Aunque le estaba buscando, en ese u otro lugar del pueblo y de la sierra, y aunque le reconoce inmediatamente —detrás de su tamaño desmesurado y sus cicatrices, protegidos por esa opacidad, por esa pátina de crudeza, se esconden los ojos del adolescente que encontró en esa misma finca, una vez—, su llegada le produce la inquietante sensación que no le produjo la guerra, ni siquiera el hallazgo del cadáver de su padre: la certeza de hallarse ante un acontecimiento crucial, definitivo, después de lo que no iba a resultarle fácil (en el mejor de los casos) continuar como si tal cosa con su vida, olvidarlo o, simplemente, hacer como si no hubiera ocurrido.
Trata de reaccionar al desconcierto inicial igual que sus pupilas se adaptan a la oscuridad repentina, y maldice en su interior el día de la llegada de aquel pariente suyo al pueblo. Entonces escucha el sonido cavernoso que vuelve a sorprenderle:
—Faustino, cuánto tiempo.
No le gusta oír su nombre envuelto en ese aire de ultratumba. Es una voz grave, extraña (metálica); desde luego no es la forma de hablar de nadie que conozca.
—¿A qué has venido?
Se acerca despacio, agachando la cabeza, con las manos metidas en los bolsillos de una especie de chaquetón negro. Faustino tensa los músculos.
—Supongo que me invitarás a un trago.
—Qué coño de trago… ¿A qué has venido? —insiste—-. ¿Por qué no desapareces? Quiero que te vayas, que te vayas de esta finca, que te marches del pueblo ahora que todavía estás a tiempo. Vete por donde has venido, escóndete en otra parte, fuera de mi vista.
Se acerca un poco más, todo lo que permite el espacio reducido de la majada.
—Me tendría que salir de los cojones, y evidentemente no es el caso. Además -sonríe: la sonrisa es poco más que una mueca siniestra a la luz del candil que Faustino continúa sujetando-, esta finca pertenecía a nuestros padres, lo que significa que ahora nos pertenece a nosotros, si tenemos en cuenta que ellos dos han pasado a mejor vida. Es decir, esto de aquí es tuyo, pero también es mío. Todo: el pinar, la alberca y esta choza con todo lo que hay dentro. Incluyendo lo que escondes debajo de esas tablas, que, por cierto, ahora mismo está al alcance de cualquiera. Deberíamos cerrar la puerta de alguna forma, no sé cómo no se te ha ocurrido antes.
Faustino siente cómo le hierve la sangre, poseído por un arrebato de ira incontenible y creciente.
—Maldito… Ya es demasiado tarde. Te lo dije.
Deja el candil en la mesa de madera, mete la mano en el interior de la zamarra y saca el cuchillo de caza, abalanzándose sobre su primo Antonio. Antonio aprovecha los segundos que tarda en desenfundar el cuchillo y le agarra la muñeca con su mano izquierda, apretándola con fuerza.
Sigue apretando; Faustino no sabe en qué momento han salido esas manos enguantadas de los bolsillos. Tampoco acierta a distinguir la otra mano, la derecha, estampándose contra su rostro una y otra vez.
Los golpes terminan cuando deja caer el cuchillo, a punto de perder el conocimiento. Entonces Antonio le suelta la muñeca y le arrastra hacia el exterior de la majada agarrándole de la pechera, agarrándole después la nuca y golpeando su cabeza contra la pared de piedra hasta que se cansa de hacerlo, o hasta que considera que ya ha sido suficiente.
Suelta el cuerpo inerte de su primo y entra de nuevo en la choza; sale inmediatamente, con la botella de vino. Limpia la boca y bebe, sentado en una roca a la sombra de la higuera. Ha vuelto a salir el sol.
— Ángel Calvo Pose—