Esta niña es de mi hermana Mauricia… La señora metió en las Micaelas a mi hermana, pero esta se fugó, encaramándose por una tapia; y ahora la estamos buscando para volverla a encerrar allá».
—Conozco mucho esa Orden—dijo la de Santa Cruz—, y soy muy amiga de las madres Micaelas.
Allí la enderezarán… Crea usted que hacen milagros…
—Pero si es muy mala… señora, muy mala—replicó Severiana dando un suspiro—. Aquí me dejó esta criatura, y no nos pesa, porque me tira el alma como si la hubiera parido… lo cual que todos los míos me han nacido muertos; y mi Juan Antonio le ha tomado tal ley a la chica, que no se puede pasar sin ella. Es una pinturera, eso sí, y me enreda mucho. Como que nació y se crió entre mujeres malas, que la enseñaron a fantasiar y a ponerse polvos en la cara. Cuando va por la calle, hace unos meneos con el cuerpo que… ya le digo que la deslomo, si no se le quita esa maña… ¡Ah!, ¡verás tú, verás, bribonaza! Lo bueno que tiene es que no me empuerca la ropa y le gusta lavarse manos, brazos, hocico, y hasta el cuerpo, señora, hasta el cuerpo. Como coja un pedazo de jabón de olor, pronto da cuenta de él. ¿Pues el peinarse? Ya me ha roto tres espejos, y un día… ¿que creerá la señora que estaba haciendo?… pues pintándose las cejas con un corcho quemado.
Adoración púsose como la grana, avergonzada de las perrerías que se contaban de ella.
«No lo hará más —dijo la dama sin hartarse de acariciar aquella cara tan tersa y tan bonita; y variando la conversación, lo que agradeció mucho la pequeña, se puso a mirar y alabar el buen arreglo de la salita».
«Tiene usted una casa muy mona».
—Para menestrales, talcualita. Ya sabe la señorita que está a su disposición. Es muy grande para nosotros; pero tengo aquí una amiga que vive en compañía, doña Fuensanta, viuda de un señor comandante. Mi marido es bueno como los panes de Dios. Me gana catorce riales y no tiene ningún vicio. Vivimos tan ricamente.
Jacinta admiró la cómoda, bruñida de tanto fregoteo, y el altar que sobre ella formaban mil baratijas, y las fotografías de gente de tropa, con los pantalones pintados de rojo y los botones de amarillo. El Cristo del Gran Poder y la Virgen de la Paloma, eran allí dos hermosos cuadros; había un gran cromo con la Numancia, navegando en un mar de musgo, y otro cuadrito bordado con dos corazones amantes, hechos a estilo de dechado, unidos con una cinta.
Se hacía tarde, y Jacinta no tenía sosiego. Por fin, saliendo al corredor, vio venir a su amiga presurosa, acalorada… «No me riñas, hija; no sabes cómo me han marcado esos badulaques en la estación de las Pulgas. Que no pueden hacer nada sin orden expresa del Consejo. No han hecho caso de la tarjeta que llevé, y tengo que volver esta tarde, y los sillares allí muertos de risa y la obra parada… Pero en fin, vamos a nuestro asunto. ¿En dónde está ese que se come la gente? Adiós, Severiana… Ahora no me puedo entretener contigo. Luego hablaremos».
Avanzaron en busca de la guarida de Izquierdo, siempre rodeadas de vecinas. Adoración iba detrás, cogida a la falda de Jacinta, como los pajes que llevan la cola de los reyes, y delante abriendo calle, como un batidor, la zancuda, que aquel día parecía tener las canillas más desarrolladas y las greñas más sueltas. Jacinta le había llevado unas botas, y estaba la chica muy incomodada porque su madre no se las dejaba poner hasta el domingo.
Vieron entornada la puerta del 17, y Guillermina la empujó. Grande fue su sorpresa al encarar, no con el señor Platón a quien esperaba encontrar allí, sino con una mujerona muy altona y muy feona, vestida de colorines, el talle muy bajo, la cara como teñida de ferruje, el pelo engrasado y de un negro que azuleaba. Echose a reír aquel vestiglo, enseñando unos dientes cuya blancura con la nieve se podría comparar, y dijo a las señoras que Don Pepe no estaba, pero que al momentico vendría. Era la vecina del bohardillón, llamada comúnmente la gallinejera, por tener puesto de gallineja y fritanga en la esquina de la Arganzuela. Solía prestar servicios domésticos al decadente señor de aquel domicilio, barrerle el cuarto una vez al mes, apalearle el jergón, y darle una mano de refregones al Pituso, cuando la porquería le ponía una costra demasiado espesa en su angelical rostro. También solía preparar para el grande hombre algunos platos exquisitos, como dos cuartos de molleja, dos cuartos de sangre frita y a veces una ensalada de escarola, bien cargada de ajo y comino.
