¿Quién tiene la autoridad de afirmar que algo —o alguien— es bello? ¿Qué misterio nos empuja a buscar modelos de perfección estética que, paradójicamente, parecen alejarse cada vez más de lo que sentimos como verdadero? Una imagen recorre las redes sociales, las revistas de tendencias, los listados anuales de las “ciudades más bellas” o “las mujeres más atractivas del mundo”, y con ella se instala una certeza que nadie discute en voz alta: la belleza se puede medir, clasificar y premiar. Pero bajo ese aparente consenso se esconde una paradoja profunda. Mientras las listas de clasificación canonizan rostros, cuerpos o paisajes, la experiencia de lo bello —intensa, personal, irrepetible— se rebela contra toda homogeneización. Como el asombro infantil ante lo inesperado, la belleza auténtica desafía al algoritmo y se abre paso por los márgenes del sistema.
Un canon global: ¿quién dicta lo bello?
Las clasificaciones que pretenden determinar qué es bello y qué no, proliferan como rituales mediáticos de alcance global. Desde listas como “Los 100 rostros más bellos del mundo”, publicadas anualmente por algunos medios, hasta rankings que designan las ciudades “más atractivas” o “más fotogénicas” del planeta según la estética de tal o cual revista u otro medio, todo parece indicar que vivimos bajo un canon estético transnacional y reiterativo.
Este tipo de listados, aunque presentados como ejercicios de entretenimiento o curiosidad cultural, tienen un peso simbólico nada desdeñable. En ellos se repiten ciertos patrones: rostros simétricos, cuerpos ajustados a una delgada proporción, pieles sin imperfecciones, ojos grandes, labios gruesos, mandíbulas marcadas. La fórmula parece simple, pero esconde una compleja red de valores culturales, estándares industriales y consensos mediáticos que rara vez se cuestionan.
Plataformas como TikTok o Instagram amplifican esta lógica. La viralización de ciertos tipos de belleza —el rostro ovalado, los filtros que afinan la nariz o aumentan los pómulos, la luz que elimina texturas— no solo reafirman el canon, sino que lo vuelven omnipresente. Lo que se premia no es solo la apariencia, sino su compatibilidad con el marco visual dominante. Lo que escapa a ese molde, o no entra bien en la pantalla, queda relegado al olvido o al extrañamiento.
El peso de la industria: entre el deseo y la mercancía
La construcción de estos modelos no es inocente. La industria de la moda, la publicidad, el cine y los algoritmos digitales articulan sus propias versiones de la belleza como estrategias de mercado. Como bien señalaba Naomi Wolf en El mito de la belleza, el ideal estético femenino no es solo una cuestión cultural, sino una herramienta de control simbólico. Cada canon hegemónico arrastra consigo una economía del deseo, una industria de la comparación y un sistema de exclusión.
El diseño de campañas publicitarias o de perfiles aspiracionales en redes sociales no busca únicamente agradar, sino fomentar la insatisfacción. Lo bello se convierte en una promesa de pertenencia y éxito, pero también en una trampa: cuanto más cerca se está del ideal, más se perciben las pequeñas desviaciones. Es el culto a una belleza aspiracional, posproducida y siempre inalcanzable.
Las revistas de moda internacional, al igual que los anuncios de productos cosméticos o intervenciones estéticas, promueven cuerpos calibrados por normas de estilización y corrección, muchas veces distantes de la diversidad real. ¿Dónde quedan las arrugas, las cicatrices, las pieles con historia? ¿Qué ocurre con los cuerpos que no desean obedecer?
Singularidad y belleza: el arte de mirar lo que no encaja
Frente a esta homogeneización de lo bello, emerge la pregunta por la singularidad. Si cada ser humano es un universo irrepetible, ¿por qué tendemos a medir su belleza con reglas estandarizadas? ¿Por qué el asombro que despierta un rostro inusual o una ciudad deforme —llena de contrastes y texturas imprevistas— no tiene cabida en los listados?
Umberto Eco, en su célebre ensayo Historia de la belleza, subrayaba la historicidad del concepto: “La belleza ha tenido muchas formas a lo largo del tiempo, y no todas eran lo que hoy consideraríamos estéticamente agradables”. Eco recuerda cómo en la Edad Media se valoraba la proporción divina, mientras que en el Barroco se celebraba el exceso, lo recargado, lo dramático. Hoy, en cambio, predomina un ideal minimalista, higienizado, casi clínico. ¿Significa eso que lo irregular, lo exuberante, lo grotesco ha perdido su poder estético?
Todo lo contrario. La subjetividad del espectador —esa mirada que se detiene y se conmueve— encuentra belleza allí donde el canon no llega. Un rostro atravesado por la experiencia, un gesto que irrumpe en la quietud, una combinación de colores inesperada en una calle cualquiera: ahí reside una belleza que no necesita aprobación, porque no busca ser explicada.
John Berger, en Modos de ver, advierte que “la forma en que miramos está influida por lo que sabemos o creemos saber”. Esta afirmación cobra especial sentido en el terreno de lo estético. Si lo bello se aprende, también puede desaprenderse. Si nos han enseñado a admirar cierto tipo de rasgos, también podemos descubrir otros caminos para emocionarnos.
