Notas sobre la imaginación vigilada
Vivimos en una época que celebra, al menos en apariencia, la creatividad. Se nos exhorta a “pensar diferente”, a “salir de la caja”, a ser “disruptivos”. La imaginación se ha convertido en un bien codiciado, una competencia valorada en el mercado laboral y un reclamo publicitario. Pero, ¿cuánta libertad creativa se nos permite realmente? ¿Hasta qué punto se tolera —o se promueve— un pensamiento que cuestione los marcos establecidos?
Pensar fuera del marco no es una metáfora vacía. El marco, en términos simbólicos, define lo visible y lo invisible, lo que se permite y lo que se censura. En el arte, en el discurso, en la política, el marco delimita el campo de lo legítimo. Lo que queda fuera, se desactiva. Por eso, cuando se invita a la creatividad, a menudo se trata de una creatividad ya enmarcada: segura, estética, funcional. Una creatividad que entretiene, que decora, pero que rara vez interrumpe.
La imaginación vigilada es aquella que opera dentro de las condiciones impuestas. No se le exige explorar, sino simular. Lo vemos en el lenguaje publicitario que imita el gesto poético; en el arte que reproduce la provocación sin riesgo; en la escritura que busca likes antes que preguntas. La supuesta libertad de imaginar se convierte así en una nueva forma de conformismo, más seductora porque se disfraza de innovación.
Frente a eso, el pensamiento libre —verdaderamente libre— se atreve a desobedecer los formatos. No rehúye la complejidad ni el desacuerdo. No busca complacer, sino comprender. A veces es incómodo, incluso oscuro, porque se adentra en lo que no está dicho, en lo que aún no ha encontrado forma. Es, por definición, inadecuado. No rinde cuentas ante el algoritmo ni ante las expectativas de impacto inmediato.
Pensar fuera del marco implica también un tipo de lectura: aprender a ver lo que se oculta tras lo evidente, a detectar el signo en lo cotidiano. Significa leer la ciudad como un texto, escuchar las palabras gastadas y preguntarse qué las desgastó, mirar el silencio como una forma de discurso. Es un ejercicio lento, casi artesanal, que requiere atención y sospecha.
Quizá no podamos eliminar los marcos —siempre habrá límites, contextos, referencias—, pero sí podemos desplazarlos, resquebrajarlos, observarlos desde sus grietas. Es ahí donde nace la posibilidad de un pensamiento que no se conforme con repetir, que no tema la intemperie ni la imprecisión. Un pensamiento capaz de imaginar lo que aún no tiene nombre.
Porque si hay algo verdaderamente libre en esta época, no es el consumo ni la opinión rápida, sino la capacidad de sostener una idea incómoda, de proponer una imagen imprevista, de decir lo que no se espera. Ese gesto, aunque breve, aunque solitario, sigue siendo una forma radical de resistencia.