EL RITO DE LA PRIMERA PLUMA

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Los relatos «MITOS Y LEYENDAS DE LOS IK’HUE» que hoy iniciamos con esta primera publicación, conforman el imaginario colectivo de la tribu de los Ik’hue, una nación norteamericana de carácter ficticio en la que se desarrolla la novela «Ik’hue – Lazos de sangre» (Verbum, 2024), obra del prolífico autor guipuzcoano Iñaki Sainz de Murieta.


Durante muchos años, una monstruosa águila se había dedicado a cazar y asesinar a decenas de jóvenes de los que luego se alimentaba. La tribu estaba quedándose poco a poco sin descendencia y, si no encontraban pronto una solución, en pocos años no habría prole que alimentar, ni futuro del que ocuparse. Ik, consciente de todo cuanto acontecía en el mundo, había dejado que intentasen solucionarlo por sí mismos y lograr así el necesario equilibrio, pero no parecía que aquello fuese factible. Finalmente, movido por el amor que sentía hacia su pueblo, decidió intervenir.

La sanguinaria águila volaba por encima de las eternas nieves, sobre la espalda de gigantes de tez blanquecina que permanecían sumidos en un profundo sueño del que parecía que nunca se iban a despertar. Ávida de sangre y de nuevas víctimas, escrutaba ansiosa el horizonte en busca de alguna presa humana que echarse tras el gaznate. Entonces, al dirigir su fría mirada a través de nubes y bancos de niebla, observó su nuevo objetivo: un chiquillo de apenas unos meses de edad. El pobre bebé yacía abandonado a la intemperie junto a su difunta madre. El monstruo alado se posó sobre la nieve y, tras saltar sobre la mujer con sus garras extendidas para comprobar su estado, se acercó al pequeño y rechoncho retoño humano que sonreía inocentemente al cruel animal, completamente ajeno al peligro que lo amenazaba y libre de todo miedo. Cuando el águila intentó golpearle en la cabeza con su pico, este esquivó el golpe. Lo intentó nuevamente, y así una y otra vez, pero este se zafó de cada una de sus acometidas. El ave se abalanzó entonces sobre él, pero sus infectas garras no traspasaron su blanca piel. En ese instante, el pequeño cogió una de las muchas rocas que por allí abundaban y le pegó en la cabeza con tal fuerza que mató en el acto al animal. Después, agarró el cuerpo inerte de la rapaz y se acercó gateando hasta un acantilado cercano. Una vez allí, se sentó sobre ella, extendió sus alas y descendió planeando hasta el poblado más cercano, donde la gente lo recibió como el héroe que era. A partir de entonces fue conocido como Ikume, el hijo de Ik.

            La gran proeza de Ikume provocó admiración y enormes deseos de emular semejante heroicidad entre los bravos del campamento. Eran muchos quienes ansiaban mostrar sus aptitudes y, debido a esto, temiendo que los jóvenes acometiesen inabarcables locuras, los más ancianos de la tribu decidieron crear la ceremonia de la primera pluma. Según este rito, quienes deseasen probar su valía deberían robar una pluma de águila del mismo nido del ave, lo que les valdría el reconocimiento de todos, al ser una extraordinaria prueba de su fortaleza física y mental.

Sin embargo, una vez vencido el miedo inicial, los que habían obtenido su primera pluma siguieron asaltando los nidos de estas aves, muchas veces con el único deseo de regalárselas a las jóvenes que cortejaban o para adornar sus camisas y penachos de guerra. A consecuencia de esta conducta, ante la inesperada y amenazadora presencia humana, muchos polluelos intentaron alzar el vuelo antes de tiempo y terminaron estrellados. Así las cosas, no tardaron mucho las águilas en atacar y enfrentarse a todos aquellos que osaban acercarse a sus dominios, en un intento por proteger a su descendencia.

Las rocas y la hierba pronto se tiñeron con la sangre de unos y de otras.

Con el paso del tiempo, cada vez eran menos los guerreros útiles, ya que las infectas garras de las aves habían herido o dado muerte a muchos de ellos, quedando su poblado indefenso ante un posible ataque. Por este motivo, los ancianos convinieron que debían poner fin a la situación que ellos mismos habían causado, para lo que solicitaron la ayuda de Ik. Este se mostró clemente con su pueblo y les aconsejó que dejasen de acosar a las águilas, puesto que estas sólo defendían lo que era suyo. De lo contrario, él mismo castigaría su insidia. De igual modo, estableció que las águilas deberían enseñar a los hombres su sagrada medicina, para que pudiesen sanar a quienes eran heridos con algún arma penetrante, a lo que estos deberían corresponder con bailes y rituales en su honor. Hombres y águilas dieron su palabra y se cerró el pacto.

Aquella noche un águila entró en la tienda de un chamán y le reveló sus secretos. Tal y como habían prometido, una vez que los bravos recuperaron la salud, los hombres celebraron un precioso rito en honor a las águilas, quienes disfrutaron del espectáculo desde el cielo, desde donde velarían a sus hermanos, siempre ojo avizor.

© Iñaki Sainz de Murieta

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