No tardó en venir Izquierdo, y echose fuera la estantigua aquella gitanesca, a quien Rafaela miraba con verdadero espanto, rezando mentalmente un Padre-nuestro porque se marchara pronto. Venía el bárbaro dando resoplidos, cual si le rindiera la fatiga de tanto negocio como entre manos traía, y arrojando su pavero en el rincón y limpiándose con un pañuelo en forma de pelota el sudor de la nobilísima frente, soltó este gruñido: «Vengo de en ca Bicerra… ¿Ustés me recibieron? Pues él tampoco… ¡el muy soplao, el muy…! La culpa tengo yo que me rebajo a endividos tan… disinificantes».
—Cálmese usted, Sr. Pepe —indicó Jacinta, sintiéndose fuerte en compañía de su amiga.
Como no había más que dos sillas, Rafaela tuvo que sentarse en el baúl y el grande hombre no comprendido quedose en pie; mas luego tomó una cesta vacía que allí estaba, la puso boca abajo y acomodó su respetable persona en ella.
–IX–
Desde que se cruzaron las primeras palabras de aquella conferencia, que no dudo en llamar memorable, cayó Izquierdo en la cuenta de que tenía que habérselas con un diplomático mucho más fuerte que él. La tal doña Guillermina, con toda su opinión de santa y su carita de Pascua, se le atravesaba. Ya estaba seguro de que le volvería tarumba con sus tiologías porque aquella señora debía de ser muy nea, y él, la verdad, no sabía tratar con neos.
«Con que Sr. Izquierdo—propuso la fundadora sonriendo—, ya sabe usted… esta amiga mía quiere recoger a ese pobre niño, que tan mal se cría al lado de usted… Son dos obras de caridad, porque a usted le socorreremos también, siempre que no sea muy exigente…».
—¡Hostia, con la tía bruja esta!—dijo para sí Platón, revolviendo las palabras con mugidos; y luego en voz alta—: Pues como dije a la señora, si la señora quiere al Pituso, que se aboque con Castelar…
—Eso sí; para que le hagan a usted ministro… Sr. Izquierdo, no nos venga usted con sandeces. ¿Cree que somos tontas? A buena parte viene… Usted no puede desempeñar ningún destino, porque no sabe leer.
Recibió Izquierdo tan tremendo golpe en su vanidad, que no supo qué contestar. Tomando una actitud noble, puesta la mano en el pecho, repuso:
«Señora, eso de no saber no es todo lo verídico… digo que no es todo lo verídico… verbi gracia: que es mentira. A cuenta que nos moteja porque semos probes. La probeza no es deshonra».
—No lo es, cierto, pero sí; pero tampoco es honra, ¿estamos? Conozco pobres muy honrados; pero también los hay que son buenos pájaros.
—Yo soy todo lo decente… ¿estamos?
—¡Ah!, sí… Todos nos llamamos personas decentes; pero facilillo es probarlo. Vamos a ver. ¿Cómo se ha pasado usted la vida? Vendiendo burros y caballos, después conspirando y armando barricadas…
—¡Y a mucha honra, y a mucha honra!… ¡re-hostia!—gritó fuera de sí el chalán, levantándose encolerizado—. ¡Vaya con las tías estas…!
Jacinta daba diente con diente. Rafaela quiso salir a llamar; pero su propio temor le había paralizado las piernas.
«Ja, ja, ja… nos llama tías…—exclamó Guillermina echándose a reír cual si hubiera oído un inocente chiste—. Vaya con el excelentísimo señor… ¿Y piensa que nos vamos a enfadar por la flor que nos echa? Quia; yo estoy muy acostumbrada a estas finuras. Peores cosas le dijeron a Cristo.
