Volvió a su dormitorio después de cenar. Una habitación antigua, austera, con su cama y su mesilla y sus paredes encaladas y su armario de castaño. El inevitable olor a cerrado y naftalina. El pedazo de cielo gris casi fluorescente y la viveza invasiva del verde (no solo a la luz del día: también de noche, alumbrada por las farolas de la calle) más allá de los cristales empañados.
Se conformó con entornar la puerta porque la madera, dilatada por la humedad, no encajaba en el marco y no cerraba. Oía el murmullo de una conversación abajo, en la cocina. Las divisiones interiores de aquella casa de piedra, tanto verticales como horizontales, eran tablas de pino machihembradas que filtraban el ruido como si fuesen de papel. Crujidos, pequeños golpes, pisadas. De nuevo la conversación: la voz firme, casi agresiva, de una anciana; los monosílabos débiles y desganados de su marido. Se metió en la cama, se tapó la cabeza con las mantas e hizo por dormirse.
Le despertó un grito agudo como un chillido de rata. Ahora discutían. Una tercera voz que no reconoció intentaba mediar, sin conseguirlo. Se levantó y empujó la puerta con el hombro hasta cerrarla. Le pareció que sus propios golpes aplacaban la trifulca.
El canto del gallo, como tantas mañanas tiempo atrás. La luz del sol alcanzando su rostro. Después, el silencio como una losa, como la tapa de un sarcófago. Había dormido toda la noche del tirón vencido por el cansancio. Salió de la cama, peleó con la puerta atascada hasta lograr abrirla; se dio una ducha, se vistió, hizo una cafetera en la cocina. Recorrió la casa despacio con el café en la mano, se recreó en la contemplación de sus techos altos, del oscuro barniz de sus puntones. Pensó en la perspectiva de otra jornada de trabajo por delante, otro fin de semana, un día más para acondicionar, libre hasta el lunes de sus obligaciones laborales en la capital, aquella casa olvidada que llevaba vacía tanto tiempo, diez, quince años, desde las muertes casi simultáneas de sus tíos, dos ancianos a los que recordaba enredados en broncas subterráneas, recurrentes, atrapadas entre aquellos muros por los siglos de los siglos.
© Ángel Calvo Pose