La leyenda de IZBÈ

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MITOS Y LEYENDAS DE LOS IK’HUE

Los presentes mitos y leyendas conforman el imaginario colectivo de la tribu de los Ik’hue, una nación norteamericana de carácter ficticio en la que se desarrolla la novela «Ik’hue – Lazos de sangre» (Verbum, 2024), obra del prolífico autor guipuzcoano Iñaki Sainz de Murieta.

LA LEYENDA DE IZBÈ

Cuentan que una pareja tuvo un hijo que no respondía a sus llamadas, ni a la melodía de los pájaros. No prestaba atención a la música, ni a los cuentos de cuna, como tampoco a los gritos de sus muchos hermanos. Aunque algunas noches aún se alimentaba del generoso pecho de su madre, pisaba la tierra con firmeza. También disfrutaba de cada juego, por muy violento que fuera. Corría y saltaba sin que pareciese costarle ningún esfuerzo, demostrando también un fuerte carácter a pesar de su corta edad.

Sin embargo, no aprendió a hablar en el mismo tiempo y forma en que lo hicieron sus hermanos mayores. Preocupados por la tardanza de su hijo en articular palabra, sus padres decidieron acudir a un hombre medicina esperando que pudiese orientarlos. Tras explicar la situación y consultarlo con los espíritus, el chamán, lejos de preocuparse por la especial condición del pequeño, los felicitó y los animó a que lo proclamasen en el poblado con el mayor de los orgullos. Los padres se quedaron sorprendidos ante tal respuesta y demandaron explicaciones. Fue entonces cuando el hechicero les narró la leyenda de Izbè:

Tiempo atrás vivió un bravo privado de la facultad del habla. A pesar de ello, no dejaba nunca de sonreír y de disfrutar de la compañía de otras personas, con quienes departía todos los días valiéndose para ello de su particular ingenio y de los escasos sonidos que malamente había aprendido a reproducir. La caza le ayudó a establecer unos gestos básicos para comunicarse, aumentando y ampliando ese conjunto de significados con el paso de las lunas, hasta que se convirtió en una suerte de idioma no hablado. De hecho, aún hoy en día usamos muchos de estos códigos, que también se aplican a las cuentas y a las cintas de colores con las que adornamos nuestras ropas. Todo esto fue de gran ayuda en los tratos e intercambios con otras naciones. Sus gestos, aunque pequeños, facilitaban mucho la comunicación. Y hoy en día lo siguen haciendo. Por eso confiamos en que todo aquel que se lleva la mano al corazón está empeñando su palabra. Es lo que él hacía.

Además de su enorme valía en muchos ámbitos, se desvivía por ayudar al prójimo. Siempre daba un paso al frente cuando era necesario, sin importarle que fueran tiempos de paz o de guerra. Su ingenio, siendo extraordinario, solo era equiparable a su valentía, ganando para sí, a temprana edad, los primeros honores de guerra. No fueron los únicos. Con el tiempo, ganó por derecho propio la jefatura de su sociedad.

Tuvo numerosa familia, de la que siempre se mostró orgulloso. Sus hijos honraron su figura con una vida recta y plena, prolongando así su recuerdo cuando él ya había abandonado este mundo. Fue muerto en combate, siendo casi un anciano, al quedarse guardando la retirada de los suyos para salvarlos de una muerte cierta. Murió como el bravo que era, combatiendo a un enemigo superior en número. Su caballera fue un símbolo de poder para el enemigo hasta que los nuestros la recuperaron y se incineró en una ceremonia sagrada, junto a otros de sus amuletos y objetos medicinales.

Ahora su espíritu vela por nosotros desde el otro mundo, donde combate a los espíritus malignos que tratan de infligir dolor y pena a nuestro pueblo. Pero no tiene mucho tiempo para esto, porque ahora disfruta hablando y escuchando cada sonido que llega a sus oídos. Y es que, lo que perdió al nacer, con la muerte lo recuperó. Así es como pasa la eternidad, prendado de las conversaciones que mantienen los más pequeños y disfrutando del sonido de la lluvia, sabiendo que la música que proviene del mundo inferior nunca ha de terminar, al menos hasta que la última de las ranas deje de croar.

Tras escuchar atentamente al hombre medicina, comprendieron que el destino de su hijo estaba marcado y bendecido de antemano. Ik lo había elegido entre todos los demás para que fuese un gran hombre, aunque distinto al resto. Su silencio sería su mayor virtud, y no una carga como habían presupuesto, al poder observar el mundo con la atención necesaria y no caer en la tentación de profanar el silencio con palabras vacías. De ese modo, la medida de sus virtudes serían los hechos consumados y no las promesas tras las que otros se escudan. Su propia vida hablaría por él. Sus pasos, aunque silenciosos, abrirían el camino a otros.

Cuentan que así fue.

© Iñaki Sainz de Murieta. Todos los derechos reservados 

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