Mari Carmen y Luis vivían en la misma zona de la ciudad, aunque cada uno en un barrio distinto, los separaba la carretera de la playa. Ambos contaban con doce años. Iban al mismo colegio.
Luis practicaba deporte. Lo de siempre, fútbol en un equipo formado por amigos, sin equipación alguna y siguiendo las normas que escuchaban por la radio al salir de clase. Alguna tabla de gimnasia tres días por semana como asignatura, era una de las denominadas «Las Tres Marías» junto la religión y formación de espíritu nacional, que constituían la parte fundamental de la educación en valores del sistema educativo nacionalcatólico durante la negra época dictatorial.
Ambos se dedicaban miradas dentro de las habitaciones donde recibían las clases, por supuesto no eran aulas tal y como ahora se consideran. Mesas de madera, tinteros donde descansar los palilleros para soportar los plumines, intentando hacer una buena caligrafía, redondilla o inglesa, y en ocasiones, gótica.
Esperaban para salir juntos al recreo, a veces se rozaban las manos y el rubor de ambos evidenciaban con titubeos, el temor a que el resto de los compañeros de clase advirtieran el enamoramiento que ambos sentían mutuamente.
Cada tarde Luis paseaba en bicicleta con dos o tres amigos, pasaba frente a la vivienda que ocupaba Mari Carmen y su familia, junto al cuartelillo de la Guardia Civil. Su padre era cabo. Ella, al verlo pasar sonreía graciosamente, y en ese momento se tocaba la cinta que recogía su largo cabello rubio. Era la señal convenida entre ambos para decirse que habían encontrado sus miradas mientras en silencio se enviaban un tímido «te quiero»
Pasaron los meses y acabaron los cursos que aprobaron con buenas notas. Era la fecha prevista para superar los escalones que los llevarían al instituto primero, y tal vez después a la universidad. Ellos se siguieron amando en silencio, dominaron el rubor de los roces. Ahora eran necesarios, enlazar sus manos y pasear al atardecer apartados de las miradas de todos, primordial para ambos. Se miraban, apretaban sus manos y paraban sus pasos para enfrentar sus caras y mostrar la necesidad de besarse.
Una tarde, de las muchas en que Luis paseaba frente a su casa, no la vio, tampoco a sus padres. Se preocupó. Algo sucedió. Recordó la felicidad de la tarde anterior, cuando Mari Carmen le pidió refugiarse en la casa del molino para dar rienda suelta a su amor, para saltarse las reglas acordadas. Se hicieron promesas que se sumaron a caricias desconocidas y besos como los que veían en las películas. Ella no tuvo el valor necesario para decirle que no sabía cuando volverían a verse. Su padre recientemente ascendido, fue destinado a una población a más de cuatrocientos kilómetros.
Aquella tarde al regresar a su casa, Luis no pudo ni hablar, ni comer o beber. Supo por una de las vecinas de Mari Carmen, que aquella mañana antes del amanecer se marcharon de la ciudad.
Sus destinos se separaron, las lágrimas de entonces fueron diluyéndose con los años. No supieron el uno del otro. Cada cual se forjó un futuro distinto al prometido aquella tarde.
Luis no intentó querer a otra mujer. Transcurrieron veinte años y continuó célibe, sin ninguna disposición a repararlo. A veces su madre, a quien visita periódicamente, comenta su enamoramiento de Mari Carmen. Siempre le dice; fue un amor de juventud, deberías olvidarlo. ¿Era aquella jovencita rubia, delgada y simpática con quien te vi más de una vez paseando de su mano? Luis respondía afirmativamente, guardaba silencio para no dar muestra del dolor que aún mantenía intacto. Deberías buscar a otra mujer, seguro que también te enamorarás como de Mari Carmen. Él no respondía, como tampoco lo hacía a sus amigos, quien en más de una ocasión le insistieron en crear un perfil en una de las muchas agencias de citas Lo hizo, pero duró poco, los canceló.
Su vida hasta los cincuenta años se mantuvo del mismo modo, no cambió. Vivía en un apartamento a las afueras de la ciudad. Su trabajo le permitía mucho tiempo de ocio, aunque siempre solitario. Se le acabaron las excusas para eludir almuerzos, cenas o fines de semana con alguna «amiga recomendada».
Su perfil en una agencia de citas olvidó borrarlo. Una tarde recibió un correo firmado por Lidia.
