El detonante resultó ser, una vez más, la codicia, o la repentina amenaza contra todo lo que de alguna forma justificaba o pretendía justificar la certeza del paso de Faustino Robles por el pueblo y por el mundo. Unas viñas, una casa (su casa) junto a la plaza de toros, una finca cerca de la cumbre. Sobre todo la finca: un pinar, una porción de vértigo y de valle. Una construcción de piedra, una alberca. Agua helada contra una teja de barro. No hay mejor agua que esta, había sentenciado su padre, que no era mucho de beber agua (él tampoco, ni siquiera entonces), mientras aquel crío se sumergía en el estanque, desaparecía, volvía a aparecer, nadaba de espaldas, salía y se secaba al sol. Enséñale las tierras a tu primo, ordenaba su padre; pero el primo ya conocía las tierras, la montaña, el pueblo, los caminos. Esa soltura innata e irritante para hacerse cargo de su patrimonio y su apellido.
La visita, o lo que fuese, duró poco. Se marchó con sus padres por donde había venido al cabo de tres semanas, después de una acalorada discusión entre los hermanos Robles de cuyos términos Faustino no pudo o no quiso enterarse. Sí supo, meses más tarde, que la mujer del tío Gerardo había intentado abandonarle y que su propia familia había abortado la separación con el mantenimiento de un inflexible y sonoro repudio, vigente desde el mismo día de la boda. Porque la enemistad entre los Robles y los González venía de muy antiguo: borrosos asuntos de manantiales y de lindes, como casi siempre, renovados con enconado fervor a lo largo de generaciones. También supo, al cabo de los años, que Gerardo había muerto acuchillado en una calle de Madrid; y supo la opinión de su padre, porque de tanto oírla no tenía otro remedio, según la cual el origen de todas las desgracias de la familia se hallaba en la persona de Aurora González. Opinión que terminaría haciendo suya sin esfuerzo, por más que todos los Robles hubieran sido proclives al infortunio desde siempre sin necesidad de la intervención de nadie, aunque eso ya no estuviese tan dispuesto a reconocerlo.
Su primo: recorriendo la finca, examinando una especie de mancha en su muñeca derecha, o izquierda, qué mas da. Nadie se ha bañado nunca ahí que yo recuerde, le había dicho. A saber qué clase de bichos hay en el fondo. Su primo caminando delante de él sin pronunciar media palabra, después de echarle una mirada aviesa. Piensa, especula sobre su aspecto actual. Mira desde una ventana en el sobrado de su casa (su perfil duro, el cabello negro como las alas de un cuervo, el rostro atravesado por arrugas profundas como tajos, recortado a contraluz), la explanada de la plaza de toros, el pueblo; se vuelve hacia el interior de la casa familiar, se topa con la mirada interrogante de su hijo. Se sienta a la mesa, sirve vino en los dos vasos. Su mujer atiende el guiso de cabrito en la chimenea de carbón.
—Vive donde Teodoro, el hermano de su madre. Dicen que sale poco. Si le buscan, y alguien me pregunta, le diré dónde se esconde. Y si no le buscan, que se vuelva a Madrid. No le quiero en el pueblo. No le quiero cerca de todo lo que es mío. De lo que será tuyo cuando yo me muera.
© Ángel Calvo Pose