—Señora… señora… no me saque la dinidá; mire que me estoy aguantando… aguantando…
—Más aguantamos nosotras. —Yo soy un endivido… tal y como…
—Lo que es usted, bien lo sabemos: un holgazanote y un bruto… Sí hombre, no me desdigo… ¿Piensa usted que le tengo miedo? A ver; saque pronto esa navaja…
—No la gasto pa mujeres… —Ni para hombres… Si creerá este fantasmón que nos va a acoquinar porque tiene esa fachada… Siéntese usted y no haga visajes, que eso servirá para asustar a chicos, pero no a mí. Además de bruto es usted un embustero, porque ni ha estado en Cartagena ni ese es el camino, y todo lo que cuenta de las revoluciones es gana de hablar. A mí me ha enterado quien le conoce a usted bien… ¡Ah!, pobre hombre, ¿sabe usted lo que nos inspira? Pues lástima, una lástima que no puede ponderarle, por lo grande que es…
Completamente aturdido, cual si le hubieran descargado una maza sobre el cuello, Izquierdo se sentó sobre la cesta, y esparció sus miradas por el suelo. Rafaela y Jacinta respiraron, pasmadas del valor de su amiga, a quien veían como una criatura sobrenatural.
—Con que vamos a ver—prosiguió esta guiñando los ojos, como siempre que exponía un asunto importante—. Nosotras nos llevamos al niñito, y le damos a usted una cantidad para que se remedie…
—¿Y qué hago yo con un triste estipendio? ¿Cree que yo me vendo?
—¡Ay, qué delicados están los tiempos!… Usted, ¿qué se ha de vender? Falta que haya quien le compre. Y esto no es compra, sino socorro. No me dirá usted que no lo necesita…
—En fin, pa no cansar… —replicó bruscamente José—, si me dan la ministración…
—Una cantidad y punto concluido…
—¡Que no me da la gana, que no me da la santísima gana!
—Bueno, bueno, no grite usted tanto, que no somos sordas. Y no sea usted tan fino, que tales finuras son impropias de un señor revolucionario tan… feroz.
—Usted me quema la sangre… —¿Con que destino, y si no no? Tijeretas han de ser. A fe que está el hombre cortadito para administrador. Sr. Izquierdo, dejemos las bromas a un lado; me da mucha lástima de usted; porque, lo digo con sinceridad, no me parece tan mala persona como cree la gente. ¿Quiere usted que le diga la verdad? Pues usted es un infelizote que no ha tenido parte en ningún crimen ni en la invención de la pólvora.
Izquierdo alzó la vista del suelo y miró a Guillermina sin ningún rencor. Parecía confirmar con una mirada de sinceridad lo que la fundadora declaraba.
«Y lo sostengo, este hijo de Dios no es un hombre malo. Dicen por ahí que usted asesinó a su segunda mujer… ¡Patraña! Dicen que usted ha robado en los caminos… ¡Mentira! Dicen por ahí que usted ha dado muchos trabucazos en las barricadas… ¡Paparrucha!».
—Parola, parola, parola —murmuró Izquierdo con amargura.
—Usted se ha pasado la vida luchando por el pienso y no sabiendo nunca vencer. No ha tenido arreglo… La verdad, este vendehumos es hombre de poca disposición: no sabe nada, no trabaja, no tiene pesquis más que para echar fanfarronadas y decir que se come los niños crudos. Mucho hablar de la República y de los cantones, y el hombre no sirve ni para los oficios más toscos… ¿Qué tal?, ¿me equivoco? ¿Es este el retrato de usted, sí o no?…
Platón no decía nada, y pasó y repasó su hermosa mirada por los ladrillos del piso, como si los quisiera barrer con ella. Las palabras de Guillermina resonaban en su alma con el acento de esas verdades eternas contra las cuales nada pueden las argucias humanas.
«Después —añadió la santa—, el pobre hombre ha tenido que valerse de mil arbitrios no muy limpios para poder vivir, porque es preciso vivir… Hay que ser indulgente con la miseria, y otorgarle un poquitín de licencia para el mal».
Durante la breve pausa que siguió a los últimos conceptos de Guillermina, el infeliz hombre cayó en su conciencia como en un pozo, y allí se vio tal cual era realmente, despojado de los trapos de oropel en que su amor propio le envolvía; pensó lo que otras veces había pensado, y se dijo en sustancia: «Si soy un verídico mulo, un buen Juan que no sabe matar un mosquito; y esta diabla de santa tiene dentro el cuerpo al Pae Eterno».
Guillermina no le quitaba los ojos, que con los guiños se volvían picarescos. Era una maravilla cómo le adivinaba los pensamientos. Parece mentira, pero no lo es, que después de otra pausa solemne, dijo la Pacheco estas palabras:
«Porque eso de que Castelar le coloque es cosa de labios afuera. Usted mismo no lo cree ni en sueños. Lo dice por embobar a Ido y otros tontos como él… Ni ¿qué destino le van a dar a un hombre que firma con una cruz? Usted que alardea de haber hecho tantas revoluciones y de que nos ha traído la dichosa República, y de que ha fundado el cantón de Cartagena… ¡así ha salido él!… usted que se las echa de hombre perseguido y nos llama neas con desprecio y publica por ahí que le van a hacer archipámpano, se contentará… dígalo con franqueza, se contentará con que le den una portería…».
