Mansiones verdes. [William Henry Hudson]

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William Henry Hudson (1841-1922) es uno de esos casos raros que a veces nos depara la literatura y cuyo atractivo se encuentra tanto dentro como fuera de los libros; o más bien debería decir de los libros de ficción, porque la gran mayoría de sus obras escritas versaron sobre ornitología. No es baladí el hecho de que William Henry Hudson naciera en Argentina, en la pampa, de padres norteamericanos, y que hasta sus 34 años viviera en una enorme hacienda al sur de Buenos Aires. Una enfermedad lo llevó a embarcarse hacia Gran Bretaña, lugar donde poco después se casó y permaneció hasta su muerte. Si buscan referencias sobre él en español, las encontrarán más fácilmente bajo el nombre Guillermo Enrique Hudson.

Su vocación literaria hubo de esperar hasta los 44 años, cuando publicó su primera novela La tierra purpúrea, una historia de gauchos. Borges dijo de él que era “de los muy pocos libros felices que hay sobre la tierra”. Dos años después escribe La edad de cristal, novela utópica que ha sido catalogada como anticipo del misticismo ecológico. Después de 17 años en los que invierte su tiempo en la redacción de libros sobre pájaros, vuelve a la ficción con una novela inolvidable, Mansiones verdes (1904), que mereció los elogios de Virginia Woolf y Miguel de Unamuno.

La mansión verde a la que se refiere el título es, naturalmente, la selva, pues en ese entorno se desarrolla la novela. Dados los antecedentes místico-ecologistas del escritor, cabría esperar una especie de canto desaforado por la naturaleza y una defensa de lo salvaje frente a la civilización. Para nuestra suerte, nada de ello hay en esta obra, sino más bien lo contrario. Pienso que el complemento perfecto para entender las intenciones de Hudson a la hora de escribir esta novela se encuentra en Allá lejos y tiempo atrás, un precioso libro de memorias de su infancia y juventud donde se nos describe una naturaleza bien alejada de la idea de la Arcadia, dura y exigente, por la que sin embargo mantiene una curiosidad constante por los seres vivos que la habitan, tanto la flora como la fauna.

Centrándonos en Mansiones verdes, diremos que relata la historia de un joven venezolano que huye de su país, una vez fracasada una intentona revolucionaria, una más en aquel país sudamericano. Para ello, busca el cobijo de la selva y se adentra en ella por el territorio ignoto de la Guayana, en las márgenes del río Orinoco. Pronto advertiremos que su aparición entre las diversas tribus aborígenes que va conociendo no es bienvenida, y como los conquistadores españoles, termina de forma absurda siguiendo la ruta de un posible filón de oro que cree descubrir tras una conversación con un indio.

También veremos pronto que tal oro no existe y que las condiciones de supervivencia son cada vez más precarias. Por fin recala en el poblado de una tribu que, si bien no es precisamente hospitalaria, tampoco es reacia a su presencia. En un bosque cercano a la aldea, de entrada prohibida para la tribu por ideas supersticiosas, Abel percibe un día que algo o alguien lo está siguiendo. Esa percepción aumenta con los días hasta que se revela que se trata de una muchacha de extremada belleza y elástica figura, que se comunica con él a través de unos extraños sonidos, como deliciosos grititos que expresan los sentimientos de la joven sin necesidad de palabras. Digamos que en este punto es donde empieza realmente el manifiesto interés de la narración, puesto que tras la muchacha salvaje se oculta un misterio y un primitivismo que será el motor de las acciones de Abel.

Se ha querido ver en esta muchacha, Rima, la reivindicación de la idea del buen salvaje defendida por Rousseau. Quien haya creído esto ha confundido la bondad con la ingenuidad. Rima vive con su abuelo, los dos solos en un claro del bosque. El abuelo es un hombre taimado y cínico, que trata de embaucar por todos los medios a Abel, de cuya compañía necesita. Allí conocerá más de cerca a Rima, que en su hogar se presenta como una muchacha un tanto ramplona y muy lejana a la belleza que exhibe en el bosque, en el que advertimos que es su medio natural. Digamos que los episodios narrados acerca de Rima en el bosque, su forma de actuar, su percepción de la vida, parecen anticipar lo que más tarde se llamaría realismo mágico. Hudson ofrece deliciosas páginas que bordean la verosimilitud del personaje puesto que necesita de esa perfecta integración entre la naturaleza y la mujer para explicar todos los hechos que acaecerán a continuación.

Porque si de algo estamos seguros es de que la especial condición de Rima irá variando la concepción de las cosas en Abel, quien a su vez cambia su entorno y lo que ocurre en su entorno a partir del hecho de que conoce la civilización y tiene esa ventaja (o desventaja) frente a Rima. Precisamente será la excesiva bondad de Abel (y no la del buen salvaje) la que desencadenará la tragedia, al permitir a Rima conocer su origen urbano. A partir de ese momento es cuando comprobaremos la nula compasión de la naturaleza y de quienes habitan en ella, guiados por la única ley que conocen que es la ley del más fuerte.

Ello no quita para que el tratamiento de la naturaleza por parte de Hudson sea fascinante. Las descripciones carecen afortunadamente del empalago y el barroquismo propio de estos casos y se nos presentan con un lenguaje sencillo, preciso, ameno y casi oral, de una gran hermosura. Supongo que la mejor manera de acabar esta reseña sea con las palabras que Joseph Conrad escribió a propósito de la prosa de William Henry Hudson: “Uno no sabría decir cómo consigue este hombre unos efectos semejantes; escribe con la misma naturalidad con que crece la hierba”.

© José Luis Alvarado. Todos los derechos reservados. (Cicutadry)

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