“El cuerpo también piensa. Lo hace cuando se inclina, se repliega, se estira. Cuando se tumba.”
Hay un momento en que el verano comienza de verdad, y no es cuando cae la primera gota de sudor ni cuando se guarda el ordenador en el cajón. Es cuando uno se tumba, abre un libro y decide que durante ese rato —sea media hora o media vida— el mundo queda en suspenso. Leer tumbado es una forma de existencia. También, si nos ponemos algo más precisos, una historia cultural.
No siempre se leyó sentado. En el mundo clásico, los griegos —y más aún los romanos— leían reclinados. En los banquetes, se recitaban textos acostados sobre divanes, en espacios compartidos de ocio intelectual. La lectura era oral, pública, performativa. Algo alejado del recogimiento burgués que siglos después invitaría al lector al sillón orejero o al escritorio iluminado por una lámpara de petróleo.
Con la invención de la imprenta, el libro se volvió más portátil, pero también más disciplinado: leer requería luz, superficie y verticalidad. No fue hasta bien entrado el siglo XIX que empezaron a abundar las imágenes de lectores en cama: mujeres leyendo en chaise longues, burgueses ociosos devorando folletines en pijama. El cuerpo se volvía paisaje, y la lectura, interior.
La auténtica democratización de la lectura tumbada llega con el turismo. El siglo XX —ese siglo donde todo se aceleró, incluso el descanso— transformó radicalmente los usos del cuerpo y los espacios de lectura.
Las tumbonas en la costa, las hamacas en los jardines y las colchonetas a la sombra se convirtieron en escenarios habituales de una lectura veraniega más informal, menos vigilada por la moral del trabajo. Las cubiertas de los libros empezaron a adaptarse al entorno: novelas de playa, ediciones de bolsillo, títulos “de evasión”. La lectura ya no era solo un acto cultural, sino un accesorio del ocio.
Leer tumbado en un tren, por ejemplo, se convirtió en un gesto moderno. De los compartimentos de largo recorrido a los interrail juveniles, el cuerpo lector se desplazaba y, con él, el tipo de texto: relatos breves, diarios, novela negra. Lecturas que entraban bien con el traqueteo.
Hoy, leer tumbado ya no implica necesariamente un libro. En la playa, en la cama o en la azotea, el lector puede alternar páginas con pantallas. Nos tumbamos y deslizamos el dedo: novelas en Kindle, artículos en tablet, boletines digitales en el móvil, hilos en redes. La postura permanece; el soporte cambia.
Hay quien defiende que leer tumbado es incompatible con la atención profunda. Pero ¿acaso no es también una forma de resistencia al ruido? El cuerpo extendido relaja la vigilancia, abre otra respiración. Leer así es otra forma de estar en el mundo: más vulnerable, más permeable, más sensorial.
Pocos se atreven con Dostoievski boca arriba. Pero ahí están las excepciones: quien lee a Bernhard en una esterilla, quien anota a Vila-Matas desde una toalla con arena, quien recupera a Carmen Martín Gaite con las piernas al sol. Leer tumbado no implica leer menos. Implica leer distinto.
Los editores lo saben. Las “lecturas de verano” que aparecen en los escaparates están pensadas para acomodarse al cuerpo que reposa. Ediciones ligeras, textos fragmentarios, formatos accesibles. No es un desprecio a la complejidad, sino un ajuste del tono. Porque el lector de verano es, quizá, el más libre de todos: el que elige qué leer sin prisa, sin urgencia, sin agenda.
La lectura tumbada no es una concesión: es una conquista. Nos devuelve el derecho al ritmo propio, a la digresión, a la respiración lenta del texto. No exige concentración constante, pero sí entrega intermitente. Es menos una práctica de acumulación que de inmersión. Más piel que currículo.
Este verano, en lugar de apilarnos tareas, tal vez convendría tumbarnos más. Leer como quien se deja mecer, como quien escucha un relato al oído mientras cierra los ojos. Porque ahí, en ese pliegue corporal entre la gravedad y la calma, sigue estando la verdadera promesa del libro: hacernos habitar un tiempo distinto, aunque solo sea durante una página.
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