A Izquierdo le vibró el corazón, y este movimiento del ánimo fue tan claramente advertido por Guillermina, que se echó a reír, y tocándole la rodilla con la mano, repitió:
«¿No es verdad que se contentará?… Vamos, hijo mío, confiéselo por la pasión y muerte de nuestro Redentor, en quien todos creemos».
Los ojos del chalán se iluminaron. Se le escapó una sonrisilla y dijo con viveza:
«¿Portería de ministerio?».
—No, hijo, no tanto… Español había de ser. Siempre picando alto y queriendo servir al Estado… Hablo de portería de casa particular.
Izquierdo frunció el ceño. Lo que él quería era ponerse uniforme con galones. Volvió a sumergirse de una zambullida en su conciencia, y allí dio volteretas alrededor de la portería de casa particular. Él, lo dicho dicho, estaba ya harto de tanto bregar por la perra existencia. ¿Qué mejor descanso podía apetecer que lo que le ofrecía aquella tía, que debía de ser sobrina de la Virgen Santísima?… Porque ya empezaba a ser viejo y no estaba para muchas bromas. La oferta significaba pitanza segura, poco trabajo; y si la portería era de casa grande, el uniforme no se lo quitaba nadie… Ya tenía la boca abierta para soltar un conforme más grande que la casa de que debía ser portero, cuando el amor propio, que era su mayor enemigo, se le amotinó, y la fanfarronería cultivada en su mente armole una gritería espantosa. Hombre perdido. Empezó a menear la cabeza con displicencia, y echando miradas de desdén a una parte y otra, dijo: «¡Una portería!… es poco».
—Ya se ve… no puede olvidar que ha sido ministro de la Gobernación, es decir, que lo quisieron nombrar… aunque me parece que se convino en que todo ello fue invención de esa gran cabeza. Veo que entre usted y D. José Ido, otro que tal, podrían inventar lindas novelas. ¡Ah!, la miseria, el mal comer, ¡cómo hacen desvariar estos pobres cerebros!… En resumidas cuentas, Sr. Izquierdo…
Este se había levantado, y poniéndose a dar paseos por la habitación con las manos en los bolsillos, expresó sus magnánimos pensamientos de esta manera:
«Mi dinidá y sinificancia no me premiten… Es la que se dice: quisiera, pero no pué ser, no pué ser. Si quieren solutamente socorrerme por que me quitan a mi piojín de mi arma, me atengo al honorario».
—¡Alabado sea Dios! Al fin caemos en la cantidad…
Jacinta veía el cielo abierto… pero este cielo se nubló cuando el bárbaro desde un rincón, donde su voz hacía ecos siniestros, soltó estas fatídicas palabras:
«Ea… pues… mil duros, y trato hecho».
—¡Mil duros!—dijo Guillermina—. ¡La Virgen nos acompañe!, ya los quisiéramos para nosotros. Siempre será un poquito menos.
—No bajo ni un chavo. —¿A que sí? Porque si usted es chalán también yo soy chalana.
Jacinta discurría ya cómo se las compondría para juntar los mil duros, que al principio le parecieron suma muy grande, después pequeña, y así estuvo un rato apreciando con diversos criterios de cantidad la cifra.
«Que no rebajo ni tanto así. Lo mismo me da monea metálica que pápiros del Banco. Pero ojo al guarismo, que no rebajo na».
—Eso, eso, tengamos carácter… ¡Pues no tiene pocas pretensiones! Ni usted con toda su casta vale mil cuartos, cuanto más mil duros… Vaya, ¿quiere dos mil reales?
Izquierdo hizo un gesto de desprecio.
«¿Qué, se nos enfada?… Pues nada, quédese usted con su angelito. ¿Pues qué se ha creído el muy majadero, que nos tragábamos la bola de que el Pituso es hijo del esposo de esta señora? ¿Cómo se prueba eso?…».
—Yo na tengo que ver… pues bien claro está que es pae natural—replicó Izquierdo de mal talante—, pae natural del hijo de mi sobrina, verbo y gracia, Juanín.
—¿Tiene usted la partida de bautismo?
—La tengo—dijo el salvaje mirando al cofre sobre el que se sentaba Rafaela.
—No, no saque usted papeles, que tampoco prueban nada. En cuanto a la paternidad natural, como usted dice, será o no será. Pediremos informes a quien pueda darlos.
