Caricias inesperadas

0
285

La mañana se presentaba ideal para realizar gestiones y otras actividades a pie, disfrutando del paisaje y respirando el aire primaveral que envolvía la ciudad. Solo esperaba que el reloj marcara la hora de cerrar la puerta, poner un pie tras otro e iniciar la primera actividad programada en la agenda.

¿Debería tomar un café antes de salir? —me pregunté en silencio—. La respuesta fue afirmativa, por supuesto. Caminé unos pasos desde mi despacho hasta la sala de descanso. Llené la cafetera con agua fría y los granos de café recién molidos. Esperé ansioso a que el aroma anunciara el oscuro y agradable resultado. Vertí el café en mi taza especial con las siglas de la empresa y me dispuse a revisar los titulares de la prensa digital. La taza cumplió su cometido, y la dosis de cafeína incrementó mi deseo de caminar con la energía que solo el líquido humeante puede proporcionar.

Ensimismado en la lectura de algunos titulares, noté la sorprendente cantidad de errores en los artículos escritos por los becarios y la falta de revisión del supuesto Jefe de Redacción de cada medio. De repente, una presencia femenina a mi espalda me sorprendió. Sin mediar solicitud alguna, comenzó una serie de caricias. Primero en el brazo izquierdo, luego en el cuello, libre de corbata y camisa abotonada. Eran suaves, repetitivas, a veces convertidas en deliciosas cosquillas.

Inesperadamente, la presencia desapareció. Continué con la lectura de la prensa. Miré el reloj en la pared, con sus voluminosos números marcando el tiempo restante para cumplir mi cometido. Sin embargo, volví a sentir su presencia. Esta vez, sus caricias se multiplicaron, recorriendo las partes descubiertas de mi cuerpo. Llegué a pensar que se trataba de una pesada broma de algún compañero. Pero no, deseché la idea; ninguno se atrevería a tanto, aún no había suficiente confianza para eso.

Ella insistía repetidamente, a veces acercándose a mis labios y nariz. Sus caricias recorrían espacios inertes, ocultos, resbalando por la abertura de mi camisa. Solo dejaba escapar un suave murmullo. De vez en cuando se apartaba para regresar con más fuerza. Comenzaba a molestarme.

El reloj avisó: quedaban diez minutos para abandonar las oficinas. Abotoné la camisa, coloqué la corbata en su lugar, recogí la carpeta y salí sin mirar atrás, preguntándome si la situación se repetiría a mi regreso.

Durante la mañana, me sentí ausente. En mi mente nacía la necesidad de comprobar si las caricias recibidas volverían a repetirse. Recorrí la ciudad para cumplir mis gestiones, notando aquí y allá presencias similares a las vividas horas antes. Algunas se acercaron, aunque algo impidió comportamientos similares. ¿Mi perfume? ¿El gel de afeitar? ¿El color de la camisa? No lo sé, pero no lograba comprender las sensaciones vividas. Al principio no molestaban, luego sí. Un cúmulo de miradas y acercamientos me atosigaba.

Acabé antes de lo previsto todas mis gestiones para regresar cuanto antes a mi despacho. Las oficinas estaban en pleno ajetreo laboral. Noté el frescor al entrar en mi despacho. Cerré la puerta y me acerqué al cuadro eléctrico para desconectar los ventiloconvectores, evitando así la expulsión de aire frío. Unas llamadas telefónicas y la lectura de varios informes me mantuvieron ocupado hasta la hora del almuerzo. Al regresar, la temperatura de mi espacio era similar a la de las primeras horas de la mañana. Me dispuse a redactar un informe preliminar para un cliente.

De repente, igual que por la mañana, sentí la misma sensación. Ella, así me parecía, insistía en acariciarme sin pedírselo. Minutos antes me había despojado de la chaqueta y la corbata, desabrochando los botones de mi camisa de manga corta, tal vez como un deseo oculto de sentir sus caricias y cosquillas sobre mi pecho, rostro, manos, brazos y, quién sabe, si pudiera despojarme de los pantalones, también sobre el resto de mi cuerpo.

Se mantuvo durante media hora. Perdí la concentración. El informe, cuyo extracto mental había pergeñado durante el almuerzo, se diluía con las caricias que recibía. No debía permitírmelo, por lo que la insté a dejarme en paz: ¡Haz el favor de abandonar mi despacho! Lo dije calmado, después molesto ante la insistencia de sus caricias. Volví a gritar invitándola a renunciar a su actividad. No cejó. El tiempo transcurría irremediablemente sin acabar el informe.

A las cuatro y media, el resto de los empleados regresaron. Uno de ellos se acercó señalando que el calor se había adueñado de las oficinas, que alguien debió desconectar el aire acondicionado y dejar alguna ventana abierta, permitiendo la entrada de elementos no deseados.Respondí:

—Pues conéctelo de nuevo.

—¿Le parece bien que utilice un espray para ahuyentar los dípteros?

—Desde luego, especialmente a esa mosca oscura y robusta que ha estado acariciándome  desde esta mañana, haciendo suyo este despacho.

© Anxo do Rego. Todos los rechos reservados.

Artículo anteriorEl linaje de las estrellas (Daniel Fopiani)
Artículo siguienteLos domingos de Jean Dézert. (Jean de La Ville de Mirmont)
Narrador. Fundador, Director y Editor de la extinta editorial PG Ediciones. Actualmente Asesor y colaborador en Editorial Skytale y Aldo Ediciones, del Grupo Editorial Regina Exlibris. Director y Redactor del diario cultural Hojas Sueltas. Fundador de una de las primeras revistas digitales de novela negra «Solo Novela Negra» en la actualidad como sección «Solo Novela Negra .2» en el diario HOJAS SUELTAS. Partícipa de numerosas instituciones culturales. Su narrativa se sustenta principalmente en la novela policíaca con dieciseis títulos del comisario del CNP, Roberto H.C. como protagonista principal. Mantiene su creatividad literaria con relatos, artículos y reseñas en algunas revistas digitales culturales.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí