EL BISONTE BLANCO DE IKUME (Iñaki Saínz de Murieta)

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MITOS Y LEYENDAS DE LOS IK’HUE

Los presentes mitos y leyendas conforman el imaginario colectivo de la tribu de los Ik’hue, una nación norteamericana de carácter ficticio en la que se desarrolla la novela «Ik’hue – Lazos de sangre» (Verbum, 2024), obra del prolífico autor guipuzcoano Iñaki Sainz de Murieta.

EL BISONTE BLANCO DE IKUME

Antes de salir de caza, los miembros de la fratría del bisonte acostumbran a contar que, mucho tiempo atrás, el pequeño Ikume salvó a su pueblo de la inanición gracias a su buena disposición y a su generoso carácter, para así animar a los bravos a mirar por el bien común.

Así es como Taheno acostumbraba a narrarlo, antes de cederle su medicina al hijo de su mujer:

Pronto había de llegar el invierno y las reservas de alimento eran verdaderamente escasas en el poblado. Hacía tiempo que las grandes presas habían desaparecido y las más pequeñas se habían vuelto demasiado huidizas. Ante esa perspectiva, muchas mujeres pensaban que pronto deberían hervir los mocasines para tener algo que comer.

Desesperados ante una situación que se alargaba día tras día, amenazando así a la propia supervivencia de la tribu, los líderes de las distintas sociedades se reunieron y, tras mucho deliberar, discurrieron que debían solicitarle ayuda al niño espíritu que llegó hasta ellos convertido en águila.

Aunque Ikume era todavía muy pequeño, lo convocaron a la reunión y le invitaron a probar su tabaco. Echó varias caladas sin inmutarse y pidió perdón por no poder ofrecer su hierba al resto de los allí presentes, pero es que aquella era la primera vez que la probaba. Esto sorprendió mucho a los ancianos, pero lo solucionaron rápidamente. Varios jefes le regalaron sus propias picadas y el jefe de la sociedad del coyote le ofreció su pipa, para que pudiese fumar cuando necesitase consultar algo a los espíritus.

Entonces, con gran solemnidad, el gran jefe le explicó para qué había sido llamado y qué esperaban de él. El niño espíritu dio una nueva bocanada y asintió, aceptando su encargo con una sonrisa en el rostro. También les prometió que, si encontraban una manada de bisontes, él proporcionaría el alimento necesario para que nadie muriese de hambre durante las próximas lunas de invierno. A cambio, deberían confeccionarle un traje ceremonial con la cabeza y la piel de uno de los bisontes que cazase. Los jefes aceptaron sin dudarlo.

A partir de ese momento, los jefes de las distintas sociedades enviaron partidas de reconocimiento en todas direcciones, esperando que alguna manada extraviada apareciese ante sus ojos.

Durante ese tiempo, Ikume se dedicó a preparar sus armas. Usó las enormes garras del águila, a la que había dado muerte cuando apenas contaba con unos días de vida, para la punta de sus saetas. También usó sus plumas para que volasen mejor y sus tendones para las cuerdas. El arco se lo regaló su padre adoptivo, con cuya familia vivía. La madera no era buena, pero era el mejor que tenía. También le talló un nuevo cuchillo de obsidiana y se lo enmangó, añadiéndole unos cascabeles de serpiente para que el espíritu del crótalo le ayudase a cumplir con su objetivo. Esas fueron las armas con las que contaba para salvar a su pueblo. 

Durante la larga espera, aprendió la ceremonia del tabaco y el uso de la pipa sagrada de la mano de sus mayores. Fue así como se le apareció el espíritu de un bisonte blanco. Grande fue su sorpresa cuando el animal le comunicó sus deseos: «Si quieres mi ayuda, deberás abatir a los machos más viejos en primer lugar. Después, si consideradas aún que falta alimento para tu pueblo, matarás a las hembras vejarronas. Con eso debería ser suficiente. Luego, búscame y dame muerte para vestirte con mi piel, ya que eso es lo que has pedido al consejo. Esa será mi medicina para ti. Así podré transmitirte mi sabiduría siempre que sea necesario». 

Así, en cuanto se divisó una densa nube de polvo en el horizonte que denotaba la presencia de una gran manada de bisontes, ayudó a los suyos a levantar el campamento y se dirigieron hacia ella sin perder tiempo, cargando las pesadas narrias tras ellos, ayudados de los perros, mientras los coyotes salían de sus guaridas y los observaban, siempre a la espera de algún descuido que pudiese regalarles un delicioso bocado.

Los oteadores no se habían equivocado. Miles de cabezas de bisontes se extendían ante ellos. Deambulaban por la llanura, cabeceando lentamente en pos de la siguiente brizna de hierba. Los bufidos eran ensordecedores. También lo eran sus pisadas. Tras ellos tan solo quedaba una inabarcable extensión de tierra batida.

La tribu estableció el nuevo campamento y dejaron que Ikume cumpliese con su cometido, pidiéndole únicamente que hiciese saber que daba por terminada la cacería mediante señales de humo, para que ellos pudieran proceder al corte y secado de la carne cuanto antes. Solo entonces acudirían a su encuentro.

Tal y como el espíritu le había aconsejado, y después de buscar el lugar apropiado para sus escaramuzas, comenzó por asaetear a los viejos machos. Lo hizo sin descanso durante toda la jornada. Cuando se quedaba sin flechas, se acercaba hasta las piezas abatidas para retirar las flechas de sus cuerpos, con cuidado de no partirlas y continuar así con su propósito. Dio muerte a tantos machos que no necesitó acabar con ninguna hembra. Había cobrado un bisonte para cada persona. Para entonces, habían transcurrido ya cuatro días.

En el momento en que prendió el fuego y lo cubrió con hierba húmeda, un pequeño bisonte blanco apareció frente a él. El niño espíritu no tardó en reconocerlo.

Esto es lo que el animal le dijo: «Ya sabes lo que debes hacer. Es el deseo del Gran Espíritu». Ikume comprendió que suya era la piel que debía vestir, por lo que sacó su cuchillo y le cortó el cuello, dejando que se desangrase entre sus brazos. Fue una muerte rápida y casi sin dolor. Había cumplido con la visión y con la palabra dada. Le dio las gracias y se lo entregó al jefe de su tribu, para que este cumpliese con su promesa.

La fiesta posterior fue extraordinaria y se extendió durante días, aumentando la alegría en la medida en que crecían los estómagos agradecidos. Eran felices; nada les faltaba. Las labores de secado, despiece y aprovechamiento se alargaron durante semanas, culminando con la entrega de la piel del bisonte blanco a Ikume. Era la mejor de todas.

Al anochecer, se vistió con ella y le ofrendó parte de su tabaco. Creyó escuchar cómo lo masticaba. Entonces, el espíritu le habló: «Esta noche soñarás conmigo y te mostraré mi medicina».

Así es como Taheno termina siempre su historia. Solo el hijo de su mujer conoce la medicina que le transmitió.

© Iñaki Sainz de Murieta. Todos los derechos reservados. 

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Iñaki Sainz de Murieta (Donostia-San Sebastián, 1985) es un antropólogo, escritor y guionista guipuzcoano de renombre. Cuenta con una profusa producción que figura en el catálogo de editoriales de España, Argentina y Estados Unidos, siendo la narrativa, el ensayo y el cómic los géneros que más ha trabajado y por los que más se reconoce su obra. Especialmente reconocida es su colección juvenil «Las aventuras de Kanide», que consta de siete títulos hasta la fecha, sin olvidar el cómic «Hernán Cortés. Oro pólvora y acero» o la publicación «Narraciones y leyendas vascas».

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