En mayo de 2014 Elliot Rodger, un joven estadounidense de veintidós años, se suicidaba tras asesinar a seis personas en California en la que sería considerada como la primera matanza de la historia cometida por un incel. En mitad de los terribles sucesos, Rodger se detuvo a mandar por correo electrónico el manifiesto «Mi retorcido mundo: la historia de Elliot Rodger», en el que explicaba sus motivos para cometer los asesinatos: se sentía rechazado y culpaba de ello a las mujeres, que, según él, le negaban una vida sexual activa.
Unas semanas más tarde, la filósofa Amia Srinivasan, nacida en Baréin y criada en Londres, Singapur, Nueva York y Taiwán, comenzaba la redacción de un minucioso artículo motivado por los análisis del suceso que se publicaban en la prensa, que a menudo se negaban a señalar a Rodger como un misógino: ¿cómo podía odiar a las mujeres si lo que buscaba era su aceptación?
El término incel (una contracción de la expresión inglesa «involuntary celibate», célibe involuntario) lo acuñó Alana, una estudiante canadiense que nunca había tenido una cita, y que quería ponerle un nombre a su soledad y a la soledad de otros como ella. Con ese objetivo creó el blog «Proyecto de Celibato Involuntario de Alana», donde intercambiaba consejos con otros usuarios para lidiar con la timidez, la torpeza, la depresión y el autodesprecio. Posteriormente, Alana entabló una relación, dejó el foro y cedió el puesto de moderadora a otro miembro de la comunidad. No descubrió en qué se había convertido el movimiento incel hasta cerca de veinte años más tarde, cuando leyó en un artículo sobre Elliot Rodger.
Hoy en día los incels afirman que no existen las mujeres incels, o «femcels», se relacionan con la ultraderecha y vuelcan sus frustraciones sobre el género femenino, al que acusan de su falta de estatus sexual –como remarca Srinivasan, los incels no ansían sexo sino estatus sexual–.
El artículo que escribió Srinivasan cuestionaba las prerrogativas sexuales que creen tener algunos hombres y se planteaba cómo se construye ideológicamente el deseo. Aunque parte de la negación rotunda de que el sexo sea un derecho, la filósofa afirma que el nivel de follabilidad («no de los cuerpos que se consideran sexualmente disponibles (…), sino de los cuerpos que confieren estatus a quienes se acuestan con ellos») es un hecho en esencia político, y advierte de que, bajo el paraguas de la positividad sexual, se pueden enmascarar el racismo, el capacitismo y la transfobia como «preferencias personales». La paradoja del razonamiento de Rodger, y de la comunidad incel en general, es que refuerza una jerarquía sexual de la que ellos mismos se perciben como víctimas.
Srinivasan acabó por titular el mencionado artículo «El derecho al sexo», y es así mismo como se llama el libro que, con el subtítulo Feminismos en el siglo XXI, hace un par de meses publicamos en «Argumentos»; un volumen que incluye otras cuatro piezas de la filósofa que tratan algunos temas fundamentales del debate feminista contemporáneo: el trabajo sexual, la pornografía, el consentimiento, los límites de la ley a la hora de regular nuestras relaciones o cómo afectan a estas las dinámicas de poder.
Nos alejamos del foco incel para ampliar la panorámica del pensamiento incisivo y revelador de Srinivasan, rescatando a modo de cierre esta reflexión, muestra de su capacidad analítica y su retórica combativa, valiente y ambiciosa: «Lo sorprendente de la revolución sexual (…) es todo lo que dejó intacto. Las mujeres que dicen «no” todavía quieren decir «sí», en realidad, y las que dicen que «sí» todavía son unas zorras. Los hombres negros y morenos siguen siendo unos violadores, y la violación de mujeres negras y morenas sigue sin contar. Las chicas todavía van por ahí pidiéndolo a gritos. Y los chicos todavía deben aprender a dárselo. ¿A quién liberó, pues, exactamente, la revolución sexual? Todavía no sabemos lo que es ser libres». Y eso que ya estamos en 2023…
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