Admiraba la belleza de aquel camposanto. Daniel se mantuvo alejado de esas personas que lloraban la muerte de un familiar, hasta que escuchó los gritos desgarradores de la mujer y entendió con gran angustia, que eran unos padres enterrando a un hijo. Algo que iba en contra de la naturaleza. Él experimentaba terror a sufrir. Jamás sentiría ese dolor. Nunca tendría hijos.
«¡Mi hijo!! Mi hijo! ¡Ahora dormirá frío todas las noches! ¡Hijo míoo!»
A Daniel se le encogió el corazón y deseó que encontrara esa madre pronto la serenidad y la paz. Se distanció totalmente hasta perderlos de vista. Abrió su mochila oscura y sacó su cámara. Rápido se enfrascó en su mundo realizando multitud de fotos en aquella hermosa necrópolis. Una señora de edad avanzada, depositaba un ramo de flores en una lápida. Lloraba silenciosa besando aquella tumba.
«Mientras nos recuerden al fallecer, no estaremos del todo muertos», pensó Daniel, observando a esa pobre anciana con el mayor de los respetos. Se le ocurrió la idea de poner esa frase en su novela. Se alejó con su preciada cámara realizando fotos de todo el cementerio.
El tiempo pasó volando y pasó sin darse cuenta por el mismo sitio donde vio aquella pobre madre, horas atrás, llorando a su hijo. Ya no había nadie rodeando aquella tumba. Leyó el epitafio de aquella lápida..
Fuiste nuestro mayor orgullo y nuestro mayor tesoro. Volveremos a abrazarnos. Te queremos profundamente amado hijo.
Daniel tomó una foto. La vida podía ser tan bella como cruel. Gotas de lluvia helada empezaron a caer sobre él. Guardó rápido su cámara y regresó a su hogar pensativo. Necesitaba disfrutar de una ducha reparadora. Sentía frío en los huesos. Jamás tendría hijos, jamás. No pasaría nunca por un sufrimiento así. Estuvo el resto del martes diciéndoselo así mismo. El joven quería controlar todo en su vida, hasta el sufrimiento, pero la vida era impredecible y las mayores alegrías y los mayores pesares llegan muchas veces sin avisar.
© Verónica Vázquez