COCINA Y CASTIGO
por Ana Morilla
He empezado a sospechar de Kolia cuando mi director web ha muerto. Un accidente –ha dicho la policía–. Anticongelante en la botella de vodka con la que había preparado la varenukha. Con sus toques de clavo, canela y jengibre. Sus uvas y ciruelas pasas. Náuseas, convulsiones, alucinaciones y coma. Casi me ha dado pena haberle propuesto esa bebida. Casi, porque mi director web era un hijo de perra.
Antes de mi director web, mi directora editorial. Otro accidente –dijo la policía–. Raticida –sulfato de talio– mezclado con el azúcar glas de las pryanik. Dolor de cabeza, temblores, taquicardia y parálisis. ¿Cómo acabó ese polvo blanco, insípido y fulminante, en las malditas galletas? ¡Qué desperdicio de nuez moscada, cardamomo y anís estrellado! La muerte beatifica, aunque no lo bastante, porque mi directora editorial sí que era una hija de perra.
Kolia es del Este. Tiene los ojos rasgados por su ascendencia mongol y grises por la herencia vikinga. Alto, deportista; llora cuando su país gana una medalla olímpica. Supersticioso: escupe tres veces por encima del hombro después de tocar madera y nunca deja que me siente en la esquina de una mesa. Acude a la iglesia ortodoxa con su querida babushka –la típica abuela bajita, con su pañuelo colorido en la cabeza–. Demasiados clichés, pero no me importa porque no escribo un puñetero panfleto político sino mi vida.
Conocí a Kolia y a Darina durante este número –fatídico diría yo– especial del Este que mi directora editorial ampulosamente quiso titular “Archipiélago Guisar” –en lo que ella creía un homenaje a Archipiélago Gulag–, pero que finalmente he bautizado como “Cocina y castigo”. Al fin y al cabo Dostoievski es el maestro de la culpa y los remordimientos.
Mi difunta directora no quería un chef engolado, sino una persona anónima que preparase cocina familiar. Al no tener yo amigos ni conexiones de esa zona de Europa, tendría que visitar alguna tienda gourmet o un restaurante especializado para que me pudieran dar referencias. En el centro está el Café Chéjov donde, por cierto, nunca había entrado. Esa misma noche, cuando cerramos, me dirigí allí.
Las paredes de azul intenso, los sillones de terciopelo rojo, los espejos dorados y los jardines colgantes, parecían el decorado de una película de James Bond. Nunca pensé que nuestra ciudad de provincias pudiera acoger un local tan sofisticado. El gerente, Kolia, parecía encantado con la idea y me propuso a su abuela, Darina. Me cito allí a la mañana siguiente, cuando seguro que ni había sonado el despertador de sus refinados clientes.
A la hora convenida aparecí con un lote de revistas de nuestro grupo editorial, en señal de agradecimiento. La cocina, vacía aún de empleados, estaba a nuestra disposición. Mientras fotografiaba la sopa de remolacha, congeniamos. Para la col rellena ya éramos amigas. Cuando llegó el turno del pastel de miel, me habló de su nieto.
Kolia era soltero, había estado en el ejército, de ahí sus tatuajes. Una semana después acariciaba la catedral de San Basilio en su espalda, las estrellas de ocho puntas en sus hombros, la cruz en su pecho. Qué hermoso Kolia sobre mi cama. Cómo me gusta Kolia. Y otras cualidades de Kolia que no cuento por timidez. Especialmente su disposición para escuchar. Debe ser algo de familia porque su querida babushka también sabe oír a los demás. Cuando me paso por el Chéjov para comer con ellos, Darina además me reconforta con un té preparado en el samovar.
Hoy un jefe de la mafia se ha escapado de la cárcel. Las noticias han mostrado sus carnes. Los mismos tatuajes: las estrellas, rango; las cúpulas, años de condena. He empezado a sospechar que Kolia ha trabajado en algo más que el ejército. Y que son demasiados muertos desde que la cocina eslava forma parte de mi vida. Muertos de los que me he quejado por su liderazgo sociópata. Por gritarme en la redacción, por despreciar mis opiniones mientras maquetaba, por sabotearme. Y ya que he empezado a sospechar, también he comprendido que con los asuntos del restaurante es imposible que Kolia tenga tiempo de reparar las miserias de mi revista.
Ahora soy directora editorial y web. Cuando me he reunido con la babushka para fotografíar un último plato que no podía faltar, los pelmeni, esos tortellini del Este, me ha felicitado por mi ascenso. Lo que me ha sorprendido es su pregunta de si tenía “más jefes molestos”, si necesitaba “más ayuda con los pequeños accidentes”. Me ha parecido atisbar bajo el fregadero un bote de raticida y otro de anticongelante. ¿Debí haberlo titulado “Crimen y cocina”?
© Ana Morilla. Todos los derechos reservados.
Me ha gustado mucho Ana,original, veloz y entretenido
Me ha encantado Ana, muchas gracias
Un relato exquisitamente cocinado, enhorabuena
Lo he vuelto a leer y me vuelve a gustar. Engancha desde el principio. Me encanta tu fina ironía y las descripciones que haces, tanto de los personajes como de los lugares. Estoy deseando leer otro relato tuyo, Ana. Besos.