Como el escenario devastado de una ciudad en ruinas después de una hecatombe nuclear. O el interior de un barco hundido, sumergido durante decenios en el fondo del océano.
Una mesa grande cubierta por una capa de polvo. Platos y cucharas, tenedores, algún vaso. Una silla rota tirada en un rincón. Una caja de madera llena de botellas de sidra El Escanciador, Villaviciosa, Asturias.
Una escalera al fondo sin ningún peldaño en buen estado, al menos a la vista. Una puerta a la izquierda, otra puerta sin puerta a la derecha. En la cocina de la izquierda hay una mesa pequeña forrada con un hule clavado con chinchetas y una bilbaína destrozada con la puerta abierta, colgando. En la habitación de la derecha solo queda una estantería tapizada de telarañas.
Entra en la casa empuñando una hoz, esquivando las goteras que atraviesan el tejado, el suelo del desván y el suelo de la segunda planta hasta formar un charco en las losas de piedra de la entrada. Mira el techo de la primera planta y comprueba el estado de la viga y de casi todos los puntones. Patea un par de latas oxidadas, se entretiene con la momia de una rata. Luego se acerca a las escaleras y empieza a subir apoyándose en la estructura con cuidado.
La primera sala grande, relativamente luminosa, de paredes encaladas color amarillento sucio fue, en su día, la escuela de la parroquia. Conservaba una foto de los años cincuenta del siglo XX utilizada por el Concello en un calendario promocional del siglo XXI: decenas de niños vestidos de domingo mirando a la cámara en el exterior del edificio. El tamaño de la sala parece desproporcionado en comparación con los dormitorios minúsculos, casi celdas de clausura, donde en otro tiempo durmieron dos maestras que, en los días más amables, tomaban el sol junto a la puerta de la calle, dos piezas de castaño pintadas de azul celeste. (Años de divagaciones y el relato de testigos presenciales, cuando aún había testigos presenciales, propiciaron su reconstrucción de las imágenes, el color azul de las puertas, ventanas y contraventanas y la barandilla interminable del balcón, el blanco inmaculado de las paredes y columnas, el negro brillante del tejado; la presencia imponente de la construcción rodeada de pastos a setecientos metros de altitud. El mostrador de madera donde se sirven bebidas y se despachan semillas o se venden calcetines, las sillas ortopédicas, los incómodos respaldos de listones que se clavan en el cuerpo, la ubicación frente al cruceiro y la rectoral, la rectoral que fue la casa del cura y ahora es su casa, casi la misma fachada de cal y cantería, puertas y ventanas verde intenso contra el blanco apagado por falta de sol: la rectoral mira al norte, el enorme edificio multiusos, al sur. Los parroquianos entran y salen e intentan impresionar a las maestras, según la cantidad de vino o de orujo que lleven encima; una de las mujeres sonríe con gesto beatífico y la otra riñe al límite de su paciencia. Por la tarde, a última hora, cuando ya se han guardado las sillas y la barra está vacía, el viento del nordés trae una niebla tóxica, fulminante, que lo cubre todo entre arcadas de humedad.)
La visión de su casa al otro lado de la carretera le recuerda su cansancio.
Observa la luz encendida de la cocina. También la de su dormitorio, más allá de las contraventanas entornadas. No se trata de un descuido provocado por la prisa: esas bombillas peladas de bajo consumo suelen permanecer encendidas durante casi todo el día. Sí se ha preocupado, en cambio, de cerrar con llave antes de salir; aunque lleva más de veinte años viviendo en aquel sitio y jamás tuvo costumbre de hacerlo, salvo cuando baja a comprar al pueblo una o dos veces por semana, o a pasear, cada vez menos, por alguna playa, o a recorrer las estribaciones de la sierra do Xistral. Si ni siquiera se molesta en quitar las llaves del contacto de su coche, el viejo, enorme, pesado BMW azul marino. ¿Quién iba a meterse en su casa, si hace años que no hay nadie? Los pocos vecinos que quedaban remataron el traslado al cementerio, el pequeño cementerio con su perfil gótico descabezado por la furia de los temporales.
No deja de sorprenderle que, en época de elecciones, la desfachatez se imponga a la pereza y los representantes de los dos principales partidos políticos todavía se acerquen con sus promesas absurdas y las papeletas para el voto que, invariablemente, terminan en el fuego de la vieja lareira que ennegrece, cada vez más, las paredes de la cocina, tablones de pino antediluviano acribillados de carcoma. ¿Qué les va a decir, que ya no sepan? ¿Les va a hablar de los baches como socavones en todos los caminos? ¿Del suministro eléctrico que se interrumpe durante horas después de cada temporal? ¿Del olor a cera quemada, del frío, de la niebla?
Sale al balcón entre repentinas oleadas de aguanieve, ese balcón sin barandilla reducido a la mínima expresión de una precaria plataforma de pizarra, y trata de encontrar algún indicio de vida o movimiento en el interior de la vivienda. (Porque se ha acostumbrado a ese ritual de vigilancia como el camino más corto a la locura.) Después mira, a su izquierda, sin pretenderlo, sin ni siquiera darse cuenta, la mole de la iglesia, la fortaleza helada sin ventanas, esa especie de sarcófago gigantesco coronado por un campanario mudo; bajo las campanas la placa de mármol amarillento, como placa de lápida, y la inscripción que ya no puede leer por culpa de su mala vista, la niebla y la distancia, pero que conoce de memoria después de tanto tiempo: ANNO 1900, JESUS CHRISTUS DEUS HOMO, VIVIT REGNAT IMPERAT.
Se hace de noche.
Una pequeña manada de caballos salvajes hace acto de presencia precedida por un suave taconeo rítmico. Dos potrillos y cinco o seis animales adultos (contando una yegua preñada) que rebañan la hierba alrededor del cruceiro, delante de la puerta verde de la iglesia y delante de su casa: la casa donde la luz de la planta de abajo, la bombilla desnuda, sin lámpara, de la cocina, acaba de apagarse repentinamente.
© Ángel Calvo Pose.