Llevaba dos horas sentado en el coche. Había perdido la cuenta de los Malboro fumados. Tres Coca-Colas de lata, una bolsa de pipas, …Allí estaba, por fin. Arrancó el coche y la siguió a una distancia prudente. Ella miró dos veces hacia atrás, algo la inquietaba. Era preciosa. Un metro setenta y cinco más o menos, falda vaquera, zapatillas Nike blancas, camiseta a tirantes negra. Andaba como una bailarina, sus enormes pechos se balanceaban a cada paso. Cuando la adelantó con el coche, ella miró de reojo y agarró fuerte la carpeta con la mano derecha y cerró su mano izquierda sobre el asa de la mochila que llevaba a la espalda. Era una mochila negra con un dibujo de Betty Boop, se la regaló su mejor amiga en su último cumpleaños.
Paró el coche en la primera calle a la derecha, aparcó y no lo cerró. Se enfundó una gorra negra y las gafas de sol. Eran las cuatro de la tarde, hacía calor, mucho calor. Se quedó a la sombra de un toldo y esperó. Le gustaba aquella espera, llevaba en esa guardia exactamente veintiséis días. Tenía en casa todo tipo de pruebas que ella había desechado: clínex sucios, el vaso de refresco, el vaso de café, incluso la botella vacía de agua de la que se deshizo en una papelera. Le gustaba lamer y oler todo lo que ella había tocado. Pero no más de treinta días, un mes era demasiado. La guardia llegaba a su fin, el operativo se desmontaba hoy. Esperó a que cruzara la calle, sabía el recorrido que hacía de camino al instituto, sabía el lugar y la hora D en la que acabaría esa guardia y comenzaría la fiesta. En el primer semáforo la adelantó y la rozó aposta, para oler su perfume: “perdona”. El número 33 era ideal, con un portal amplio, antiguo. Ya lo había investigado, solo vivían allí tres ancianos. La cerradura ya estaba rota de la noche anterior. Esperó, esperó y cuando pasó a su altura saltó como una pantera. La agarró del cuello por detrás y le tapó la boca. Ella pateaba, se le cayó la carpeta y en el forcejeo se rompió una de las tiras de la mochila. El asalto duró exactamente 11 minutos 36 segundos. Cada vez duraban menos tiempo. La asfixió hasta hacer que perdiera el conocimiento, le golpeó la cabeza varias veces con el puño, la penetró y se llevó toda su ropa, la carpeta, la mochila y un mechón de pelo. Dos horas más tarde bajó el abuelo del segundo, con respiración entrecortada. Quedó estupefacto. Junto al ascensor yacía el cuerpo desnudo de una joven, como una muñeca rota, con rictus de pánico, sangre entre las piernas y unas zapatillas Nike blancas como única indumentaria. Los titulares de prensa recalcaron que sólo tenía 15 años.
Él siguió ejerciendo de investigador depredador, pensando cuál sería su próxima víctima. Tenía una morena, una pelirroja, una rubia… ya no le importaba el color de pelo. Quería su olor. En bolsas conservaba todas las prendas, era su forma de excitación.
© Kika Sureda