Daniel observaba las fotos, que realizó el martes, en su cámara digital. Admiraba la belleza nostálgica y triste de aquel cementerio con vistas al mar. Pasaba las fotos sin prisas. Estaba en su viejo sillón como todas las noches. La televisión anunciaba una entretenida noche de cine de terror. Su plato de sopa hirviendo se enfriaba en la mesa. La jugosa hamburguesa descansaba en un plato de cristal y unas hojas escritas a mano estaban esparcidas por la mesa. Le gustaba garabatear todas las ideas que le venían de repente para su novela y luego darles forma en el ordenador.
La semana anterior fue estresante. El papeleo y los clientes le agobiaban cada vez más hasta resultar insoportable. Cada vez sentía más ganas de dejar ese trabajo familiar y recorrer el mundo. No tenía hijos, vivía solo y todo lo que ganaba era para pagar el alquiler y el resto lo ahorraba como el puño de un viejo avaro. Gastaba muy poco. Daniel rara vez se concedía algún capricho. El último fue su cámara de fotos digital con su paga extra de verano. Quería ahorrar lo suficiente para pasarse el resto de su vida viajando con su cámara de fotos. Daniel era un espíritu libre como los pura sangre galopando con el viento.
Y Gabriela. También le estresó su bella compañera. Trabajaban uno al lado del otro durante diez años.
La administrativa de la oficina, le había confesado sus sentimientos a la salida del trabajo, pero Daniel solo estaba enamorado de sí mismo y de sus aficiones, escribir y visitar cementerios. «Yo no nací para vivir en pareja, mi destino es estar solo toda mi vida».
La joven enamorada era de gran belleza. De larga melena rubia, ojos azul intenso, y labios carnosos. Muy bien proporcionada y generosa de escote. De piel blanca como la fina nieve. Pretendientes y admiradores no le faltaban pero ella solo tenía ojos para ese chico de ojos negros, retraído y callado. Albergaba la esperanza que él acabara sintiendo algo por ella. No faltaba nunca al trabajo. Ni siquiera cuando cogía la gripe. Intentaba tener todo tipo de conversaciones con él. Sabía de su afición por los cementerios. Pero Daniel era de pocas palabras y aunque era muy educado con ella, dejaba latente esa frialdad hacia Gabriela.
Daniel no permitía ninguna clase de confianzas. Era consciente de los sentimientos que albergaba su compañera hacia él. Gabriela estaba cada vez más desesperanzada y dias atrás decidió dar el paso y reconocerle todo lo que sentía hacia él. El joven se puso de todos los colores, pues no estaba cómodo en esas situaciones. Daniel le respondió con el mayor tacto que pudo, que él no sentía lo mismo. Que la consideraba una excelente persona y una buena compañera de trabajo, pero nada más. Gabriela en un último arrebato intentó besarle, pero Daniel apartó la cabeza mirando al infinito con un silencio cortante y sepulcral. Quizá temía mirarla a los ojos y rendirse a sus encantos y a aquel beso henchido de amor. En el fondo Daniel era un cobarde en lo que a sentimientos se refería. No quería sufrir por nadie. La pobre joven lo miró unos segundos con los ojos vidriosos y abandonó corriendo la oficina rota de dolor, con el corazón destrozado.
El joven esperaba que su compañera actuara con normalidad y no volviera a hacerle pasar por un momento tan bochornoso. Esperaba que al volver de sus vacaciones todo volviera a ser como antes. No quería que nadie alterara sus planes. Y enamorarse sería una gran piedra en su camino por el que no estaba dispuesto a tropezar.
«Gabriela», su corazón admitía que no le resultaba indiferente esa mujer. Pero su cabeza se mantenía altiva y fría. Cero complicaciones. No iba a complicarse la vida por una mujer. Se enganchaban y luego querían avanzar y tener hijos. No. Ni mucho menos caería en las redes de ninguna mujer. Daniel decidió borrar de la cabeza las bellas facciones de Gabriela. Sus labios carnosos. Su dulce mirada azul cielo. Cuanto más intentaba no pensar en ella, más lo hacía. Estaba ya perdido en sus pensamientos mirando las fotos de aquel cementerio casi sin mirarlas hasta que.. Se detuvo en una foto.
Amplió la imagen de aquella lápida donde vio gritar de dolor a aquella mujer.
Daniel se quedó pálido. La foto que tomó a la blanca lápida, a aquel epitafio, aparecía una mancha negra extraña, con la forma definida de unas grandes tijeras abiertas.
Necesitaba acercarse a ese cementerio. Se acercaría mañana sin falta.
Antes de guardar la cámara, reparó en algo. Un sombrero negro brillante de copa alta y banda roja descansaba justo bajo esa lápida. Como un perro guardián oscuro. Daniel no recordaba haber visto esa chistera de mago de circo, en el momento de la foto. Era imposible no acordarse de un sombrero así.
Dejó la cámara de fotos encima de la mesa. Mordisqueó otro trozo de hamburguesa y tomó la sopa ya fría, pensativo. Fijó su atención al televisor. Su pulso estaba acelerado. Encendió todas las luces del salón y se acercó a su móvil. No había llamadas registradas. Ya solo pensaba en la foto y en esa mancha negra que recordaba a unas tijeras abiertas. Estaba empezando a anidar el miedo en él y no le gustaba.
«Chillarás,Dani»
© Verónica Vázquez