Umbral. El escritor detrás del personaje

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“La literatura es un lenguaje de palabras desmemorizadas”
—Francisco Umbral—

Va a cumplirse ya casi una década y media que falleció Francisco Umbral y no estaría de más preguntarse qué ha sido de la obra literaria de un escritor, que durante muchas décadas, tuvo una proyección mediática que lo convirtió a los ojos del gran público, lo cual es lo mismo que decir que de la mayoría no lectora, no solo en uno de los pocos escritores reconocibles, sino incluso para muchos en el escritor a secas. No es para menos si tenemos en cuenta que en el imaginario de una buena parte de ese gran público, la imagen de Francisco Umbral está indisolublemente asociado a un episodio más o menos chusco de la historia de la televisión española, aquel en el que, corriendo el año 1993, el escritor reventaba un programa de entrevistas de Mercedes Milá para pregonar insistente y estentóreamente:

«A mí me has dicho personalmente por teléfono, Mercedes, que se iba a hablar de mi libro. Estamos acabando el programa y de mi libro —que está ahí sobre la mesa— ni se ha hablado ni se va a hablar para nada, y por lo tanto, yo estoy dispuesto a levantarme y abandonar la mesa, porque yo he venido aquí a hablar de mi libro, y no a hablar de lo que opine el personal, que me da lo mismo, para eso tengo mi columna y mi opinión diaria, de modo que, si no se habla de mi libro, me levanto ahora mismo y me voy».

Se diría que, a partir de entonces, aquel suceso tan absurdo como simpático en horario de máxima audiencia y en uno de los primeros programas de entrevistas de éxito de una cadena privada, Antena 3, tuvo tal repercusión que acabó consagrando, no tanto la figura literaria, que de qué en un país secular y contumazmente reacio a la lectura, como el personaje mediático en el que ya se había convertido Francisco Umbral.

Un personaje que, me temo, acabó superando aquel otro que el propio Umbral había ido construyendo desde que llegó a Madrid desde Valladolid inspirándose en los escritores decimonónicos como Mariano José de Larra, del que insinuó en más de una ocasión que se sentía heredero como articulista, y más en concreto en su admirado Ramón del Valle Inclán. Un personaje en el que destacaba tanto ciertos aspectos de su indumentaria, en el caso de Umbral la melena larga y lacia, las gafas siempre de culo de vaso y ya en especial las bufandas, como el de una personalidad muy dada al sarcasmo, incluso a meter algún que otro dedo en ojo al prójimo para regocijo del respetable, y siempre pronta para la polémica, ya fuera para crearlas o alimentarlas sabedor de la mojigatería innata del personal.

Se trataba en realidad de una especie de coraza bajo la que el escritor se ocultaba con el único propósito de labrarse eso que todavía se llamaba una reputación que lo distinguiera del resto de sus colegas de oficio, siquiera un distintivo, eso que ahora llamaríamos una marca, para significarse a toda costa del anonimato para los no iniciados al que están condenados la mayoría de los escritores que se limitan a escribir su obra y confían en que ésta se promocione con la ayuda exclusiva de la editorial, lo cual es como decir que por puro milagro.

Umbral sabía lo que hacía y por eso, no solo no dudaba en saltar al ruedo del circo mediático, sino que además se desenvolvía en él con gran maestría. El objetivo no era otro que intentar captar posibles lectores que, atraídos por el supuesto magnetismo de su figura mediática, o lo que es lo mismo, por la contundencia de sus opiniones y su fina y no menos punzante ironía, «la ironía es la ternura de la inteligencia”, llegó a decir, acabarán buscándolo en sus columnas de prensa y, ya con un poco de suerte, incluso en sus libros. En cualquier caso, nada que el propio Umbral no hubiera insinuado en muchas de sus entrevistas o dejado escrito en alguna que otra de sus obras memorialistas, aquellas en las que confesaba a las claras que la obligación principal de todo escritor que quisiera vivir de la literatura no era otra que llamar la atención del público a toda costa.

Y eso precisamente, el fracaso, era lo que Francisco Alejandro Pérez Martínez no podía permitirse de ninguna manera una vez convertido en Francisco Umbral, a su llegada a Madrid con el único propósito de poder firmar sus columnas con un nombre reconocible que lo liberarnonimato provinciano del que había surgido para convertirse en un escritor con mayúsculas, alguien consagrado a la literatura pero que escribía en prensa para ganarse el pan, y también para atraer lectores a una obra que solo tangencialmente tenía algo que ver con el personaje que frecuentaba platos de televisión, o daba grandes titulares para rellenar las columnas de opinión de otros en una España en la que la que esa corrala virtual, que son las redes sociales todavía no había hecho acto de aparición o tan solo estaba en pañales.