He visto tu perfil y me gustaría conocerte personalmente, creo que tenemos mucho en común. Si estás interesado respóndeme a este correo privado, yo lo haré al que me digas. Miró la foto del perfil pese al nulo interés suscitado, rosto amable, cabello rubio y sonrisa abierta.
Dos días después recibió un nuevo correo requiriendo respuesta. También hizo caso omiso. Al siguiente, otra solicitud de contestación, aunque en esta ocasión mencionó un dato que llamó su atención. Por la tarde la intriga le obligó a responder. A partir de ese instante le creó una adición. Comentaba sus actividades diarias, sus alegrías, penas, recuerdos. Al cabo de dos meses.
—Creo que sería bueno vernos personalmente ¿no crees?
—Estoy segura. Debimos hacerlo hace tiempo.
—Tal vez, pero soy poco sociable, quizás te defraude.
—Yo también lo pensé, pero ahora estoy segura de lo contrario. Parece que te conozco de toda la vida.
—Tengo similar sensación.
—Entonces ¿Nos vemos?
—De acuerdo. Mañana sábado, a las once junto a la cafetería Mantua, está en…
—Lo sé, vivo muy cerca de allí.
—No sabía que vivíamos en la misma ciudad.
—Hasta mañana.
Luis no estaba seguro del paso dado. Tenía la sensación de haber cometido un error. Por sus amigos supo, que la gente suele poner fotografías en los perfiles que nada tienen que ver con la realidad. Del mismo modo señalan actividades y conocimientos difícil de contrastar. No obstante, se preparó para lo peor.
Aquella mañana se vistió informalmente, esperaba estar poco tiempo con Lidia, estaba convencido que respondería a una ficción programada. Tomaría un café y regresaría a casa.
Deja el coche en un aparcamiento subterráneo, tiene suficiente tiempo para caminar unos minutos y con ello eliminar la intriga y el temor a ser engañado. Desde la acera opuesta ve salir a una mujer de un portal, cabello rubio, con ropa elegante. Avanza lentamente por la acera de la cafetería Mantua. Paso firme, decidido, algo coqueta, se para en más de una ocasión frente a escaparates con espejos para comprobar que sus cabellos están en la posición deseada o la blusa bien colocada. Comprueba cómo se acerca hasta la puerta de la cafetería, y mira el reloj varias veces. El hace lo propio, faltan cinco minutos para las once. Cruza de acera y en dirección opuesta se acerca despacio, intranquilo. Cuando está a dos pasos de ella.
—¿Disculpa? Soy Luis, ¿Eres Lidia?
—Hola Luis, sí, soy Lidia.
Se aproximan para saludarse. Juntan sus mejillas.
—¿Te apetece un café o un té?
—Será tu primera invitación Luis, me apetece muchísimo.
—Vayamos.
Al entrar rozan sus manos. Luis recuerda una sensación igual a cuando en su juventud esperaba a Mari Carmen para salir juntos al recreo. Rememora en unos segundos las palabras de su madre, deberías buscar a otra mujer, seguro que también te enamorará como de Mari Carmen. Le complació la sensación, tal vez mi madre tenía razón y he perdido demasiado tiempo —se dijo—. Se daría una oportunidad. Sonríe mientras Lidia se adelanta hasta una mesa. Espera para sentarse a que ella lo haga. Él se sitúa frente a ella. Una camarera les invita a pedir. Ambos solicitan sendos cafés con leche. Durante minutos se miran, charlan y beben. Después abandonan la cafetería.
—¿Cómo te ha parecido nuestra primera cita? —pregunta Lidia.
—Bien. Temía defraudarte. Espero que no haya sido así.
—Desde luego que no, ya tenías ganas de verte.
—¿Tendremos oportunidad de volver a vernos?
—Sin duda, tantas veces como te parezca bien, lo estoy deseando —responde Lidia mientras la mira con ternura.
—¿Entonces lo has pasado bien? —pregunta con temor
—Si me permites, diría que esta cita la deseaba desde hace muchos años.
—No es necesario la alabanza.
—Lo es. Por hoy será suficiente. Voy a darte mi teléfono por si quieres llamarme. Anotaré el tuyo para saber que eres tu quien me llama. ¿Te importa?
—En absoluto. Anótalo.