Lo mediático como pedagogía del gusto
En esta tensión entre la experiencia singular y la norma visual se sitúa el poder de los medios. La visibilidad repetida genera familiaridad, y la familiaridad, gusto. Así lo demuestra el llamado “efecto de mera exposición”, propuesto por el psicólogo Robert Zajonc: cuanto más se nos presenta un estímulo, más probable es que lo percibamos como positivo. Esto explica por qué ciertos tipos de belleza se imponen sin resistencia: son los que más vemos, los que más circulan, los que aprendemos a desear.
La televisión, las redes sociales y los algoritmos de recomendación no solo difunden modelos, sino que los reafirman mediante su reiteración. Así, la belleza no se impone por argumentación, sino por saturación. Lo invisible no puede ser admirado, y lo que no se repite, desaparece del horizonte de lo deseable.
Pero esta pedagogía también puede invertirse. El arte, el activismo y ciertos discursos culturales contemporáneos han comenzado a reivindicar otras formas de belleza: las que no se dejan domesticar por el algoritmo. Desde proyectos fotográficos que celebran la diversidad corporal y funcional, hasta diseñadores que apuestan por rostros no normativos en las pasarelas, hay una brecha que se abre y que permite respirar.
Belleza como resistencia: ejemplos contemporáneos
En los últimos años han emergido iniciativas que contradicen frontalmente el paradigma estético dominante. Uno de los casos más notorios es el del colectivo The Ugly Models, una agencia londinense que representa modelos considerados “no convencionales” por los estándares clásicos. Su lema —“celebramos lo diferente”— interpela con fuerza una industria que durante décadas ha borrado todo lo que se salía del molde.
En el arte, creadores como la española María Espeus han explorado la belleza de los cuerpos ancianos, rotos o heridos, buscando lo sublime en lo que normalmente se esconde. En redes sociales, perfiles como @beauty_redefined o @bodyposipanda cuestionan la relación entre belleza y valor personal, invitando a una lectura más amable y plural del cuerpo.
Incluso en el universo de la moda, algunas firmas han empezado a romper con el mito de la perfección: modelos con vitiligo, con prótesis, con arrugas visibles o con rasgos faciales singulares han protagonizado campañas internacionales. Lejos de ser una moda pasajera, estos gestos apuntan a una sensibilidad emergente que entiende la belleza como una experiencia relacional, no como una forma fija.
Pensar la belleza: voces desde la filosofía
La pregunta por la belleza ha acompañado al pensamiento occidental desde sus orígenes. Platón ya intuía que lo bello tenía un vínculo con la verdad, y que su percepción estaba ligada a una forma de elevación espiritual. Sin embargo, esa concepción idealista ha sido progresivamente desplazada por visiones más complejas y encarnadas.
El filósofo coreano Byung-Chul Han, en La salvación de lo bello, sostiene que hoy asistimos a un proceso de estetización que borra las diferencias: “Lo bello actual es liso, pulido, sin aristas; todo lo que pueda causar resistencia queda fuera del marco”. Para Han, la belleza ha perdido su potencia porque ha sido convertida en objeto de consumo inmediato. Recuperar lo bello sería, entonces, recuperar su capacidad de conmocionar.
María Zambrano, por su parte, relacionaba la belleza con el misterio y lo inasible: “La belleza no se explica, se sufre o se goza”, escribía. Esta intuición poética nos devuelve a la raíz de lo estético: no como categoría objetiva, sino como experiencia irrepetible.
Y no podemos olvidar la contribución de pensadoras como Susan Sontag, quien en Contra la interpretación advertía sobre el peligro de reducir la obra de arte —y por extensión lo bello— a su sentido literal o funcional. “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”. Quizás esa sea una vía fértil para repensar también la belleza cotidiana: no entenderla, sino sentirla.
Una mirada abierta: hacia una belleza plural
La belleza, como toda construcción simbólica, está atravesada por contextos históricos, relaciones de poder y mecanismos de validación social. Pero también —y aquí reside su fuerza— por la posibilidad constante del asombro. Lo bello no se agota en el catálogo, ni se reduce al estándar. Es un gesto, una vibración, una grieta en lo habitual.
Si los listados de “las más bellas” parecen repetirse hasta la caricatura, es porque intentan fijar lo que por naturaleza es escurridizo. Pero la belleza real no se deja domesticar. A menudo está en lo inesperado: en un rostro que no sigue proporciones exactas, en una calle rota por el tiempo, en un cuerpo que baila a pesar del dolor. En todo aquello que no puede ser clasificado, pero sí amado.
En una época saturada de imágenes perfectas, quizás la tarea más revolucionaria sea volver a mirar con atención. No buscar la belleza como un trofeo, sino como una experiencia que nos transforma. Como escribió el poeta Joan Margarit: “La belleza no es un lugar donde ir, sino algo que nos pasa”. Y lo que nos pasa no se somete a ninguna norma.