Así pues, y siquiera ya para hacer honor al título que encabeza este texto, toca plantearse dónde está ese escritor de raza que fue Umbral tras el personaje mediático, que en el imaginario popular quedó reducido a ese señor de aspecto decimonónico y voz cavernosa, que preguntaba visiblemente enfadado cuándo se iba a hablar de su libro en el programa de la Milá. Pues está en algunos de sus libros. Vaya perogrullada, claro, sino fuera porque, Umbral, a parte de haber escrito miles de artículos de prensa pertenecientes a un género, que casi le era exclusivo, el artículo literario, donde es más importante la firma que lo que se cuenta, como que muchas, demasiadas, veces, en los artículos de Umbral no se contaba nada de la actualidad, sino que se leía a Umbral y basta, también fue eso que Kundera denominaba un grafómano empedernido, alguien que escribe de todo y a todas horas, que no puede dejar de hacerlo porque teme, no ya solo perder pulso, sino que vengan otros por detrás y superen su estilo. Un grafómano que se justificaba diciendo que necesitaba sacar dos o tres libros al año para poder comer y de ahí su querencia o necesidad imperiosa de escribir al dictado de la actualidad, es decir, de lo prosaico de la política, la farándula, incluso el mero chismorreo o cualquier otra cosa que pudiera suscitar el interés de un lector más interesado en el entretenimiento puro y duro, cuando no verdadero morbo, que en el verdadero disfrute de un texto literario al estilo de Mortal y Rosa, la obra más reputada de Umbral y de la que hablaremos en breve.

Así pues, la bibliografía de Umbral consta, nada más y nada menos, de más de cien títulos entre los que podemos encontrar de todo. De hecho, estimo que algunos de esos títulos se bastan por sí mismos para hacernos una idea de su talante exclusivamente coyuntural, si no oportunista, e incluso alimenticio: La Guapa gente de derechas (1975), Diccionario para pobres (1977), Y Tierno Galván subió a los cielos (1990), El Socialista sentimental (2000), La República Bananera USA (2002), Cela; un cadáver exquisito (2002). No se trata de malos libros, ni mucho menos, y no pueden serlo precisamente porque están escritos por Francisco Umbral, dueño de un estilo perfectamente reconocible por cualquier lector medianamente avezado y sobre todo efectivo, tal y como solía demostrar en cada una de sus columnas. Tanto que de muchos de estos libros editados a rebufo de la actualidad se ha dicho que eran meras extensiones de sus artículos de prensa, de modo que para cualquier incondicional del Umbral columnista suponían poco más que un motivo para darse un soberano atracón de umbralidad. Son libros que funcionaron, siquiera en su momento y siempre dependiendo de la vigencia o no del tema a tratar, porque eran sostenidos por el muy particular y sobre todo, popular de Umbral. Un estilo que, resumiéndolo mucho, consistía en esa de armoniosa mezcolanza de lo culto, a fin de cuentas un escritor de cientos de lecturas y versado hasta el detalle más nimio en lo más granado de la literatura castellana, y lo coloquial, a veces con sus inevitables guiños al habla popular madrileña o cheli. Eso y la muy trabajada combinación de la ironía y la ternura en un mismo párrafo, utilizando todos los elementos estilísticos a su alcance, puede que hasta forzándolos en exceso, y por ello confiando siempre en la complicidad de un lector que espera, que sea indulgente con dichos excesos, porque siempre es más lo que le ofrece el conjunto del texto, que lo que puede soliviantarle ciertas libertades que Umbral se tomaba salpicando su escritura con pinceladas, que rozaban la cursilería impropia de un espíritu como el suyo, no poca maledicencia más o menos gratuita al referirse a determinados personajes, así como aliteraciones innecesarias e incluso una no siempre perceptible a primera vista, anarquía o indolencia argumental. Todo ello envuelto en un halo de escritor de izquierdas, siquiera ya solo de escritor hecho así mismo desde lo más bajo del escalafón, el cual atiza sin descanso, y siempre con mucha elegancia, a la burguesía biempensante de su época, para entendernos, los modos y milagros de las clases dominantes, que tras la Transición, siguen detentando el verdadero poder como herederos directos del franquismo socioeconómico, aunque también a veces tan en contraste con su propia biografía, y sobre todo ambiciones, que uno no puede sospechar cierto postureo para complacer en exclusiva lo que entonces se creía que era la opinión mayoritaria de acuerdo con el signo de los tiempos. Con todo, nada que no pueda permitirse el dueño de un estilo literario perfectamente reconocible porque, a fin de cuentas, en eso consiste también, en buena parte, tener uno propio, en que los defectos sean tan consustanciales a éste como sus virtudes. Lo otro, la escritura sintáctica y en teoría estilísticamente perfecta, armoniosa y hasta limpia, mejor para el BOE y cosas por el estilo.