Su incipiente relación, por otro lado, satisfactoria aparentemente para ambos, fue escalando peldaños en una hipotética escalera de deseos incumplidos. Luis alejado de los temores, escuchaba con atención las anécdotas que Lidia le contaba en cada cita. Supo que vivía sola, que abandonó la ciudad donde vivió con sus padres al encontrar un trabajo acorde con la carrera universitaria que cursó. Conoció que, tras varios conatos de relación de pareja de escasa o nula continuidad, desde hacía años se mantenía célibe, y sin compromiso. Luis también confesó su peregrinaje de soltería, con numerosas invitaciones de amigos por unirle a alguna de sus amistades femeninas con un constante resultado negativo. Añadió a Lidia que escuchó con mucha atención, nunca he deseado estar con otra mujer, me obligué después de conocer en mi juventud a Mari Carmen, a quien amé hasta que desapareció. No llegué a localizar pese a buscarla por mis propios medios y los de dos detectives privados a quien contraté.
—Esa joven te proporcionó un buen trauma, muy parecido al mío.
—En efecto, pero no importa, he sido feliz a mi manera, como dice la canción.
—También yo, pero no lo suficiente ni como soñé. Ya te dije por correo al principio de conocernos, que tenemos mucho en común.
—Es cierto, pero temí fuera un engaño.
—Creo que deberíamos abandonar el pasado y construir el futuro.
—Ahora sí. Lástima, mi madre estaría contenta de verme enamorado de otra mujer que no es Mari Carmen.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto. Insistía en que debía enamorarme de otra mujer y abandonar el hastío y penumbra que han presidido hasta ahora mi vida.
—Veo que todavía no has abandonado la nostalgia de tu juventud.
—Al parecer tu tampoco.
—Entonces deberíamos escuchar a quienes dicen que la nostalgia es una versión dulce de la muerte.
—Tal vez tengas razón.
—Vamos, volvamos a casa, te he preparado mi primera cena, algo soñado durante muchos años. ¿Te quedarás a dormir?
—Si bebo más de la cuenta, no tendré otro remedio o pedir un taxi
—Esta noche estarán de huelga.
—Mejor.
Al día siguiente.
—Mi primer beso de buenos días es para ti querida Lidia.
—El mío también, querido Luis.
—Después de desayunar me gustaría pedirte un favor.
—Lo que quieras.
—¿Tendrás inconveniente en llevarme a una dirección?
—Por supuesto que no.
Lidia no abandonó la mano de Luis, que escuchaba con atención la dirección por donde debía circular. Pronto se adentraron en lo que antes fuera una carretera, ahora una avenida de cuatro carriles. El coche avanzaba sin descanso, al abandonar una empinada cuesta, apareció una casa en cuyo jardín giraba un molino de extracción de agua. Le recordó mucho a una antigua casa de su juventud donde él y Mari Carmen se amaron y vieron por última vez. Lidia en ese momento le pidió girar a la derecha, introducirse por una calle con edificios de varias alturas a cada lado. Lidia miró a Luis y le dijo.
—Para, ya hemos llegado, es esa, la baja y blanca. Quería volver a verla, en donde pasé mi juventud, donde conocí a mi único amor.
Luis se asustó. La miró y comenzó a temblar.
—Lidia, ¿No estarás equivocada? En esa casa vivió Mari Carmen, de quien te hablé.
—No, Luis, no estoy equivocada.
—No lo entiendo. Tal vez la ocupaste cuando ella y sus padres se marcharon.
—No voy a responder. Antes quiero pedirte perdón.
—¿Por qué?
—Te he mentido.
—¿En qué? ¿No me quieres? ¿Todo esto es una broma pesada de mis amigos?
—Te mentí en mi nombre.
—Lo sabía, mis amigos te contrataron para tomarme el pelo.
—No cariño, no me han contratado para nada tus amigos, ni siquiera los conozco. Te mentí. Cuando llegué a la ciudad me encontraba sola, incluí mi perfil en la misma agencia que tú, por eso contacté contigo, puse mi nombre y apellidos distintos para no ser reconocida. En realidad, no me llamo Lidia, soy Mari Carmen, tu Mari Carmen.
—¿Pero?
—Te reconocí enseguida, por lo que veo tu a mi no. No me importó, quise volver a enamorarme, volver a quererte como entonces.
—Treinta y seis años para encontrar a mi Mari Carmen.
—Treinta y seis años para encontrar a mi Luis.
—Cariño, a partir de hoy dejemos de dar de comer al monstruo de la tristeza.
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