Laboratorio del lenguaje. Una coma que decide: cuando la puntuación es estilo

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«Yo no sé de reglas. Sigo la música de las frases».
—Luis Martín-Santos—

No siempre se recuerda que la puntuación no obedece solo a normas gramaticales, sino también —y a veces sobre todo— a decisiones estilísticas. Hay comas que sirven para separar elementos en una enumeración, pero hay otras que marcan un ritmo, una inflexión emocional o una pausa que no está en la gramática, sino en la respiración del autor. La puntuación es, a menudo, una forma de oído.

Cuando leemos a Borges, a Clarín o a Azorín, reconocemos de inmediato no solo su vocabulario o su sintaxis, sino también el modo en que puntúan: la manera en que respiran sus frases, cómo distribuyen silencios, el peso de una coma antes de una conjunción, la insistencia en los puntos y comas, la reticencia ante los signos de exclamación. La puntuación —como el tono en una conversación— puede delatar carácter, época o intención. Puede ralentizar o precipitar. Puede insinuar lo que no se dice.

En la escritura literaria —más aún que en otros géneros— la puntuación no es meramente funcional. En los textos narrativos y poéticos, decidir si una coma va o no va puede ser menos una cuestión normativa que una apuesta de sentido. ¿Es lo mismo decir No, volveremos mañana que No volveremos mañana? La primera frase deja abierta la posibilidad del regreso. La segunda lo niega con rotundidad. El estilo se juega, a veces, en esa mínima frontera.

Lo sabían bien escritores como Carmen Martín Gaite, que usaba la puntuación como quien afina una cuerda para dar con el tono justo de una escena o de un pensamiento. También lo practicaba Julio Cortázar, capaz de desafiar la puntuación clásica para lograr el efecto buscado en sus relatos más rítmicos. Las comas flotantes de Proust o los encabalgamientos puntuativos de Alejandra Pizarnik no serían aceptables en una redacción escolar, pero son, en sus respectivos registros, marcas inconfundibles de estilo.

Quizá el mejor ejemplo lo ofrezca la llamada «coma vocativa». Esa que salva, literalmente, de la confusión. No es lo mismo decir Vamos a comer, niños que Vamos a comer niños. La ausencia de la coma cambia el sentido por completo, convirtiendo una invitación en amenaza. Este ejemplo, tan citado en talleres de escritura, resume bien la importancia de una pausa.

Pero también hay comas que no se justifican por reglas, sino por sensibilidad. En el arranque de La invención de Morel, Bioy Casares escribe: «Hoy, al atardecer, he vuelto a la isla». Podría haber escrito «Hoy al atardecer he vuelto a la isla», y la frase sería gramaticalmente correcta. Pero esa coma intermedia establece una atmósfera: pausa el tiempo, subraya el instante. Es, sin decirlo, un recurso narrativo.

En este punto, cabe preguntarse si la puntuación puede aprenderse como se aprende la ortografía, o si debe más bien escucharse. La puntuación intuitiva —aquella que se deja llevar por la cadencia de lo que se quiere decir— no siempre coincide con la normativa, pero suele acercarse al estilo cuando hay oído, cuando hay lectura. Porque quien ha leído con atención sabe cómo suenan las pausas, cómo un punto suspensivo puede contener un mundo, cómo una coma puede salvar del equívoco o añadir ambigüedad.

Pensemos, por ejemplo, en los comienzos. Muchos autores dedican más tiempo a la puntuación de la primera frase que a su redacción. Hay algo ritual en ella, algo de declaración de intenciones. En Cien años de soledad, Gabriel García Márquez nos ofrece una frase inicial larga, rítmica, cargada de comas que acompasan el discurrir del tiempo. En cambio, en El extranjero, de Camus, el primer párrafo es seco, abrupto, y las comas se dosifican al mínimo. Dos estilos, dos mundos.

Una cuestión interesante es la relación entre puntuación y traducción. Traducir un texto literario implica también elegir la puntuación, porque las estructuras sintácticas cambian y con ellas, la música del texto. Una mala traducción puede respetar las palabras pero destruir el ritmo. Hay traductores que entienden esto con finura: respetan no solo lo que el autor dice, sino cómo lo dice. Las pausas, los cortes, las suspensiones, son parte de esa voz que se intenta trasladar.

Por otra parte, conviene notar que hay estilos que prosperan en la ruptura. El estilo telegráfico, por ejemplo, reduce la puntuación a lo esencial. El estilo barroco, por el contrario, se complace en la digresión puntuativa. Entre ambos extremos hay infinitas modulaciones. La elección depende de la intención y de la identidad literaria. Una novela de misterio puede beneficiarse de puntos cortos, secos. Un ensayo meditativo, de comas amplias, abiertas.

La enseñanza formal de la puntuación suele centrarse en los usos normativos. Y es necesario: conocer la regla permite saber cuándo se puede romper. Pero para escribir con estilo, hay que escuchar la frase como quien escucha una melodía. Leerla en voz alta, probar la pausa, ensayar su respiración.

Hay quien escribe como dicta la lógica. Otros escriben como respiran. Y cuando ambas cosas coinciden, la puntuación no es solo correcta: es expresiva. Por eso conviene desconfiar de las fórmulas automáticas. Un corrector de estilo puede sugerir una coma; un escritor, decidir si esa coma es parte de su voz.

Esa decisión es especialmente significativa en los momentos de transición: entre dos ideas, entre dos frases que se rozan pero no se confunden. Una coma puede ser una frontera delicada, un hilo de aire, un ademán de cortesía. Puede ser la huella de una duda o el reflejo de una convicción. Puede, incluso, ser el lugar donde el texto respira por el lector.

Al escribir, no basta con saber dónde iría la coma. Hay que saber qué está diciendo esa coma. Qué detiene, qué espera, qué prolonga. Esa es la diferencia entre una frase correcta y una frase viva.

La puntuación no siempre se explica. A veces se siente.

Como dijo Raymond Carver, escribimos «para ver si por fin escuchamos». Y en esa escucha, a menudo, decide una coma.

Este artículo forma parte del laboratorio continuo que explora el lenguaje desde sus fisuras y precisiones. Gracias por leer hasta aquí. Si algo de lo dicho te acompaña mientras escribes, esa es, sin duda, la mejor puntuación final.

REDACCIÓN

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