LA FAMILIA – SARA MESA
A saber cómo es cuando sube a su casa –dijo una vecina más suspicaz que el resto.
Bueno, se equivocaba, a solas, en el piso moderno y casi sin muebles, el padre era tan servicial y amable como en la calle, con sus relatos, sus aforismos y la inagotable misión de iluminarla a ella, de encauzarla hacia la verdad.
La familia – Sara Mesa
Digamos que desde que Simone de Beauvoir dejó escrito aquello de que “La familia es un nido de perversiones” está claro que para escribir un drama en condiciones basta con posar la mirada en una familia cualquiera. Da igual el tipo de familia en el que te inspires porque no existe la familia perfecta y, por lo tanto, con dirigir la atención solo hacia, no tanto el lado más oscuro, o grotesco como el del libro que nos ocupa, que ese sí que no tiene por qué ser patrimonio de todas las familias, esos momentos de tensión o verdadero enfrentamiento provocados por las inevitables incompatibilidades de los caracteres o intereses de los individuos que la componen, y sacarlo de su contexto, es decir, convirtiendo la anécdota en norma, es decir, los malos ratos o hábitos que cada cual tiene que aguantar de su parentela más cercana al mismo tiempo que aporta los suyos propios, ya tienes tu drama al alcance de tu pluma. Al fin y al cabo, la literatura en la mayoría de los casos suele ser el resultado de hacer pasar la realidad por el filtro de la exageración, y cuando se trata de lo cotidiano corremos siempre el riesgo de caer en el tremendismo que tan buena cosecha dio en la literatura española de los años cuarenta del siglo XX, acaso con el único propósito de hacerla más atractiva, puede que ya solo legible, dado que, si te paras a pensarlo: “¿Qué interés puede tener el relato verdaderamente fidedigno de lo cotidiano sin someterlo previamente a la visión más o menos distorsionada resultante de los prejuicios de cada cual? Ninguno, eso no ha valido nunca en literatura, ni siquiera para hacer costumbrismo.
Con lo cual toca preguntarse en qué puede residir el valor literario de un libro como La familia de Sara Mesa para haber sido el más destacado y elogiado por la mayoría de la crítica entre los publicados el pasado año 2022. Pues nada más y nada menos que en la habilidad narrativa de su autora para convertir las vicisitudes de una familia española de clase media contemporánea en materia literaria al utilizar con verdadera maestría tanto su capacidad para cartografiar la condición humana a través de la construcción pormenorizada de unos personajes casi siempre frágiles, oprimidos por cuales sean las circunstancias, o ya solo dignos de compasión en razón de sus propias limitaciones, con los que el lector no tarda en conectar porque se ve identificados con ellos de alguna u otra manera, siquiera ya solo porque no tarda en localizar en su propio entorno sus equivalentes más cercanos, y, también, e incluso me atrevería a decir que sobre todo, en la descripción de unos escenarios también casi siempre asfixiantes, cuando no lúgubres o simplemente tristes, en los que el drama se adivina a la vuelta de la esquina, por lo que es inevitable que el lector tenga siempre el alma en vilo por mucho que luego el clímax tarde en llegar o no llegue nunca. Eso y la ambigüedad perfectamente calculada en la que se mueve Sara Mesa para que nada parezca tan obvio a primera vista, acaso también para despistar la atención del actor sobre el verdadero origen del drama que envuelve su relato. Todo ello cimentado, por supuesto, en una escritura que huye tanto de los lugares comunes como de cualquier tentación de barroquismo al estilo de ese estilo literario de los años cuarenta del XX que comentamos antes y en el que destacaron autores y obras como La fiel infantería (1944) de Rafael García Serrano, Los hijos de Máximo Judas (1949) de Luis Landínez, Lola, espejo oscuro (1951) de Darío Fernández Flórez y, por supuesto, el más notorio de todos, Camilo José Cela con su La familia de Pascual Duarte (1942). De hecho, se diría que el gran atractivo de la prosa de Sara Mesa es precisamente narrar una realidad sombría, angustiosa, impredecible las más de las veces, con una escritura que en principio no parecería predisponernos al drama, una escritura serena, clara y minuciosa, yo diría que incluso demasiado accesible para lo que cuenta, la cual parece arrastrarnos con inusitada placidez y casi sin darnos cuenta hacia un desenlace que, a poco que uno repase lo leído desde el principio, estaba cantado casi que desde la primera página y aún así nos ha hecho leer el libro entero como si en ningún momento temiéramos que pudiera ocurrir lo que al final ocurre.
