Desmemoria

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Ya el hombre apenas llora. Se pregunta
por el sabor a muerto de su lengua.
—Antonio Gamoneda—

Podía ser el cielo de cualquier otro lugar. Azul, con las nubes desplazándose, flotando lentamente. Antes y después de la lluvia, la niebla y el granizo. Esa porción de tiempo, esa imagen.

El asfalto antiguo de los caminos: agrietado, con algunos parches de cemento. La tierra seca, el rastro polvoriento de la memoria. (En un sobre de azúcar de Cafés Lisboa: “La calidad de un pintor depende de la cantidad de pasado que lleve consigo”, Pablo Picasso.) La taza de café por la mañana. La taza de café a primera hora de la tarde.

Setos de arizónicas, alambradas, paredes de falsa piedra. Piscinas vacías, pistas de tenis reventadas. Toldos verdes descoloridos por el sol. Él había jugado en esas pistas. (El día anterior, la semana anterior, el mes pasado.) Había nadado en aquellas piscinas, había respirado el cloro, el césped recién cortado. Había caminado bajo pinos piñoneros como champiñones gigantescos, había dotado de relevancia y trascendencia una serie de acciones perfectamente irrelevantes y totalmente intrascendentes. El día anterior, la semana anterior, el mes pasado: era la sensación.

Se entretuvo, hizo sus cálculos. Habían pasado más de treinta y cinco años desde la última vez.

Diez, quince, veinte tarjetas esparcidas sobre el tablero de la mesa. Apenas unas palabras en cada una de ellas: desayuno, merienda, comida, cena, correspondientes a la descripción del menú cuando salió de la UCI y le subieron a planta y pasaron los primeros días a base de suero intravenoso. Dieta líquida, dieta semilíquida, dieta blanda. Desde el caldo limpio desgrasado que comenzó agradeciendo casi con emoción y terminó detestando al límite del hartazgo, hasta el bacalao al horno y la ternera guisada pasando por la compota de manzana o el flan de vainilla y los descafeinados de la merienda y el desayuno. Veinte tarjetas, posiblemente alguna menos. El rastro de los primeros setenta gramos de pan que devoró con irrefenable entusiasmo. El sobrecito de sal, claramente insuficiente para el cuenco amarillo con sopa de arroz o de fideos. Los biscotes que le dañaban las encías. Los paquetes de galletas que terminaba guardando en el cajón de la mesilla de metal.

Poco antes de la medianoche las enfermeras le tomaban la tensión y la temperatura, le inyectaban la heparina y le daban la pastilla para dormir (que guardaba invariablemente en el cajón de las galletas). Entonces miraba por la ventana, sujetándose la enorme cicatriz que lucía en el abdomen. Con la sensación de vivir en un hotel, sensación ligeramente matizada por el movimiento del personal de guardia en las ventanaas y pasillos de la parte de atrás del hospital. Lo que veía desde su ventana: más ventanas. Si le hubiera tocado una habitación impar, al otro lado del pasillo, tendría vistas al Cantábrico.

Ahora ordenaba las tarjetas no en la mesilla metálica con sus libros, sus gafas, su botella de agua, sus bolígrafos, junto a la ventana con vistas a otras ventanas, frente al televisor que no encendió en ningún momento durante su estancia en el hospital; ahora ordenaba las tarjetas sobre una mesa de estilo castellano recién barnizada y la luz se filtraba a través de un seto de arizónicas antes de rebotar contra el muro de aluminio de la ventana más próxima. Ordenaba las tarjetas, miraba el techo y las paredes, movía las manos muy despacio, estudiando el trasnochado gotelé. Ocupaba el único dormitorio amueblado de la casa, abuhardillado, con cama individual de pino, escritorio de estudiante y un póster de la selección española del mundial de baloncesto de mil novecientos ochenta y seis. Como el paseo era la única actividad física que podía realizar, caminaba por las calles de las urbanizaciones de las afueras: chalets de distintas categorías y tamaños, nunca dos iguales, construcciones más bien modestas, anticuadas, repartidas por el terreno ganado a los pinares. Del pueblo en sí tampoco quiso saber mucho. No olvidaba escenas demenciales de maltrato animal durante la celebración de las fiestas patronales, algún verano remoto. Le seguía pareciendo un poblado siniestro donde era posible perderse, en pleno dos mil veintitantos, por la plaza del Generalísimo, la glorieta del Alzamiento o las calles de Calvo Sotelo o José Antonio.

Porque el paseo era la única actividad física que podía realizar. (Una de las tarjetas planeó hasta las baldosas de terrazo. La recogió: sopa de cocido, ternera cocida, patata cocida, pan setenta gramos, flan.) Salía de las urbanizaciones y alcanzaba la estación abandonada, un edificio de mampostería y ladrillo inaugurado pero no estrenado debido a los destrozos causados en las vías durante la Guerra Civil. Llegaba después hasta los pinares, hasta los muros de un monasterio cisterciense, y caminaba hasta el pantano. Acudía a todas las llamadas de su memoria, referencias de un viejo mapa mental. Itinerarios, idas y venidas, claros en el bosque, el infinito de pinos, rocas gigantescas. Respondió a todas las señales menos a una: la fantasmagórica presencia de un hotel arruinado, vacío, incrustado entre chalets en la parte más alta de una pequeña montaña. Habían pasado demasiados años como para que no lo hubieran sustituido por construcciones nuevas y prefería evitar la decepción.