Así pues, el estilo de Umbral no solo sostenía sus libros más o menos oportunistas, sino que también hace de la lectura de su obra ensayística, veinte libros ni más ni menos, desde el dedicado a Larra pasando por la biografía de Marisol, o el homenaje a su amigo Delibes hasta el último con las ligas de Madame Bovary como principal hilo conductivo, una auténtica gozada a diferencia de tantos y tantos tostones que parecen ser propios del género a falta de verdadero instinto narrativo por parte de sus autores. Sin embargo, para qué engañarnos, el escritor con mayúsculas es el que se consagra a su propia literatura, no a la de los demás, por lo que ya toca preguntarse dónde está, por tanto, la verdadera obra literaria de Umbral, aquella que lo consagra sin lugar a duda como uno de los escritores en lengua castellana más importantes de su época. Pues esa no es otra, y aquí no hago sino corroborar la opinión aceptada por la mayoría de los entendidos, que su obra memorialística.

A decir verdad, creo que era de esperar tal dedicación al cultivo de la memoria propia casi que en exclusiva, siendo como era Francisco Umbral un personaje creado a imagen y semejanza del prototipo de escritor literario decimonónico, siquiera ya solo con el estereotipo que se tenía tradicional o popularmente sobre eso que se llamaba el escritor de raza, o lo que es lo mismo, de anécdotas de tertulia de café con sus correspondientes rencillas con el resto del gremio, un ambiente que el propio Umbral se encargó de inmortalizar en libros como La noche que llegué al Café Gijón (1977) o Travesía de Madrid (1966), proveedor por lo tanto de todo tipo de habladurías para los mentideros de la Corte de los Milagros valleinclanesca, esto es, autor que, al menos de primeras, destacaba más por su presencia que por su pluma. Con todo, la memoria de Umbral suele ser más auto ficción que biografía stricto sensu tal y como es lo de habitual, y sobre todo de esperar, en los escritores de raza como él. Dicho de otro modo, la memoria propia, personal, de Umbral solo es una excusa para escribir sobre los hechos y las gentes de su época. De ese modo, hablando de sí mismo, siquiera ya solo haciéndolo en primera persona como simple testigo de lo que acontece a su alrededor, Umbral se convierte en el cronista ficticio no ya solo del siglo que le tocó vivir, sino incluso de su propia vida, la cual no tiene por qué corresponder sobre el papel a esa otra real y siempre privada, para qué si, al fin y al cabo, toda memoria no es sino una recreación subjetiva del pasado, o lo que es lo mismo, una ficción de uno mismo. Lo que importa de veras es el resultado sobre el papel, que la historia, real o no, funcione, porque existe en la conciencia del lector y si además lo hace emocionando a este mejor, y no solo por lo que se cuenta, sino sobre todo por cómo se cuenta, mejor que mejor.

De ese modo, suele ser también lugar común señalar su diario Mortal y Rosa (1975) como el culmen de su obra, no solo memorialística sino incluso literario, el texto que de verdad lo inmortaliza como escritor, ese que figura ya en todas las listas de los mejores libros escritos en lengua española del pasado siglo, aquel que se basta por sí solo para distinguir a Umbral del conjunto de sus contemporáneos. Se trata de un libro en forma de diario cuyas entradas se convierten en monólogos donde el autor procura impregnar sus recuerdos y cotidianidad con una prosa poética, quien sabe si con el propósito de resarcirse de su confesa incapacidad para la poesía como tal, siquiera un homenaje a ésta y de ahí el título sacado de los últimos versos de La voz a ti debida del poemario de Pablo Salinas. En cualquier caso, un meritorio ejercicio de impregnar de aliento poético cada uno de los párrafos del texto recurriendo a su probada capacidad prosística, pero sin renunciar tampoco a lo más característico de su estilo, la mezcla del cultismo con lo profano, la ternura, en este caso a toneladas por lo extraordinariamente sensible del tema de fondo, la muerte de su hijo, fallecido con cinco años de edad a causa de una leucemia y aun así salpicada con esa ironía que era capaz de aplicar incluso a los aspectos más prolijos e insustanciales de lo cotidiano.