Con todo, si algo contribuye al efecto sorpresa que la narradora busca en su historia eso es la particular estructura narrativa que escoge para contarla. Eso se adivina desde la primera página con la detallada y desasosegante descripción del hogar familiar donde se desarrollará la mayor parte del drama, el escenario de ese infierno doméstico que no parecerá serlo hasta que el lector acabe de completar el puzle cuyas piezas se le presentan en el relato que cada uno de los miembros de la familia hace de su experiencia en la casa y ya muy en concreto con ese progenitor tan peculiar y equívoco alrededor del cual parece girar toda la historia.
Un puzle, sí, donde cada uno de los miembros de la familia nos aporta su verdad a modo de testimonio para el juicio moral de un padre que dista mucho de ser, siquiera a primera vista, el pater familias que responde al tópico decimonónico, y por qué no decirlo tan de moda, heteropatriarcal, el cabeza de familia omnipotente, autoritario y garante de unos valores tradicionales, reaccionarios los más, que se estiló durante los tiempos de la dictadura nacional-católica y que, tras varias décadas de democracia y una modernidad homologable a la mayoría de los países de nuestro entorno europeo y occidental, han acabado convirtiéndolos en verdaderos anacronismos. Sin embargo, en este caso estamos ante un empecinado en la vigencia de la familia tradicional española contra viento y marea, un carca de manual, siquiera un hombre mediocre que simplemente responde a la inercia de la educación de su época. No, ni mucho menos, más bien se trata de un tipo que blasona de mente abierta y está convencido de sus buenas intenciones al imponer un estricto código de comportamiento ético y moral a los miembros de su familia con el único propósito de que estos sean mejores personas, mejores hijos y esposa, mejores ciudadanos, mejores siempre y a toda costa que el resto. Un tipo con el que cualquiera puede simpatizar en un primer momento porque no cabe duda de la nobleza de sus ideas y, ya muy en especial, de su compromiso con la consecución de una sociedad más justa, igualitaria, ilustrada e incluso feliz. Sin embargo, es precisamente en ese propósito de servir de ejemplo para los demás que acaba imponiendo, de una manera tan sutil como acaso inconsciente, una dictadura de lo correcto a todos los miembros de su familia. Y lo hace con la jactancia propia del que no le cabe duda de que tiene la razón de su lado y que todo lo que no sea reconocérsela no merece otra cosa que su desprecio o compasión. De ese modo, y siempre teniendo en cuenta que lo que exige a los demás no es otra cosa que lo que también se exige a sí mismo, todos los miembros de su familia acabarán decepcionando al padre sin remedio, ya sea por verdadera convicción en lo equivocado e incuso inalcanzable del ideario del padre, o ya solo por simple omisión ante la evidencia de que les es imposible llegar a ser el mismo dechado de virtudes que este cree ser para todos los demás. No puede ser de otra manera si tenemos en cuenta que el estricto código de conducta del progenitor, autoerigido en una especie de reverendo puritano con el que es imposible discusión alguna porque en el caso de haberla los miembros de su familia se arriesgan al anatema paterno de por vida, se da de bruces con las directrices que parece tomar la sociedad con la que los miembros de la familia se tropiezan en cuanto ponen un pie fuera de casa. Es entonces cuando la decepción cambia de bando y son los hijos quienes se sienten decepcionados por un padre que, si bien se entregó en cuerpo y alma a la educación de sus vástagos, si se impuso transmitirles unos valores de excelencia ética y moral para enfrentarse con la mínima dignidad necesaria a lo que se iban a encontrar ahí fuera, incluso el orgullo por una educación recibida a contracorriente, no tardan en descubrir el envés perverso de sus buenas intenciones. Es entonces cuando llega el momento de que los hijos empiecen a acariciar la idea de matar, al menos metafóricamente, la idea de matar al padre, porque, como bien decía ese escritor satírico austriaco Karl Kraus, “Cuando los padres han construido todo, a los hijos sólo les queda el deber de derrumbarlo.”
