Capítulo 9 de la novela «Ojalá mi corazón fuese de piedra»

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Cómo no pensar que, en su caso, la idea de volver al pueblo nació alrededor de diez años atrás en aquella celda de castigo del Fuerte de San Cristóbal. La evocación de la sierra, de los espacios infinitos de su memoria, fue la manera que encontró de salvaguardar el clavo ardiendo de su libertad sentado en aquel suelo de tierra, con una herida abierta en el rostro y la espalda apoyada en la humedad de la pared.

Pero el clavo ardiendo se desvanece semanas después en el patio de la prisión. La obcecación en el brillo de sus ojos (y el feo costurón con hilo grueso y negro de su cara) le distingue de casi todos los reclusos, hambrientos, escuálidos y barbudos; casi todos, porque alguno conserva ese brillo, esa determinación; como el preso que se le acerca con paso decidido, se pone de perfil y le dice en voz baja pero firme:

Mañana.

Es un tipo alto, tan alto como él. Apura un cigarrillo mirándole a los ojos.

Mañana —insiste—. ¿Estás?

Estoy —responde.

Al día siguiente se desencadena la tromba humana, el aluvión.

Cerca de cien prisioneros irrumpen en el comedor; pillan desprevenidos a los soldados, caen sobre ellos y los desarman. Antonio Robles, pistola en mano, busca un soldado de su tamaño; cuando lo encuentra, le obliga a despojarse de su uniforme y se lo pone él, levantando las solapas del chaquetón para ocultar la barba y la escandalosa cicatriz.

Corren a lo largo de las galerías, del suelo de adoquines, de las paredes negras de humedad; salen al monte por centenares, atropelladamente, apenas vestidos, muchos de ellos descalzos, al encuentro del ejército republicano. Antonio sabe, porque ha sido informado por los organizadores, de los meses de preparativos, de las conversaciones secretas en esperanto, de los mapas y las rutas, de los cuarenta o cincuenta kilómetros hasta la frontera francesa. No tienen nada que perder: cualquier destino es mejor que aquella inexorable, lenta muerte en vida.

En el interior de uno de los túneles Antonio se cruza con un pequeño grupo de militares que tratan de ponerse a salvo. Reconoce al guardia que le abrió la cara con la culata de un fusil, antes de su último viaje a la celda de castigo. Lo interpreta como un golpe de suerte, una señal que no cuestiona; le hace un gesto para que se acerque y el guardia obedece, confiado por el uniforme. Entonces baja las solapas del chaquetón y le muestra su rostro. El otro comprende, retrocede, trata de escapar. Antonio coloca la pistola en su cabeza y le dispara.

Cabrón —murmura, antes de escupir sobre el cadáver.

Sale de la fortaleza confundido con el resto de fugados. Gritan consignas, se animan entre ellos. Algunos llevan los uniformes de los militares, como él.

En algún momento volverá a acordarse del pueblo, pero será más adelante. Ahora no tiene tiempo. Cuarenta, cincuenta kilómetros: sabe que no va a resultar sencillo llegar hasta la frontera.

© Ángel Calvo Pose. Todos los derechos reservados.

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