Se trata, en efecto, de la obra más contundente de Umbral, ya sea por la desgracia personal que la inspira, como por su propósito de tratarla lejos del realismo habitual en estos casos, sino más bien desde la fuerza evocadora de una prosa lírica que aspira a decirlo todo con poco, pero siempre sin dejar resquicio alguno al morbo del lector. Un desafió que, aun y todo, y en especial durante más de la mitad del texto, somete al lector habitual de Umbral, a las temáticas que lo venían acompañando en otros libros, a destacar esa reiteración de las cuitas propias de un escritor obsesionado tanto con el día a día frente a la máquina de escribir, como con la gestión del éxito propio y ajeno. De ese modo, es imposible no percibir la apenas disimulada megalomanía que acabó acompañando a Umbral hacia al final de su vida, cuando ya se sabía consagrado e incluso ejercía de máximo exponente de una generación que empezaba y acababa en él. En efecto, al principio de Mortal y Rosa resulta imposible evitar la sensación de que Umbral nos está hablando una vez más de lo mismo, peor aún, de él mismo, como en tantas de sus obras anteriores. Cambia que ahora lo hace desprovisto de un sentido argumental, esto es, al margen de historia alguna. Son retazos de un lirismo que a mí se me antoja por momentos excesivamente forzado, siquiera por simple repetición, y que, si no fuera porque el drama del hijo empieza a manifestarse con cuentagotas hasta acabar inundando el texto en sus postrimeras, se me habría hecho verdaderamente insoportable. Sin embargo, el drama del hijo tratado con tanta contundencia como exquisitez convierte el libro en un algo aparte, siquiera algo fuera de lo común en la literatura castellana, o por lo menos muy escaso.

Claro que también se le podría achacar a Umbral, y esto siempre a riesgo de pecar de mezquindad en grado sumo, haber aprovechado la carga emocional implícita en la pérdida de un hijo para hacer una obra que, a poco que alguien como él se pusiera manos sobre el teclado, tenía que resultar literariamente emotiva. Pero, claro, en eso consiste precisamente lo extraordinario de Mortal y Rosa, del modo como su autor pone su inconfundible estilo a servicio de un episodio tan trágico y sobre todo privado.

«Este libro, hijo, que nació no sé cómo, que creció en torno a ti, sin saberlo, que se ha convertido en el lugar secreto de nuestras citas, en el refugio solo de mi conversación, de mi monólogo contigo, aunque ya toda mi vida es ese monólogo y no hacemos otra cosa que conversar, tú y yo, sin que nadie nos oiga. La otra tarde vi un cerdo pequeño, una cría, colgado del morro a la puerta de una charcutería, y todavía el rabo se le rizaba con alguna gracia. Cómo hubiéramos conversado tú y yo con este personaje. Pero es tu alma, ahora, la que cuelga inocente de un gancho frío».