Izquierdo se rascaba la frente, como escarbando para extraer de ella una idea. La alusión a Juanito hízole recordar sin duda cuando rodó ignominiosamente por la escalera de la casa de Santa Cruz. Jacinta, en tanto, quería llegar a un arreglo ofreciendo la mitad; mas Guillermina, que le adivinó en el semblante sus deseos de conciliación, le impuso silencio, y levantándose, dijo:
«Señor Izquierdo; guárdese usted su churumbé, que lo que es este timo no le ha salido».
—Señora… ¡Hostia!, yo soy un hombre de bien, y conmigo no se queda ninguna nea, ¿estamos? —replicó él con aquella rabia superficial que no pasaba de las palabras.
—Es usted muy amable… Con las finuras que usted gasta no es posible que nos entendamos. ¡Si habrá usted creído que esta señora tenía un gran interés en apropiarse del niño! Es un capricho, nada más que un capricho. Esta simple se ha empeñado en tener chiquillos… manía tonta, porque cuando Dios no quiere darlos, Él se sabrá por qué… Vio al Pituso, le dio lástima, le gustó… pero es muy caro el animalito. En estos dos patios los dan por nada, a escoger… por nada, sí, alma de Dios, y con agradecimiento encima… ¿Qué te creías, que no hay más que tu piojín?… Ahí está esa niña preciosísima que llaman Adoración… Pues nos la llevaremos cuando queramos, porque la voluntad de Severiana es la mía… Con que abur… ¿Qué tienes que contestar?
Ya te veo venir: que el Pituso es de la propia sangre de los señores de Santa Cruz. Podrá ser, y podrá no ser… Ahora mismo nos vamos a contarle el caso al marido de mi amiga, que es hombre de mucha influencia y se tutea con Pi y almuerza con Castelar y es hermano de leche de Salmerón… Él verá lo que hace. Si el niño es suyo, te lo quitará; y si no lo es, ayúdame a sentir. En este caso, pedazo de bárbaro, ni dinero, ni portería, ni nada.
Izquierdo estaba como aturdido con esta rociada de palabras vivas y contundentes. Guillermina, en aquellas grandes crisis oratorias, tuteaba a todo el mundo… Después de empujar hacia la puerta a Jacinta y a Rafaela, volviose al desgraciado, que no acertaba a decir palabra, y echándose a reír con angélica bondad, le habló en estos términos:
«Perdóname que te haya tratado duramente como mereces… Yo soy así. Y no te vayas a creer que me he enfadado. Pero no quiero irme sin darte una limosna y un consejo. La limosna en esta. Toma, para ayuda de un panecillo».
Alargó la mano ofreciéndole dos duros, y viendo que el otro no los tomaba, púsolos sobre una de las sillas.
«El consejo allá va. Tú no vales absolutamente para nada. No sabes ningún oficio, ni siquiera el de peón, porque eres haragán y no te gusta cargar pesos. No sirves ni para barrendero de las calles, ni siquiera para llevar un cartel con anuncios… Y sin embargo, desventurado, no hay hechura de Dios que no tenga su para qué en este taller admirable del trabajo universal; tú has nacido para un gran oficio, en el cual puedes alcanzar mucha gloria y el pan de cada día. Bobalicón, ¿no has caído en ello?… ¡Eres tan bruto!… ¿Pero di, no te has mirado al espejo alguna vez? ¿No se te ha ocurrido?… Pareces lelo… Pues te lo diré: para lo que tú sirves es para modelo de pintores… ¿no entiendes? Pues ellos te ponen vestido de santo, o de caballero, o de Padre Eterno, y te sacan el retrato… porque tienes la gran figura. Cara, cuerpo, expresión, todo lo que no es del alma es en ti noble y hermoso; llevas en tu persona un tesoro, un verdadero tesoro de líneas… Vamos, apuesto a que no lo entiendes».
La vanidad aumentó la turbación en que el bueno de Izquierdo estaba. Presunciones de gloria le pasaron con ráfagas de hoguera por la frente… Entrevió un porvenir brillante… ¡Él, retratado por los pintores!… ¡Y eso se pagaba! Y se ganaban cuartos por vestirse, ponerse y ¡ah!… Platón se miró en el vidrio del cuadro de las trenzas; pero no se veía bien…
«Con que no lo olvides… Preséntate en cualquier estudio, y eres un hombre. Con tu piojín a cuestas, serías el San Cristóbal más hermoso que se podría ver. Adiós, adiós…».
REDACCIÓN . Punto y Seguido