El escritorio está lleno de papeles arrugados, garabatos que antes eran ideas claras y párrafos que parecían avanzar por sí mismos, como si la pluma tuviera un rumbo ajeno a la voluntad de su dueño. Javier, un escritor a medio camino entre el éxito y el anonimato, lleva semanas encerrado, tratando de terminar su última novela. Sin embargo, hay un problema, uno al que nunca se había enfrentado en sus años de carrera: su protagonista, Simón, ha empezado a tomar decisiones por cuenta propia.
Javier siempre fue un hombre inseguro, incluso en los momentos de mayor aplauso literario. Cada reseña positiva le parecía un golpe de suerte, y las negativas, un eco de sus propios miedos. Esta nueva novela, que esperaba fuera su gran obra, su redención, se ha convertido en una fuente constante de angustia. Mientras escribe, siente que el vacío de la página le devuelve la mirada, que su pluma titubea y se detiene justo antes de cada punto y seguido, como si temiera continuar. Simón, en cambio, es todo lo que Javier no se atreve a ser: audaz, impredecible, seguro de sí mismo. Es un personaje que, desde las primeras líneas, se muestra enérgico, decidido, casi desafiante. Javier lo creó como una proyección de sus propias frustraciones, una especie de antítesis de su fragilidad. Sin embargo, lo que empezó como un juego, como una fantasía de la fortaleza que le faltaba, pronto se convierte en una amenaza real.
La primera vez que nota algo extraño es durante una de esas madrugadas interminables de escritura. “Simón miró el cuchillo con un deseo que le era ajeno”. Javier relee la frase, una y otra vez, mientras una punzada de incertidumbre le atraviesa el pecho. No era lo que había planeado. Simón, que debería ser un personaje atormentado pero recto, muestra un destello de oscuridad que Javier nunca le había atribuido. Pero el autor se siente débil, incapaz de borrar la frase, como si al hacerlo fuera a despojar a Simón de algo esencial. Se repite a sí mismo que es solo un desliz, una nota fuera de tono en medio de la sinfonía que es su novela. Pero en el fondo sabe que algo ha cambiado.
La inseguridad de Javier, su incapacidad para sostener una visión clara de la historia se convierte en el caldo de cultivo para el crecimiento de Simón. Cuanto más duda, más se fortalece su creación. Las páginas que escribe en los días siguientes parecen dominadas por una mano invisible que ya no es la suya. Simón habla con voz propia, decide cambiar el rumbo de la trama, y cada línea que Javier intenta corregir termina por parecerle peor que la anterior. Siente que la historia se le escapa de las manos, y con ella, la poca autoestima que le quedaba como autor.
Una noche, el insomnio lo atrapa frente a la pantalla del ordenador. Simón aparece en su sueño, con una expresión serena y una mirada que irradia esa seguridad que Javier nunca ha tenido. “No soy quien tú querías”, dice Simón, mirándole a los ojos. “Pero soy quien necesitas”. La frase resuena en la mente de Javier como un eco largo y persistente, que no logra acallar ni con el café de la mañana, ni con los cigarrillos que se fuma en la ventana, mirando la ciudad que apenas despierta.
Desde entonces, la voz de Simón no le abandona. Se cuela en sus pensamientos cuando se encuentra frente al espejo, observando el rostro ajado por las ojeras y las noches sin dormir. Le habla al oído mientras intenta buscar una trama alternativa, un giro que le devuelva el control. Simón le recuerda todo lo que Javier ha reprimido: su miedo al fracaso, la certeza de que nunca será lo suficientemente bueno, la angustia de no estar a la altura de sus propias expectativas. Javier comienza a dudar de su propia cordura. Piensa que tal vez todo es fruto del agotamiento, de las horas frente a la pantalla, del aislamiento voluntario que se ha impuesto. Pero cuanto más lucha por aferrarse a la realidad, más fuerte se hace la presencia de Simón, como una sombra que crece a la luz de las inseguridades del autor. En su mente, el rostro de Simón se vuelve más nítido, sus rasgos cobran detalle, hasta el punto de que Javier ya no sabe si lo ha inventado o si siempre ha estado ahí, escondido en algún rincón oscuro de su propia mente.
Un día, después de un largo monólogo interior de Simón que aparece en el manuscrito sin que Javier recuerde haberlo escrito, el escritor se da cuenta de que no puede más. La duda, la sensación de no estar a la altura, de que ha perdido por completo el control sobre su obra, le paralizan. Se sienta frente al ordenador y lee lo que Simón ha escrito, y por primera vez en semanas siente algo parecido a la calma. Tal vez, piensa, dejar que Simón hable por él es lo mejor. Tal vez, en el fondo, Simón siempre fue más fuerte que él, más capaz de enfrentar esa historia que le supera.
Semanas después, los vecinos encuentran el apartamento de Javier vacío, con la puerta entreabierta. El manuscrito está completo sobre el escritorio, con una última página en la que la letra ya no parece la de Javier. Simón ha dejado su firma al final, como un golpe de gracia, un recordatorio de que a veces, los personajes no solo cobran vida, sino que también toman el control de la pluma. Y quizás, también, del alma de su creador.
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