Mortal y Rosa es sin duda el libro más logrado, siquiera ya solo el más ambicioso y sentido de todos los de Umbral. No obstante, precisamente por eso, porque destaca en sí mismo de toda su extensa producción, es quizás el menos representativo de su obra. Mortal y Rosa es el desafió que el poeta frustrado se impuso: crear una prosa lírica que epatara y emocionara a partes iguales y donde el lector no puede evitar la idea de que muchos de los párrafos que allí aparecen podían haber sido resumidos en breves poemas si el autor hubiera sido agraciado con el don versificador de cuya carencia tanto se lamentaba. Porque, insisto, por muy logrado y sobre aplaudido que sea Mortal y Rosa es la obra menos adecuada para aprehender la esencia de la prosa del cronista de su época que fue Umbral al estilo de un Galdós, su detestado Baroja o el más reciente Rafael Chirbes. Umbral recorrió casi todo el siglo XX español que le tocó vivir y muy en especial su primera mitad, aquella de la que, paradójicamente, nos ha dejado un testimonio cuyo objetivo principal no parece ser otro que escribir a la contra del realismo de Galdós o Baroja al que siempre dijo que les faltaba estilo, vamos, que se le antojaban excesivamente formales e incluso pobres en cuanto a la forma. Umbral se empeñó en hablarnos de su siglo, así como del de otros escritores en sus ensayos o biografías, aplicando el estilo que le era propio, a veces llegando a dar más importancia a la forma que al contenido, puede que incluso convirtiendo su peculiar sintaxis y léxico en los verdaderos protagonistas de sus crónicas memorialísticas o ya solo históricas. Tal es así que servidor está convencido de que el lector de Umbral no llega tanto a sus libros para saber de la corte del Cesar Visionario en Burgos durante la Guerra Civil, de la posguerra en Valladolid o Madrid o de los años de la Movida madrileña, como que para disfrutar del estilo de Umbral sin importar cuál sea el motivo que justifica el libro. De hecho, considero libros como Leyenda de cesar visionario (1991), la historia de los intelectuales de Franco en Burgos durante la Guerra Civil, como uno de los mejores ejemplos de novela histórica. Lo tengo en la convicción de que, de no haberse tratado de Umbral, el manuscrito jamás hubiera visto la luz en el caso de haber sido enviado a un editor especializado en el género, pues todo lo que hace magnífica esta novela, el estilo tan incisivo como parcial del autor, y en especial el retrato demoledor del Caudillo y sus panegiristas de las letras, incumple las reglas no escritas de la novela negra, esas que tratan de no espantar a los lectores potenciales del género porque creen que al autor se le ve demasiado el plumero ideológico y pueden sospechar que lo que tienen entre manos trata, más que de una recreación histórica, de una destrucción en toda regla.

«El despacho, que es más bien saleta, tiene un clima familiar de naipes al atardecer, aunque Franco no es dado a eso, una respiración de brasero y papeles dulcemente movidos. Huele a merienda y a pistola. La habitación conversa consigo misma mediante un receptor de radio a media voz, que no se sabe si él escucha o no, pero que siempre tiene puesto, en sus largas soledades, por enterarse de lo mal que mienten sus generales, y hasta ese loco de Giménez Caballero, y de lo mal que confiesan su verdad los generales enemigos, a alguno de los cuales guarda secreta amistad de armas, como el general Rojo.» LEYENDA DEL CÉSAR VISIONARIO.

En cualquier caso, yo descubro al mejor Umbral, el prosista que habla todo el rato de él mismo a la vez de lo que le rodea, en los que da lo mejor de él en la medida que despliega todas sus virtudes narrativas, y también no pocos de sus vicios, siendo fiel a la historia que cuenta. Por eso sus mejores libros, los representativos de veras, son aquellos de memorias como Memorias de un niño de derechas (1972) Las Ninfas (1976), La Noche que llegué al Café Gijón (1977), El Hijo de Greta Garbo (1982), Trilogía de Madrid (1984), Las señoritas de Avignon (1995) o Capital del Dolor (1996). Son los libros en los que Umbral sepulta al periodista, el escritor de lo inmediato, para manifestarse como el gran novelista, el escritor que narra el pasado, que es, da igual si el libro es de memorias de su vida en el Valladolid de la Guerra camuflado bajo el personaje de Fransciquillo, o una novela supuestamente con todas la de la ley, es decir, una ficción en la que el narrador acabar siendo también un personaje de la historia como consecuencia de la preeminencia del estilo sobre el contenido.

El problema con Umbral, porque siempre hay un problema con Umbral, ya sea de concepto de la literatura o de oportunismo de su narrativa, es que escribió demasiado y en muchas cosas sobre lo mismo. De ese modo, su acreditada grafomanía le obligó a repetirse hasta la saciedad, sobre todo como cronista de lo inmediato, es decir, de él mismo y sus días, por lo que cualquier lector que se acerque a Umbral va a tener que hilar muy fino para encontrar verdaderas perlas entre tanto guijarro. Perlas de entre las que destaca, por supuesto, su Mortal y Rosa, pero también esos libros memorísticos y novelas como las que he citado a lo largo de este texto y que, mucho me temo, pueden quedar en el olvido a la sombra de la primera, quién sabe si a modo de venganza póstuma, hacer pasar a la posteridad a uno de los mejores cronistas literarios de su época por un simple aspirante a poeta, por lo que supuso Francisco Umbral, con su ubicuidad mediática y en especial su lengua afilada, eso que en nuestra época de anglicismos por doquier denominan “Destroyer”, por parte de los secretarios y amanuenses, amén de toda una recua de agraviados o meros envidiosos, de eso que tan rimbombante como ridículamente llamado “la República de las letras”, española en este caso.

©Txema Arinas. Berrozti, 21/11/24

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