De ese modo, el episodio más interesante y revelador del verdadero carácter de buen samaritano por el que pasa el progenitor cuando una de la hijas descubre la hipocresía con la que su padre se comporta con unos vecinos a los que, de puertas afuera trata con una educación exquisita, incluso mostrándose más solícito de lo normal, digamos que hasta el punto de llegar a obnubilar a estos con sus buenos modales y en especial su predisposición a ayudarles en todo aquello que juzguen necesario aprovechando, tanto su siempre hipotética superioridad cultural, como su posición como supuesto socio de un bufete de abogados comprometido con todo tipo de causas nobles, y, sin embargo, ya de puertas adentro no duda en convertirlos en destinatarios de su desprecio por su falta de cultura o la, según él, vulgaridad de sus gustos y hasta aspiraciones vitales. Una hipocresía envuelta en un repulsivo paternalismo para con el resto de sus semejantes que los hijos acaban descubriendo con el paso del tiempo y que no es sino el antecedente del desenmascaramiento del verdadero rostro del padre a los ojos de sus vástagos, con lo que el drama que sutil y paulatinamente se adivina a lo largo de toda la narración acabará llegando a su momento cumbre.
Con todo, y a pesar de la maestría narrativa con la que la autora nos lleva a lo largo de este juicio implacable de la figura paterna que nos ocupa, incluso de lo atractivo del puzle que nos propone para acercarnos a esta desde diferentes ángulos y que luego seamos nosotros los lectores los que dictemos sentencia de acuerdo a las acusaciones vertidas en el texto contra el padre, y aquí me remito a la tesis del principio de mi reseña; en toda narración de un drama familiar siempre hay una trampa. Esa trampa consiste, al menos en este caso, ni más ni menos que en el recurso más que manido de poner en escena no solo lo negativo del personaje, sino sobre todo lo más llamativo, ridículo y a ratos hasta escandaloso de su comportamiento, casi que en exclusiva. De ese modo obtendremos siempre un malo, no ya de película, sino de novela. Un malo muy bien construido, original, siquiera con más aristas de las que estamos acostumbrados, un malo no tan evidente, oculto y sobre todo inconsciente de serlo. Empero, hablamos del malo que resulta de quitarle el resto de sus atributos como persona. Dicho de otra manera, el malo que somos todos nosotros de alguna y otra manera cuando solo destacan de nosotros nuestros defectos o manías, cuando solo se cuentan nuestro lado oscuro, cuando solo se habla de nuestros defectos y se omite cualquier virtud por pequeña que sea. Porque no nos encontramos con un personaje cuya maldad derive de haber cometido actos verdaderamente malvados como puede ser un crimen, alguien que haya hecho daño al prójimo a conciencia y además con verdadera porfía. Ni mucho menos, la actitud del padre intolerante, absurdo e hipócrita que aparece en La Familia de Sara Mesa solo es una de las muchas maneras de estar en el mundo que tenemos los humanos y cuya peculiaridad, por demasiado notoria, provoca inevitablemente el enfrentamiento con los que tiene alrededor, sí, un verdadero coñazo de persona, alguien intratable lo mires por donde lo mires; pero, no es ni mucho menos ese monstruo que resulta de negarle el resto de los atributos de su personalidad. De hecho, ¿por qué nos priva Sara Mesa de la voz del padre, por qué no le deja presentar su versión de los hechos, siquiera excusarse por sus errores? Me temo que porque eso podría humanizarlo en exceso y el resultado ya no sería tanto un drama en toda regla como un simple relato costumbrista de esa dicotomía innata que llamamos la familia y en la que el infierno y el paraíso se alternan inexorablemente como manifestaciones innatas de la condición humana. Pero claro, es que no estamos hablando de un juicio justo en el que el reo tiene derecho a defenderse. No estamos hablando de la realidad tal y como nos la demuestra la experiencia de cada cual. Ni mucho menos, estamos hablando de literatura y aquí todo debe estar en función del resultado para epatar al lector, aunque este, en contraste con la poliédrica realidad de las relaciones humanas, pueda resultar un camelo. Por eso, sentencio que el relato del cabeza de la familia de Sara Mesa se me antoja excesivamente implacable y puede que hasta injusto.
© Txema Arinas. Oviedo, 14/02/2022. Todos los derechos reservados.