No importaba la época: la diferencia era su propio aspecto, que matizaba su concepto de pasado y de futuro. La diferencia era el cansancio, que matizaba su concepto de presente. La amenaza latente, insalvable, del dolor.

El matiz en el lapsus de treinta y cinco años (al final de la primera década, aproximadamente) se encontraba en los bajos de un bloque de apartamentos que marcaba una especie de frontera entre las urbanizaciones y el pueblo. Uno de esos apartamentos había pertenecido a su familia hasta que lo vendieron, a mediados de los ochenta, para comprar otro en Guardamar del Segura, provincia de Alicante. El matiz: el recuerdo de un regreso fugaz, improvisado, precipitado quizás, saldado con los no menos de diez botellines de Mahou cinco estrellas y los no menos de diez cubatas de DYC con Coca-Cola y las no menos de veinte tapas de mejillones tigre que ahora evocaba con nostalgia, al caminar junto a la puerta del único negocio que funcionaba en los bajos de ese bloque con sus terrazas pintadas de blanco y sus barandillas pintadas de negro y sus tejados de pizarra: una taberna minúscula con vistas a la piscina comunitaria.

Por razones de higiene mental, no se permitía sucumbir a la añoranza. Ni por la plenitud física perdida, ni por el futuro dinamitado por los aires. En la idea, probablemente absurda, de que así controlaba las punzadas de dolor que le encogían el alma con implacable frecuencia. Una brisa helada agitaba de pronto las ramas de los árboles. Una iluminación desconcertante, una noche polar. Una serie de dudas concretas, corrosivas, que sustituían el dolor por un arrebato de ira igualmente concreto y corrosivo. Una rejilla de ventilación. (Sus ojos abiertos como platos, hasta en sueños.) La fantasía geométrica moteada de óxido, sorprendente en un entorno tan pulcro y aséptico: horas, días de inmóvil aislamiento con la obligación autoimpuesta de tatuar esa rejilla en su cerebro. Como el perfil de la enfermera más joven, que empleaba sus ratos libres del turno de noche en la construcción de una esfera del tamaño de un balón de fútbol engarzando pajaritas de papel. La enfermera se acercaba, silenciosa, sonriente, reponía su bolsa de suero, vigilaba sus constantes vitales, le ofrecía, con voz de terciopelo, una pastilla para dormir. Él rechazaba la pastilla. Con casi medio cuerpo insensible, inmóvil, aislado en un box dentro de la unidad de cuidados intensivos, no quería perder de vista su creciente desesperación. Grababa a fuego cada milímetro cuadrado de la rejilla de ventilación, la imagen de la enfermera construyendo su artefacto a través del cristal de una minúscula ventana, su lucha inútil contra la inmovilidad de la pierna derecha, el tiempo detenido en los relojes que no podía ver: había soñado, completamente despierto, que volvía a vivirlo todo con los brazos apoyados en la madera recién barnizada de una mesa de salón estilo castellano a quinientos cincuenta y un kilómetros y cincuenta metros de allí.

Volvía a fijar la mirada, encontraba un horizonte. Se llevaba la mano a la cicatriz, malhumorado. En el hospital no tenía frío: había calefacción. En aquella casa se dedicaba a mirar la chimenea apagada como quien mira la pantalla de un televisor desenchufado. Una tarde condujo el Citroën más allá de los límites del pinar y llenó el maletero de leña; recogió ramas y piñas, partió los palos más largos hasta sentir el aviso de hernia, volvió a casa, descargó la leña y encendió la chimenea con las piñas, las ramas, un tronco de roble y todas y cada una de las diez, quince, veinte tarjetas con los menús del hospital. Se le olvidaron los menús del hospital. Se le olvidó que dos años atrás levantaba pesas regularmente en un gimnasio y hacía alarde de su fuerza física a la menor oportunidad. Se le olvidó que había salvado la vida por segundos, de milagro. Se le olvidó la vida. Se le olvidó el milagro.

Creció jugando al fútbol y destrozándose las rodillas en los descampados de su barrio. Cuando desaparecieron los descampados, comprendió que se hacía mayor. Los cimientos de su memoria se asentaron en la penumbra de los soportales, en el interior de los bloques de pisos, en el trazado de las líneas de transporte público, de metro y de autobús.

Ahora, su huída hacia adelante se manifestaba como una frenética carrera marcha atrás a toda velocidad. En algún momento se detendría y, entonces, el vértigo sería la señal. No el vértigo del movimiento: el vértigo del vacío, el eco de unas palabras, la voz de una mujer. El vértigo del final.

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